Reinventando las identidades: historia, política y comunidad

Dicen que la historia la escriben los vencedores, aun así, eso no tiene demasiada importancia porque en tiempos de sobreabundancia de datos y cuando existen universidades para todo tipo de corrientes de pensamiento, sean conservadoras o revolucionarias, en una época en la que hay gurús de todas las escuelas apadrinados por la academia y cualquier espacio de reflexión crítico es asimilado, becado y promocionado por el sistema, el mercado oferta relatos históricos a la medida ideológica del consumidor, para que éste no desbarate una parte de su identidad predeterminada y pueda seguir con su vida normal, de producción y consumo. Porque es cómodo no tener que enfrentar los errores, sea en el plano histórico o en el personal.

Un relato histórico es un discurso ideológico vertebrado con hechos del pasado. Pero ocurre que en muchas ocasiones esos hechos son discutidos por académicos y gente entrada en materia que, de pronto sacan de la chistera una nueva evidencia que hace suponer que, en efecto, la virgen María pudo ser fecundada por un tercero. Y entonces, ¿al derrumbarse el mundo de ese hombre pío que basaba su vida en un dogma, la consigna “amaos los unos a los otros”, por ejemplo, debería carecer de sentido para él?

En ningún caso, la historia es la razón para realizar los proyectos políticos y sociales que consideramos justos o necesarios, sino que éstos han de justificarse por sí solos. Es decir, si la idea es buena (ej. gestión comunal de la tierra), no necesita ningún soporte histórico para realizarse (ej. patrimonio cultural indígena), máxime cuando en la actualidad, su realización responde a las relaciones de poder que se dan dentro de las instituciones (ej. Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas) y es traducido en derecho positivo por los Estados. Del mismo modo, la opresión que un pueblo ha sufrido en el pasado no le otorga derecho histórico alguno para resarcirse oprimiendo a otros pueblos (véase el Estado de Israel: el holocausto no puede ser una coartada de tipo moral para justificar una política exterior genocida).

Una cosa es hacer memoria, trabajar para que la realidad pasada se recuerde e intentar comprender el proceso y las causas que explican el presente, etc., y otra bien distinta es articular un discurso político basado en un registro de hechos específico, mitificar la historia y caer en un reduccionismo semejante a lo que Vladimir Propp denomina morfología del cuento, relativizando los hechos que no encajan bien en la fábula en la que basamos nuestra ideología de modo que, al mismo tiempo, ensalzamos aquéllos que nos hacen peculiares como grupo, todo ello con objeto de monopolizar un sentimiento, así como acaparar el testigo de una lucha que uno no ha librado: cuando alguien se identifica emocionalmente con una historia, con unos símbolos, incluso con las víctimas, cuando adopta todos estos elementos como parte de su identidad, corre el riesgo de desatender el debate racional y argumentado por el cual unas ideas se imponen a otras. Sólo en ese encuentro dialéctico puede germinar la semilla de la transformación social.

La búsqueda desesperada de referentes históricos por parte de la izquierda, con el propósito de construir un sujeto colectivo que legitime la acción política, sólo da cuenta de la fragmentación social característica de la época posmoderna y de la inexistencia de una comunidad real y cohesionada. Es un síntoma de la incapacidad de cualquier movimiento social para generar adhesiones a un proyecto sólido que sea capaz de transformar profundamente el orden establecido. La tarea central de la izquierda, no es pues la creación de filiaciones emocionales que graviten en torno a una identidad particular, sino la defensa argumentada e integrativa de las ideas de igualdad social y libertad política radical que la caracterizan.

En nuestra sociedad atomizada, los espacios comunitarios que se conformaban en torno al trabajo (sindicato, barrio, etc.), y que constituían en la práctica una extensión de la familia donde la solidaridad social era algo común, han sido prácticamente desmantelados. Tanto es así, que el sujeto experimenta una sensación de vacío y aislamiento frente a una nueva sociedad que ofrece inserción individual, siempre y cuando se acaten las condiciones de exclusión que ella misma impone. Ante ese vacío, uno se recrea en su dimensión subjetiva e identitaria, buscando desesperadamente la pertenencia a un grupo como fin en sí mismo, como un factor que le defina y proteja frente al mundo y frente a sí, como una prótesis de identidad (que es ya una prótesis otra).

Los partidos y demás organizaciones políticas, conscientes de la necesidad constante de reidentificación por parte de los proletarios desclasados, practican una estrategia de mercadotecnia emocional (como hacen los publicistas): apelan a la identificación sensible de la gente con el fin de generar adhesiones efímeras que les permitan hacerse con el poder. Así surgen las denominadas comunidades de carnaval: comunidades no dadas al debate con voluntad de conclusión y que participan en espectáculos contestatarios, dispersando la energía del conflicto con catarsis ceremoniales (manifestaciones, urnas, procesos, protestas simbólicas, etc.) que sirven para canalizar la tensión acumulada en la vida rutinaria, pero que abortan a las comunidades con voluntad de enfrentamiento real.

Una característica de la identidad en los espacios comunitarios tradicionales es su no opcionalidad, no tiene un carácter voluntario, la pertenencia social es obligada y preexiste al individuo. Paradójicamente, la libertad de elegir de la gente para adherirse a tal o a cual colectivo según sus preferencias particulares, ha traído consigo la incapacidad de sacar adelante un proyecto colectivo emancipador. Quizá sea porque esos nuevos espacios deseables son articulados por intelectuales, su configuración queda en manos de expertos con influencia en universidades y demás instituciones, y son vistos por el pueblo con desconfianza. Es decir, la afiliación es libre pero su vertebración viene dada desde arriba, no es el fruto de la producción popular.

El sujeto político basado en la particularidad, resultado de las políticas de la identidad que impregnaron los movimientos sociales de los años sesenta del pasado siglo, y que ponen de relieve las categorías sociales de diversa índole que nos atraviesan, son una construcción universitaria, ideada por profesionales académicos de extracción burguesa (en un evidente paralelismo con los nacionalistas del siglo XIX que se disfrazaban con motivos folclóricos para acudir a la aldea a soltar el discurso chapurreando la lengua vernácula, y eran expulsados a pedradas). Si bien la aportación crítica de estas políticas a la (que era) ideología dominante resulta imprescindible, el artefacto de ingeniería política creado ha acabado por integrarse en el mapa ideológico tradicional, no ha sabido liberar al individuo de los conceptos psicosociales que lo convierten en sujeto de opresión, sino que ha reforzado este papel. En lugar de romper el tablero, sólo ha movido ficha. Ha pintado los barrotes en la cárcel del pensamiento que constituye la identidad.

Si llevamos las políticas de la identidad hasta sus últimas consecuencias, dada la multiplicidad de categorías sociales que determinan la existencia de los individuos, y precisamente porque en esencia es una ideología que se construye en contraposición al otro, no nos queda más remedio que asumir que el único sujeto político posible es el propio individuo. En esas circunstancias ideológicas se genera un entorno cómodo para éste, y aún oprimido, desatiende la necesidad de encontrarse con el otro, puede dejar de hacerse preguntas relativas a la urgencia de lo común y al sentido de su existencia. Entonces la historia, esa historia real y material que construimos y cuya transformación requiere de nuestra libertad absoluta, deja de tener trascendencia.

Jimmy Muelles

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