Burkina Faso: Revolución, autoritarismo y la crisis de la política de emancipación africana

Leroy Maisiri

Hubo un tiempo en que Robert Mugabe fue la figura más destacada de la liberación africana. Puños en alto, pancartas panafricanistas y cánticos de autogobierno marcaron el surgimiento de Zimbabue tras el colonialismo blanco. Mugabe, como muchos de su generación, representaba la victoria de los oprimidos contra la dominación imperial. Pero la historia, con su claridad implacable, terminaría recordándolo no solo como un libertador, sino también como un autoritario. Su heroísmo inicial se convirtió en represión, corrupción y el ahogamiento de la disidencia.

Esta trayectoria no es exclusiva de Mugabe ni de Zimbabue. En todo el continente africano, se repite un patrón sombrío: los movimientos de liberación, anclados en su momento en luchas populares y sueños de autodeterminación, se transforman en regímenes burocráticos, militarizados y a menudo represivos.

Hoy, Burkina Faso está viendo surgir un nuevo rostro de la revolución bajo el joven y carismático capitán Ibrahim Traoré. Su imagen sigue el molde de Thomas Sankara, evocando el espíritu antiimperialista de los años 80, y su lenguaje es contundente: "Esto no es una democracia. Esto es una revolución".

Pero, ¿qué clase de revolución descarta la democracia? ¿Cómo debemos interpretar otro golpe de poder por parte de hombres uniformados que afirman actuar en nombre del pueblo? Si la historia ha de ser nuestra maestra, debemos preguntarnos: ¿puede una revolución construida sobre bases autoritarias dar a luz una verdadera liberación? ¿O estamos simplemente presenciando la repetición de un ciclo trágico en el que el pueblo siempre termina traicionado?

Para responder, la teoría anarquista ofrece una crítica necesaria y aleccionadora, en particular el principio de "prefiguración". En términos simples, significa que el tipo de sociedad que queremos en el futuro está literalmente moldeado por lo que hacemos hoy. Por lo tanto, los medios para transformar la sociedad y lograr la liberación deben reflejar la sociedad liberada que aspiramos construir. Una dictadura en nombre del pueblo no es una contradicción; es una traición.

La paradoja de la liberación africana

En 1980, Mugabe asumió el poder en un Zimbabue independiente entre júbilo. Como crítico feroz del apartheid sudafricano y firme defensor del nacionalismo africano, encarnaba las esperanzas de un continente que aún se sacudía las cadenas coloniales. Su gobierno amplió el acceso a la educación y la salud, llevó a cabo una redistribución de tierras (aunque lenta al principio) y posicionó a Zimbabue como un faro regional.

Sin embargo, bajo la superficie del orgullo nacional acechaban las semillas del autoritarismo. Las masacres de Gukurahundi en Matabelelandia —violencia estatal que dejó miles de muertos— fueron la primera gran grieta en la fachada. Para las décadas de 1990 y 2000, la promesa se había desvanecido. La mala gestión económica, los ataques sistemáticos a la oposición, el uso de veteranos de guerra como fuerzas de choque y elecciones amañadas convirtieron a Zimbabue en una advertencia. Mugabe se había transformado en la misma figura contra la que luchó: un gobernante sordo al clamor de su pueblo.

¿Qué salió mal? El problema no fue solo su personalidad o su edad, sino algo estructural: una política centralizada, jerárquica y militarizada que concentró el poder en unas pocas manos. Las masas, antes movilizadas para la liberación, quedaron reducidas a espectadoras de un nacionalismo dirigido por el Estado. La lógica de dominación, heredada del colonialismo, se mantuvo intacta.

El continente africano está lleno de líderes de liberación que luego se convirtieron en gobernantes autoritarios. En la República Democrática del Congo, Laurent-Désiré Kabila llegó al poder tras derrocar al infame Mobutu Sese Seko. Aclamado como reformador, rápidamente silenció la disidencia, suspendió las instituciones democráticas y consolidó el amiguismo.

En Eritrea, Isaias Afwerki lideró el Frente Popular para la Liberación de Eritrea (FPLE) hacia la independencia de Etiopía en 1993. Desde entonces, su gobierno ha abolido elecciones, prohibido la disidencia y convertido al país en un Estado prisión. En Uganda, Yoweri Museveni, alguna vez una voz progresista con una ambiciosa agenda de reformas, llegó al poder en 1986 tras una guerra de guerrillas prometiendo acabar con la dictadura y restaurar la democracia. Sin embargo, lleva décadas en el poder, reprimiendo a la oposición y manipulando los límites constitucionales.

Lo que une estos casos no es solo la traición a los ideales iniciales, sino la estructura misma de los movimientos revolucionarios: el dominio de actores militares, la centralización de la toma de decisiones y la eliminación de la participación democrática de base. La liberación se convirtió en un proyecto estatal, no en un movimiento popular. El resultado no fue la libertad, sino la dominación por parte de una nueva élite.

Ibrahim Traoré y el momento de Burkina Faso

Es en este contexto histórico que debemos entender el ascenso de Ibrahim Traoré en Burkina Faso. En septiembre de 2022, Traoré tomó el poder de otro oficial militar, citando el fracaso del gobierno para contener la violencia yihadista y sus vínculos con los intereses neocoloniales franceses. Joven, fogoso y armado con un discurso panafricanista, Traoré ha sido aclamado por muchos en África como un nuevo tipo de revolucionario. Sus discursos condenan el imperialismo, su postura rechaza el control occidental y su persona evoca el legado sankarista.

Sin embargo, hay razones para ser profundamente cautelosos. Traoré ha suspendido la Constitución, disuelto la Asamblea Nacional y pospuesto indefinidamente las elecciones. La participación de la sociedad civil está estrictamente controlada. Las críticas son cada vez más silenciadas bajo la bandera de la unidad nacional. Y lo más revelador: el propio Traoré ha declarado que "esto no es una democracia, sino una revolución".

Ahí reside la contradicción central. Una revolución que excluye la democracia participativa, horizontal y dirigida por el pueblo no es una revolución de liberación, sino de sustitución. El pueblo queda una vez más marginado, reemplazado por uniformes y órdenes.

La alternativa: Prefiguración y el caso de Néstor Majnó

Entonces, cabe preguntarse: ¿es posible una revolución democrática? Y, de ser así, ¿podemos señalar un ejemplo? Dicho ejemplo no solo debe ser históricamente válido, sino que también debe rechazar la lógica de que "el fin justifica los medios", que ha plagado a tantos movimientos revolucionarios.

El ejemplo debe encarnar el concepto de prefiguración, desarrollando hoy mismo las ideas y estructuras sociales que reflejen el mañana que queremos. Existió un hombre llamado Néstor Majnó, quien lideró el Ejército Revolucionario Insurgente de Ucrania a principios del siglo XX. Durante la Guerra Civil Rusa, Majnó encabezó un movimiento campesino que resistió tanto a la contrarrevolución blanca como a los bolcheviques autoritarios.

El enfoque majnovista se centró en la creación de consejos obreros y campesinos, asambleas donde las decisiones se tomaban colectivamente y los líderes podían ser revocados en cualquier momento. Incluso el ejército funcionaba democráticamente, con comandantes electos y decisiones tomadas en discusiones abiertas.

El movimiento de Majnó no fue perfecto, pero representó un experimento poco común de cómo podría ser una revolución verdaderamente autogestionada y desde abajo. Su lección central fue que la libertad real es imposible sin participación democrática en todos los niveles de la lucha. Las estructuras de mando militarizadas no pueden dar a luz sociedades emancipadas; en cambio, reproducen las jerarquías que dicen combatir.

Conclusión: ¿Liberación desde arriba o desde abajo?

Si las revoluciones africanas quieren evitar el destino de la traición, deben rechazar el camino autoritario. Eso significa desmantelar la idea de que una pequeña élite revolucionaria o una junta militar pueden otorgar la libertad en nombre del pueblo. El pueblo debe conquistarla por sí mismo.

Esto requiere construir estructuras de democracia directa, presupuestos participativos, consejos locales, asambleas comunitarias y federaciones de movimientos auto-organizados. Significa romper tanto con la democracia liberal occidental —controlada por élites— como con el autoritarismo nacionalista —impulsado por caudillos y decretos militares—.

Significa reconocer que una revolución que comienza silenciando voces terminará aplastándolas. En Burkina Faso, el momento revolucionario aún es joven. Todavía hay tiempo para reorientar su camino hacia una democracia radical, en lugar de una dictadura con rostro populista. Pero eso requerirá más que discursos; requerirá darle poder al pueblo no solo en la retórica, sino en la práctica.

La historia ha sido un cementerio de liberaciones fallidas. Pero no tiene por qué ser así. Si tomamos en serio el principio anarquista de que los medios deben reflejar los fines, podemos empezar a imaginar una política que no reproduzca jerarquías, sino que las desmonte. Una política que no sea solo antiimperialista, sino también antiautoritaria. Una revolución que no sea el reemplazo de gobernantes, sino la abolición del gobierno mismo.

Este artículo no está en contra de la postura antiimperialista/anticolonial de Burkina Faso, ni es una crítica personal al capitán Traoré. Más bien, es un llamado a todas las fuerzas progresistas a reflexionar sobre el tipo de liberación que queremos en el continente. La liberación no puede ser otorgada desde arriba. Debe construirse desde abajo, y debe comenzar ahora.

Leroy Maisiri es investigador y educador enfocado en temas laborales, movimientos sociales y políticas emancipatorias en el sur de África, con experiencia en enseñanza y publicación en sociología económica industrial.

Enlaces relacionados / Fuente: 
https://theanarchistlibrary.org/library/leroy-maisiri-burkina-faso-revolution-authoritarianism-and-the-crisis-of-african-emancipation?v=1746767313
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