Orígenes y evolución histórica del movimiento anarquista y exigencias que se le plantean en la actualidad.
Podemos trazar un bosquejo interpretativo del curso histórico del movimiento anarquista siguiendo los cambios habidos en sus formas organizativas y en sus prácticas prevalentes[1] en períodos dados. Para situar la prevalencia de esas formas organizativas y esas prácticas, es preciso reconocer primero las principales características de cada período, en lo que al movimiento anarquista se refiere.
En tal sentido, entendemos que resulta imprescindible retomar la sistematización y el análisis desarrollados por Rafael Spósito (Daniel Barret), lo que nos ofrece una idea detallada de secuencia y periodización, posibilitándonos el estudio y la fácil comprensión de los diferentes períodos y del propio desarrollo del anarquismo. Cabrá decir entonces que durante el primer período asistimos al proceso de formación, despliegue y apogeo de un paradigma revolucionario al que convencionalmente denominaremos anarquismo clásico; un período que se extendería desde sus orígenes hasta el momento culminante de la gesta revolucionaria española de los años 1936 a 1939. El segundo período comenzaría precisamente en el momento de la derrota del proyecto anarcosindicalista y estaría caracterizado por el repliegue de dicho paradigma, la confusión de alternativas políticas, prácticas y organizativas, un sentimiento legítimamente nostálgico respecto a la épica española y las consiguientes actitudes defensivas: en cierto modo, podemos decir que el período alberga una especie de anarquismo de transición. Con las reservas del caso, quizás pueda decirse que el “mayo francés” de 1968 cierra la etapa precedente y abre un tercer período, cuya distinción probablemente es susceptible de reconocimiento en torno a la apertura de nuevas posibilidades para el movimiento anarquista internacional y la exigencia de abordar una tarea todavía inconclusa: la elaboración de un nuevo paradigma refractario que, manteniendo ciertas notas teóricas fundamentales, sea capaz de producir las modificaciones críticas, políticas, metodológicas y organizativas que permitan la reinserción protagónica del anarquismo en los procesos de ruptura de nuestro tiempo: un anarquismo que, ahora sí, está obligado a definirse como post-clásico.[2]
No hay duda que esta periodización requiere ser trabajada en sus detalles y exige un gran esfuerzo de articulación: por un lado, con los procesos históricos que la incluyen y que la condicionan y, por el otro, con las características regionales que la especifican y le otorgan singularidades irreemplazables en cada caso particular. De más está decir, que esta periodización no es otra cosa que la racionalización que nos permitirá darle una asignación de sentido a la historia que nosotros mismos tenemos por detrás y por delante. Por lo tanto, desde nuestra perspectiva difícilmente podrá considerarse como un marco rígido y autosuficiente, merecedor de respetos dogmáticos, sino como modelo orientador destinado a pautar razonablemente las elaboraciones en torno al tema que nos hemos propuesto. Sin perjuicio de estas consideraciones, el modelo que acabamos de plantear nos permitirá distinguir un período suscrito, en lo que a las formas organizativas y a las prácticas libertarias se refiere, por la prevalencia o el predominio del anarco-sindicalismo;[3] uno inmediatamente después, en el que la hegemonía ideológica se traslada hacia las configuraciones asociativas y las prácticas centradas en la organización específica y un tercer período, todavía indefinido y de gran plasticidad, en el que probablemente el eje de reelaboración radique, en una primera fase, en los movimientos sociales y, en un segundo momento –al que asistimos–, posterior al declive de éstos movimientos sociales y/o a su recuperación por parte del sistema de dominación, en el que sobreviven colectivos, grupos de afinidad e individuos, articulados en los diseños reticulares que le son propios e inmersos en las prácticas focalizadas en la contestación cotidiana y el ataque concreto a las estructuras de dominación.[4]
Nos queda claro que no es prudente hablar de períodos que puedan jugar el papel de bisagras absolutas sino que sería necesario descifrar el significado de las interpenetraciones entre los rasgos propios de cada momento y las razones de su perdurabilidad o su anticipación.
Esta periodización está ya dando a entender que el movimiento anarquista ha buscado –quizás de manera no deliberada y bajo la presión de circunstancias externas– los cambios que lo situaran a nivel de la historicidad propia de cada tramo de tiempo. Así, el anarco-sindicalismo[5] resultó ser el modelo de organización y acción que el movimiento logró articular en un momento histórico dado y, sobre esa base, proyectó, desde sus centros originales de irradiación hacia otros países, unas formas de actuación y organización que rebasaron las especificidades iniciales.[6] Pero el anarco-sindicalismo no fue ni por asomo la traducción espontánea y meramente refleja de la lucha de clases al movimiento anarquista ni estuvo exento nunca de polémicas libradas en los más diversos tonos y con variadas repercusiones.[7] Sea como sea, y pese a todas las salvedades que se le puedan oponer, lo cierto es que el anarco-sindicalismo fue el modelo prevalente de organización y actuación del movimiento anarquista mientras existieron las condiciones que lo hacían posible. Las modificaciones, lentas o aceleradas, que con el transcurso de las décadas se plantearon a nivel de esos contextos culturales, de esas configuraciones sociales, políticas y económicas y de esas experiencias de lucha recogidas en algunos países y durante ese período, hicieron que el anarco-sindicalismo se fuera remitiendo como modelo eficaz del movimiento anarquista a escala internacional. Esto no ocurrió simultáneamente ni al mismo ritmo, pero, en líneas generales, bien podemos afirmar que las condiciones de posibilidad del anarco-sindicalismo no rebasan la gesta revolucionaria española de 1936-1939; una suerte de réquiem que vino a sumarse a otros factores negativos como el apogeo nacionalista que acompañó a la guerra mundial de 1914-1918, las expectativas generadas por la revolución rusa de 1917, los cambios en las formas productivas,[8] la progresiva integración de los trabajadores en las democracias parlamentarias, la creciente influencia de los Partidos Comunistas en las organizaciones sindicales, etc.
El paradigma que expresaba el anarcosindicalismo –y muy particularmente, su variante española– acabó por deshilacharse completamente en la década de 1940.[9] La guerra mundial de 1939-1945 y el tremendo crecimiento capitalista que le sucede en los años posteriores, con la correspondiente consolidación de los Estados benefactores; la aún mayor incorporación de los sectores populares a las democracias parlamentarias ahora bajo la forma extendida del “sufragio universal”; las expectativas despertadas por las experiencias nacional-populistas en América Latina, Asia y África; el extraordinario auge del marxismo, ya no sólo como corriente política sino también como teoría legitimada y hegemónica en ámbitos académicos; la atracción ejercida por el bloque soviético primero, la revolución china luego y la revolución cubana algo después con su consiguiente influencia sobre los proyectos revolucionarios del mundo entero; etc.: todo esto constituye un escenario muy poco favorable para el movimiento anarquista y sus propuestas, y sobre ese telón de fondo es que se recorta el período de prevalencia de las organizaciones específicas. Estas, se inscriben en una etapa histórica de repliegue; una etapa de sobrevivencia, que apunta al mantenimiento de algunas referencias teóricas básicas pero ya en una atmósfera de dispersión y, sobre todo, de ausencia de paradigmas políticos claros y reproducibles. En términos teóricos es también un período de relectura y recuperación de las posiciones de Bakunin y Malatesta sobre la organización específica; posiciones que el anarco-sindicalismo, básicamente anti-político en el sentido restrictivo del término, había mantenido soterradas.[10] Mientras tanto, y aunque apunten en la misma dirección, evidentemente mucho más reducidas son las influencias en el plano programático y organizativo que durante esta etapa juegan la Plataforma Organizacional planteada en 1926 por los ucranianos exilados en Francia desde la profunda desmoralización de la derrota o el inadvertido Manifiesto del Comunismo Libertario de George Fontenis, que data del año 1953.[11]
De cualquier manera, nos queda claro que el período de prevalencia de las organizaciones específicas no corresponde en prácticamente ningún caso con la existencia de un paradigma revolucionario, de un modelo que satisfaga la doble condición de reducir al mínimo las polémicas existentes en el seno del movimiento anarquista y de avanzar dando respuestas satisfactorias a los desafíos de una época evidentemente hostil o, al menos, muy poco favorable. Al mismo tiempo –y con la intención de ir avanzando conceptos ajustados a nuestro marco interpretativo– parece oportuno hablar de un anarquismo de transición, en cuanto continúa albergando las referencias teóricas básicas de sus instancias fundacionales (las que seguirán estando situadas en la primera generación de internacionalistas, obviamente ubicada a una distancia cada vez mayor) pero desaparece como fuerza material, como crítica social arraigada en las condiciones materiales de las luchas, para degenerar en ideología[12]. Pero ese anarquismo de transición es violentamente interrumpido y sacudido por la secuencia de movilizaciones juveniles que tienen lugar a finales de los años 60 y de las cuales el llamado “mayo francés” constituye su asonada más representativa. El “mayo francés”[13] –un movimiento arrasador de contenido anarquista, no previsto y mucho menos promovido por la burocracia de las iglesias del anarquismo “oficial”– anticipa los elementos que habrían de expresarse en la crisis del mundo capitalista de la década de 1970 y en el derrumbe de los Estados benefactores. Se tratará –como se definió en su momento–, de una crisis civilizatoria desbordante de las coordenadas políticas y económicas que la expresaron. Desde ese punto de partida se manifiestan algunas tendencias que auspiciarán el regreso del anarquismo al espectro de alternativas beligerantes:[14] el cambio de rol del Estado, que deja de funcionar como manto protector; un conjunto de transformaciones tecnológicas en la producción generadoras de marginación y frustraciones; el desgaste de las experiencias del llamado “socialismo real”; la crisis teórico-política del marxismo “occidental”; la decadencia de las ideologías obreristas; el surgimiento de nuevos análisis sociales que, sin ser específicamente ácratas, enriquecen indirecta y a veces directamente el campo de la reflexión anarquista.[15]
En líneas generales, el “mayo francés” inicia un período de luchas que progresivamente habrá de ser distinguido por la aparición de nuevos movimientos sociales y estará profundamente conmovido por el tema de las identidades diversas que ya no pueden regresar a la representación de la sociedad reglamentada por los clásicos esquemas decimonónicos. Por añadidura, 30 años después, el proceso que regularmente recibe el impreciso y políticamente sospechoso (pero siempre recurrente) nombre de “globalización” abre una cadena de movilizaciones a nivel internacional –como en Seattle, en Washington, en Praga, en Quebec, en Génova, en Barcelona, en Tesalónica o en Varsovia durante el quinquenio 1999-2004– que, más a la corta que a la larga, degeneró en una suerte de turismo “altermundista” de la mano del neo-zapatismo intergaláctico y la ilusión de un proyecto anti sistémico reducido en la práctica al maquillaje reformista del leninismo posmoderno. Del reflujo de estas movilizaciones decantará un reducido núcleo refractario que intenta darle peso a las redes informales antagónicas como modalidad de respuesta en la búsqueda de sujetos y protagonismos que sustituyan a las viejas e inoperantes instituciones revolucionarias; consciente de que mientras no se logre extender la conciencia refractaria no se concretará la extensión de la lucha y la necesaria insurrección generalizada pero que no por ello circunscribe su accionar a la espera de las alabadas condiciones objetivas y subjetivas.
Los cambios sucedidos en las últimas décadas del siglo XX representan algo completamente distinto a la profundización de constantes estructurales que se creyó conocer a partir del bagaje de nociones heredadas del pensamiento socialista del siglo XIX. Sin duda, el pensamiento radical intentó ponerse a la altura de estas circunstancias inéditas. Por su parte, el movimiento anarquista emprendió una metamorfosis conceptual con la decidida intención de reinstalarse en un tiempo básicamente nuevo; particularmente significativos serán los esfuerzos de actualización teórica emprendidos casi una década después del “mayo francés”, durante la “primavera italiana” de 1977. El anarquismo, entonces, se enfrenta al desafío de su renovación, a cierta estrategia re-fundacional y a un complejo de operaciones (tanto teórico-críticas como prácticas) que lo transformen –con más fuerza y con más convicción– en un anarquismo resueltamente post-clásico.
Dejamos hasta aquí el marco interpretativo sobre los orígenes y la evolución histórica del movimiento anarquista y las exigencias que se le plantean en el período actualmente en curso. En ese marco puede inscribirse una reflexión teórica renovada sobre las relaciones entre el anarquismo y la lucha de clases, asumiendo firmemente que la teoría no admite slogans ni caprichos o miopías voluntarias y mucho menos la práctica. Muy por el contrario, habrá que ser sumamente escrupulosos en los matices, identificando concepciones que puedan resultar intuitivamente compartibles en un principio pero que representan una visión errónea y un callejón sin salida a elaboraciones posteriores.
Gustavo Rodríguez
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