Explotar o castigar. La asignación punitiva del mérito y la culpa

Daniel Jiménez Franco, autor del libro Trampas y Tormentos. Versión en pdf del autor.

Este texto discute la noción de merecimiento en una confluencia de paradigmas (explotación- encierro vs. saqueo-abandono) que parece caracterizar a la economía política del castigo en nuestro tiempo. Profundas transformaciones en el régimen de acumulación vienen generando enormes afecciones en nuestra forma de concebir las relaciones de poder. Dos acepciones (positiva y negativa) del verbo merecer ponen en juego dos caras de una misma moneda ideológica. Una afirma que quien quiera trabajar merecerá un puesto (quien no trabaja es porque no quiere) creado por la benemérita actividad del empleador. Este, por su parte, merece una intervención estatal prudente y favorable por ser generador de riqueza y empleo. La otra promete castigo para quien lo merezca: el que la hace la paga porque la justicia es igual para todos. A su vez, el orden deudocrático inducido desde 2008-2010 permite desplegar formas más agresivas de extracción de valor que “ponen la vida a trabajar” y crean un nicho de mercado en cada rincón de la vida social y biológica. Mientras las dinámicas de explotación colonizan más necesidades y recursos; mientras la desposesión se erige en condición sine qua non de la acumulación de capital; al tiempo que se descosen los vínculos materiales de la reproducción social fordista, el dogma del merecimiento mantiene su vigencia económico-punitiva.

MERECER, h. Del lat. vg. *MĒRESCĔRE,deriv. del lat. MERĒRE íd.

DERIV, Merecedor. Merecimiento. Desmerecer. Mérito, tom. de merĭtum íd., propte. participio de merere; mérito, adj., meritísimo, inmérito, meritorio. Meretriz, h., lat. merĕtrix, -īcis, íd., propte. ‘la que se gana la vida ella misma’; meretricio. Demérito. Emérito ‘el que se ha jubilado’, propiamente participio de emereri ‘ganarse el retiro, terminar el servicio’ [Corominas, 1987: 392].

Recompensa vs. Castigo

El padre del neoliberalismo prefería “un dictador liberal a un gobierno democrático carente de liberalismo”, pues la ley de oro de la no injerencia estatal puede exigir, “durante un tiempo, alguna forma de poder dictatorial” (Hayek, 1981). Dictador liberal suena tan contradictorio como recurso humano o guerra humanitaria. En la historia del capitalismo, las épocas triunfales del liberalismo económico suelen coincidir con las de mayor hiperactividad punitiva en esa intervención que el dogma liberal reclama mínima (Harcourt, 2011). De ahí que por mínima intervención pueda entenderse toda la fuerza que sea necesario emplear contra la población. El dogma neoliberal ha contribuido a legitimar un creciente despliegue de los dispositivos de control punitivo y, con ello, a naturalizar la desigualdad desde un individualismo exacerbado. Hoy se habla de instaurar el estado de excepción permanente1 en defensa de la paz, la democracia, el estado de derecho y “nuestra” forma de vida. Ese es el marco de la discusión: gobernándose a sí mismo (San Martín, 2014) por orden del mercado, el estado deudocrático asume la función de policía en un proceso global de producción de excedente humano. Como subrayan entre otros A. De Giorgi (2002) o J.A. Brandariz (2007), la regulación fordista de la inclusión viene siendo reemplazada por una gestión eficiente de la exclusión. El discurso de la reinserción cede así ante argumentos centrados en la inhabilitación individual y la profilaxis social. Cabe suponer que las nociones de mérito (recompensa) y culpa (castigo) se adapten a ese trayecto.

Hablo de población, en un sentido biopolítico, para esbozar una distinción que resultará fundamental en las siguientes páginas: la población como masa física contra la ciudadanía como figura post-política; la fuerza de trabajo como input productivo contra la audiencia de consumidores como recipiente de la legitimidad. Pese a la inercia “necropolítica” (Mbembe, 2003) que caracteriza la última fase del ciclo capitalista a nivel global, la figura del ciudadano sobrevive como clave ideológica de la gobernanza. La ciudadanía se compra por efecto de la tendencia a mercantilizar la cobertura de todas las necesidades básicas otrora reconocidas por el catálogo de derechos fundamentales del estado social de derecho y su benemérito2 contrato. En una vida movilizada desde y para el mercado, solo quien compra ciudadanía se hace merecedor de tales derechos. A la masa excedente le espera una (¿merecida?) dosis de humanitarismo3 y control penal.

La cárcel de Archidona tiene mejores condiciones que cualquier CIE [J.I. Zoido, ministro de Interior]4.

En ese escenario, la contribución del estado a la naturalización del mercado como organizador absoluto de la vida redefine una soberanía que, flexible y arbitrariamente, combina permisividad regulada (Whyte, 2014) para la concentración de riqueza y control autoritario en la gestión de la excedencia. La cohesión social se degrada e insolidariza. El consenso se ideologiza. Crece la responsabilidad atribuida al sujeto. Los problemas sociales se individualizan. Los beneficios se privatizan hacia arriba. El daño y la culpa se socializan hacia abajo5. El mérito es cada vez más difícil y la culpa es cada vez más fácil.

El que la hace la paga porque la justicia es igual para todos

Si un delincuente ‘paga su deuda con la sociedad’ es porque un acto terrible le ha hecho perder ese estatus de igualdad ante la ley que corresponde por derecho natural a cualquier ciudadano de su país, pero hablamos de ‘deuda’ porque puede pagarse: la igualdad se puede reestablecer, aun cuando el coste sea una inyección letal [Graeber, 2011: 121].

El gobierno húngaro propone reinstaurar la pena de muerte (The Guardian, 29.04.15), el Código Penal español (LO 1/2015) introduce formalmente la cadena perpetua, Francia legaliza un estado de excepción permanente… por no remontarnos a la respuesta global desplegada tras el derrumbe de las tres torres del WTC de Nueva York en 2001. Un falso debate entre libertad y seguridad lleva años – y docenas de reformas penales – ocultando que ambos principios son interdependientes e indisociables para la construcción de un orden social verdaderamente pacífico. La seguridad, “como derecho imprescindible para poder disfrutar de cualquier otro derecho fundamental, está no solo amenazada sino suspendida” (Manzanos, 2011: 33) desde hace décadas. El abuso político del significante seguridad señala a todo aquel de quien se diga que “pone en peligro el bienestar ajeno” (esquivando el debate sobre el bienestar colectivo) o “la seguridad del estado” – forzando la contradicción entre razón de estado y derechos fundamentales. En EEUU, el porcentaje delictivo apenas varió entre 1975 y 1995 – incluso disminuyó –, “pero la proporción de castigos aumentó mucho más, como indica la tasa de encarcelamiento, apuntando especialmente a negros y latinos” (Chomsky, 2003: 60). Algo muy parecido ocurrió en el reino de España entre 1995 y 2010, durante los años en que la economía española trepaba hasta el noveno PIB mundial y el tercer puesto en importación de fuerza de trabajo extranjera – tras EEUU y Arabia Saudí. Los extranjeros pobres llegados a España “merecieron” prisión y (sobre todo) explotación durante los años de la burbuja económica. Ahora, en los años del estancamiento y la devaluación del trabajo, la expulsión es un “premio” en alza para el migrante.

 

Hasta el siglo XVIII, cárceles, mazmorras y calabozos eran espacios de custodia temporal para los prisioneros que pudieran “comprar condiciones de existencia más o menos tolerables, pagando altos precios” (Rusche y Kirchheimer, 1939: 87), o estancias para el castigo corporal integral de quienes no pudieran asumir condenas pecuniarias ni pagar sus deudas a los carceleros

– y, frecuentemente, morían bajo custodia. Tanto el indigente secuestrado en una casa de corrección como el ladrón juzgado culpable eran chusma6 acusada de violar los principios éticos imperantes. No hay “ninguna prueba de que en la práctica los reclusos recibieran un tratamiento diferenciado” (ibid. 76).

Entonces como hoy, la diferencia entre los dignos miembros de la comunidad y la chusma descansa en la diferente forma de “merecer” de unos y otros. Desde su definición moderna, alrededor del estatus de ciudadanía se articula una tradición política que consagra los “pretendidos derechos sagrados e inalienables del hombre” (Agamben, 1995: 161) y, a la vez, los distingue de su tutela efectiva en el estado-nación. Esa potente paradoja se plasma, por ejemplo, en la objetivación llevada a cabo sobre los individuos (delincuentes) y los actos (delitos) por la ciencia penal moderna. Autores como Hobbes, Beccaria, Montesquieu, Rousseau, Bentham... abordaron el concepto legal de culpabilidad en base a la definición del hecho punible, tratando de racionalizar la desigualdad social en torno a la figura ideológica del merecimiento. Una escala de penas calculables y proporcionales se puso al servicio de los principios liberales de la igualdad formal y la perpetuación de los privilegios de clase (Álvarez-Uría y Varela, 2004: 89-90). Algunas propuestas de la reforma ilustrada acabaron favoreciendo un mayor recurso al encarcelamiento en defensa de un presunto pacto social. Con el delito contra la propiedad como pilar de la economía política del castigo, la codificación jurídico-penal se centró en los motivos que llevan a cometer un mismo delito, pero la privación de libertad respondía en la práctica a los casos en que el condenado no podía pagar: la propiedad del propietario (ciudadano) equivalía a la libertad personal del no-propietario (chusma)7. El mérito del primero reposaba sobre la culpa del segundo. La libertad como capacidad para hacer lo que uno quiera con sus propiedades se defendía contra la libertad como mera ausencia de esclavitud.

Cuando los reformadores de los siglos XVIII y XIX hubieron admitido que las ejecuciones ya no atemorizaban al pueblo, el encierro se institucionalizó sobre principios legalistas que abogaban por la moderación punitiva (Foucault, 1973: 68). “La burguesía solo favorecía la severidad de las acciones punitivas por medio de la ley cuando el propio orden social se encontraba amenazado” (Álvarez-Uría y Varela, 2004: 92-3): utilitarismo, defensa social y humanismo moderado. Al tiempo que el interés económico se convertía en objeto de estudio, el gobierno se dirigía a una masa de población observable, disciplinable y regulable. Los conceptos jurídicos de responsabilidad y culpa mantuvieron la esencia religioso-moral propia de teorías anteriores, pero un sistema racional y normalizador sometía a la población bajo los códigos de una hegemonía burguesa decidida a gobernar productivamente la sociedad. Por un lado, el contrato social insertó la lógica de la compraventa en la práctica gubernamental. Por otro, la corporación capitalista explotaba su estatus legal privilegiado de persona jurídica. El nuevo mundo del contrato, que debía su orden al mercado, confió su control a la policía como conjunto de saberes y técnicas para asegurar ese orden. La acción de las redes policiales llenó las cárceles de la primera modernidad con delincuentes surgidos de entre una masa de culpas personificadas que no merecen recompensa sino castigo y disciplina. La sociedad industrial se instituiría como sociedad del orden y el individuo trabajador aprendería a “demonizar al ocioso y defender la ideología del crecimiento” (Beck, 2000: 20), mientras el aparato penitenciario iba redefiniendo sus funciones explícitas hacia la rehabilitación (Foucault, 1975: 51). A medida que se construye el estado capitalista, las funciones latentes del encierro se perpetúan: la cárcel, como sus dueños y gestores, no hace lo que dice.

Quien no trabaja es porque no quiere y la mejor política social es crear empleo

“Para la condena del ocioso, la sabiduría popular se cristaliza en refranes como el ocio no queda impune; quien no trabaje, que ayune o el perfecto holgazán cómese su capa por no trabajar” (Del Negro, 2016: 75). Desde que “el trabajo se disfrazó de empleo” (ibid.), las versiones modernas de ese reproche social confunden ambos conceptos como si solo el contrato con un empleador dictase qué es o no trabajo: de la condena del ocioso a la culpabilización del parado. Entre los años de la utopía neoliberal y el nuevo ciclo deudocrático; desde el proyecto de construcción de campos de trabajo para desempleados en Hungría a la decisión del gobierno español de reducir las prestaciones para “incentivar la búsqueda de empleo”8, pasando por 7 millones de horas de trabajo no remunerado en 2012-13 en Gran Bretaña – equivalentes a 45 millones de libras de salario mínimo (Burnett, 2017: 2)… una retahíla de síntomas nos señalan la tendencia general a poner toda la vida a trabajar, pues esa parece ser la nueva forma de acceso a lo que un día administraron las políticas sociales. Olvidando definitivamente que son las políticas sociales las que deben contribuir a “un mejor empleo del trabajo” (Del Negro, 2016: 75), la simbiosis mercado-estado sigue explotando el mantra del reproche social: “Las personas decentes que respetan la ley pueden trabajar una semana completa de cinco días, declaró el responsable del gobierno británico en materia de Prisiones y Libertad Vigilada, y los delincuentes deberían hacer lo mismo. Esta es la mentalidad que justifica el workfare para castigar a personas cuyo delito es no encontrarse dentro del mercado laboral o no trabajar el número de horas suficiente” (Burnett, 2017: 4).

En un contexto de acelerada concentración de capital y devaluación del empleo, amén de la sistemática violación del imperativo constitucional por abandono de la responsabilidad estatal en materia de protección social, el estado-provincia del siglo XXI sigue encontrando sus dos asideros simbólicos en los discursos del “populismo punitivo”9 y la unidad nacional-étnica-cultural-etc. En una rueda de prensa celebrada en Nueva York, M. Rajoy subrayaba la importancia de esa unidad en torno a un “gran objetivo nacional” y expresaba su “reconocimiento a la mayoría de españoles que no se manifiesta” (Efe, 26.09.12) contra sus políticas. Entre la larga lista de ejemplos de esa “llamada al orden” excluyente, culpabilizadora y autoritaria que caracteriza al orden (neo)liberal, los expuestos a continuación también ilustran la desconexión entre los presuntos fundamentos del estado de derecho y los efectos reales de una administración general de daño social.

Los hijos de buena familia son más listos y cuando concursan en una oposición tienen más posibilidades de alcanzar el éxito [M. Fraga, presidente de la Xunta de Galicia, ex-ministro franquista y fundador de Alianza Popular, 7.03.98 – cf. El Diario (3.01.13)].

Hay gente que viene a pedir ayudas al ayuntamiento social para comer y resulta que tienen una cuenta en el Twitter. Que sepa yo, eso cuesta dinero, ¿no? [T. Martínez, alcaldesa de Cádiz, 23.08.13].

Puede haber casos puntuales de desnutrición y [que] esa responsabilidad corresponde a los padres […] utilizar a los niños para hacer demagogia política me parece sencillamente repugnante [R. Hernando, portavoz adjunto del PP en el Congreso, 6.08.13].

Usted va por la calle y va viendo un niño pobre, uno normal, uno normal… [C. Izquierdo, consejero de Políticas Sociales y Familia de la Comunidad de Madrid, 18.01.18].

“Un contenido particular es divulgado como típico de la noción universal” (Žižek, 1998: 1). Si las madres solteras llegaron a encarnar en su día la “fuente de todos los males de la sociedad moderna” (ibid.), hoy hay quien cree posible convencer a la audiencia de que la desnutrición infantil se debe a la incompetencia paterna. La universalidad hegemónica actual optimiza la naturalización de las estructuras y relaciones de explotación. Si la ideología dominante incorpora esos rasgos “en los cuales la mayoría explotada pueda reconocer sus auténticos anhelos” (ibid. 2), el telón de fondo de todos estos ejemplos es un contundente ejercicio de dominación simbólica. Los dos últimos también ilustrarán una advertencia: en esa plenitud ideológica capitalista, la simbiosis mercado-estado iguala capitalismo y poder imponiendo una suerte de mérito por martirio: el mérito del sujeto pasa por interiorizar la culpa, asumir el castigo y ponerse a disposición del mercado; la recompensa, no obstante, queda pendiente de confirmación.

Los votantes del PP se ajustan el cinturón pero pagan la hipoteca. Otros, con excusas vagas, no hacen lo mismo [M.D. Cospedal, 17.04.13].

Cuando un señor ha firmado una hipoteca sabía lo que estaba firmando. Lo que pasa es que asumieron un riesgo en la valoración de un piso que ahora vale menos [V. Martínez Pujalte, diputado del PP, 17.04.13].

La resistencia posible se reduce así a una victoria pírrica caricaturizada por Forges en 2013. Verdugo y reo hablan en lo alto del cadalso, listos para la ejecución pública:

[verdugo] –– ¿La factura la quieres con IVA? [reo] –– Sin IVA, que se jodan.

[verdugo] –– Di que sí.

Financiarización, crisis inducida, deudocracia

En 1994, con la tasa de paro superando el 20%, el gobierno español abordó una profunda reforma del Estatuto de los Trabajadores que temporalizó la temporalidad, precarizó la precariedad, instauró el contrato-basura (llamado “de aprendizaje”) y legalizó el tráfico de mano de obra mediante Empresas de Trabajo Temporal (ETTs) encargadas de la “gestión privada” del empleo. El poder del empresario para despedir creció gracias a la rebaja en los costes de despido y un “despido económico objetivo” del 10% de las plantillas sin necesidad de ERE. Cada vez era necesario acumular más mérito para lograr un contrato de trabajo estable. Cada vez sería más fácil ganarse un despido. Otras medidas afectaron a la movilidad, la polivalencia del puesto de trabajo, la jornada laboral, las vacaciones o los descansos. La desregulación de la negociación colectiva restó protección a los sectores laborales con menor fuerza. A continuación, un ciclo expansivo sin precedentes legitimaría la liberalización de movimientos de capital y la explotación especulativa de esos “derechos sagrados e inalienables” que todo ser humano merece por el hecho de existir.

¿O nos referimos solo a los ciudadanos? El estado – y, con él, sus ciudadanos – se hacía merecedor de la confianza del mercado gracias a una exigente disciplina económica, mientras el marco político europeo se ajustaba al siguiente giro neoliberal. Un poder privado supranacional acumulaba capacidad de decisión sobre el Parlamento, el Consejo u otros organismos, todos más o menos opacos. La simbiosis mercado-estado se presentó como expresión de la democracia en su máximo esplendor. Un régimen de gobierno desde el mercado culminó el traslado de toda fuente real de soberanía a la esfera corporativa privada.

 

Entre 1995 y 2008, el gasto público cayó del 37% al 26% del PIB. En el reino de España, el papel de las precarias estructuras de protección social fue progresivamente ocupado por la financiarización. Como ocurriera en EEUU, el endeudamiento privado había sustituido a las políticas de gasto. El efecto riqueza que impulsó la demanda agregada por vía del crédito resultó tan eficaz a corto plazo como estrepitoso acabaría siendo el pinchazo de su burbuja. Ante el colapso del modelo, el estado se volcó en una operación de rescate sin precedentes para restituir las posiciones y relaciones constitutivas de ese mismo modelo.

 

¿Quién merecía ser rescatado y quién debía cargar con el daño generado? La consumación de esa crisis inducida propinó un fuerte golpe al avispero político de responsabilidades, méritos y culpas. Para cargar el peso de la culpa sobre sus súbditos (ciudadanos devaluados), el soberano mínimo (estado-provincia) no justificó el trato preferente dispensado a las corporaciones como una “merecida recompensa” sino más bien como un “ejercicio de responsabilidad”. Son las corporaciones y sus gestores quienes soportan la ingrata tarea de “generar riqueza y empleo”10, de ahí que el ritmo de captura de rentas, riqueza y recursos deba recuperarse cuanto antes. El keynesianismo invertido pone patas arriba el escenario desviando la intervención reguladora “de la demanda hacia la oferta” (Ruggiero, 2013: 143), al tiempo que el peso moral de la deuda generada recae materialmente sobre quienes ocupan “el lado de la demanda”.

En efecto, toda deuda presupone un fundamento moral cuyas raíces se hunden en las nociones de pecado y culpa. La deuda es, pues, un arma en tanto que dispositivo de gobierno contra la supervivencia digna de amplios sectores de la sociedad. Tan moral es la promesa de reembolsar la deuda como la culpa de haberla contraído (Lazzarato, 2013: 35-6; cf. Sanz, 2016): la presunta relación de igualdad entre acreedor y deudor produce un acuerdo entre sujetos iguales que rompe dicha igualdad en el mismo momento de su rúbrica (Graeber, 2011: 120), y será por culpa del deudor que esa igualdad no pueda restaurarse, la “confianza” del acreedor se debilite o la “incertidumbre” crezca. El cálculo pretendidamente racional del acreedor ejerce una dominación moral sobre el deudor, mientras la obligación de pagar la deuda se presenta como natural, espontánea e inevitable. El acreedor elude toda responsabilidad por la concesión del crédito.

Con la deuda llega la crisis. La crisis agrava la deuda. Pagar la deuda es, a la vez, imprescindible e imposible, pero justifica que el “gobierno de sí” (San Martín, 2014: 20) imponga un “techo de gasto” en aras de la prioritaria reducción del déficit público que captura rentas de modo selectivo y regresivo, desposee, empobrece, retira derechos y desatiende necesidades básicas. No cabe otra política fuera de ese marco de lo posible, solo oficiar un rito sacrificial obligatorio, beneficioso aunque doloroso, necesario pero destructivo. Al fin y al cabo, “en esto estriba lo históricamente inaudito del capitalismo, que la religión no es reforma del ser, sino su destrucción” (Benjamin, 1921). Y la culpa campa a sus anchas: la crisis fiscal inducida en exclusivo beneficio del capital privado se torna desgracia generalizada. Lo etéreo del significante confianza contrasta con el rigor que impone el mercado y la disciplina con que se ejecuta cada “plan de ajuste”. Todo eso agrava las contradicciones estructurales: los parámetros macroeconómicos se recuperan y los indicadores sociales se desploman al amparo de la recurrente metáfora quirúrgica: economías enfermas, entrar en el quirófano, necesidad de amputar... Según G. De la Dehesa, “a los países no se les rescata comprando parte de su deuda para que puedan repagar el resto, sino que se les prestan fondos a un tipo de interés elevado, a devolver antes de cinco años, que se suman a la elevada deuda que ya tienen, lo que les hace más difícil poder pagarla más adelante. [...] Es una solución que impone todavía más disciplina fiscal, porque está basada en la idea de que hay que castigar al país que más ha gastado y premiar al que menos” – cf. Tiempo (14.01.11).

Como afirmara Fuentes Quintana en una cita ineludible: “la fuerza y la capacidad de una sociedad económica no va nunca más allá de los registros positivos de las cuentas de resultados de sus empresas” (2005: 42). “Es el mercado, amigo”, añadiría R. Rato (9.01.18). Como ocurre con las “malas canciones que siempre dicen la verdad” (Delgado, 2017b), una sentencia normativa tan sincera explica buena parte de la producción de daño social, la rendición de cuentas de los beneficiarios y el trato dispensado a las víctimas en los últimos años. Por esas mismas razones, el “sentido común neoliberal” (Sorando, 2016: 31) que naturaliza ese daño y legitima su gestión criminal no soporta una revisión rigurosa de sus aporías.

 

La formación de ese sentido común “se apoya en la alianza entre los campos de la economía y la psicología, donde la ambición hegemónica tal vez haya logrado su máximo éxito” (ibid.). El “libre mercado”11 dice premiar a quien lo merece y culpa a quien no: según esa visión normativa, que produce realidad, las “calidades” morales – y no los activos propios de cada posición social – determinan el éxito individual en el campo económico contemporáneo. El mérito es una cuestión civilizatoria con profunda raigambre religiosa. Su aceptación exige “un disciplinamiento que desarticule la resistencia política al despliegue del orden neoliberal” (ibid.) y un “enorme aparato burocrático dedicado a la producción y el mantenimiento de la desesperanza, una maquinaria gigantesca diseñada sobre todo para destruir toda posibilidad de alternativa” (Graeber, 2011: 328). En el capitalismo industrial, los cuerpos se normalizaban para adaptarse a la producción mecánica. La población se administraba biopolíticamente (Foucault, 1978). En el neoliberalismo, la explotación funciona por autoimposición y exige una optimización – léase sacrificio – psíquica y emocional. “Lo que alimenta actualmente el capital no es ya el producto de mi trabajo, sino mi propia vida” (López Petit, 2015). La clave de la dominación reside en la puesta a disposición de esa vida para una explotación integral eficiente, y la deudocracia lleva esa relación a su extremo antipolítico: méritos y culpas tienden a recaer sobre el yo-mismo, “las identidades colectivas antagónicas se diluyen y el adversario desaparece” (Sorando, 2016: 36). Como racionalidad constitutiva de un doble fenómeno globalizante y subjetivo, la privatización – y su hermana la mercantilización – ha logrado naturalizar un crimen impune. De ahí la transferencia de culpa (frente ideológico) que acompaña a la ingente transferencia de renta y riqueza (frente material) ejecutada en los últimos años y legitima las políticas de administración de castigo: lo que un día ocurrió “por nuestro bien” y más tarde pasó a suceder “porque sí” podrá explicarse “por nuestra culpa” en esas coyunturas en que un refuerzo de la violencia estructural exija mayores dosis de violencia simbólica.

Hay ya un número importante de pensionistas que está más tiempo en pasivo, es decir cobrando la pensión, que en activo, trabajando. […] Tenemos la obligación de decirles a los que hoy tienen 45 años: cuidado, preocupaos del ahorro [Celia Villalobos, diputada del PP y presidenta de la Comisión de Seguimiento del Pacto de Toledo, 16.01.18].

El consejero de Bienestar Social de Melilla, Daniel Ventura, no va a recibir a los padres de los dos jóvenes extranjeros no acompañados (MENA) hallados muertos en centros de acogida de la ciudad. Asegura que no sabe si son los progenitores realmente y ha indicado que, de ser realmente los padres, éstos tendrían que haber venido cuando sus hijos estaban vivos y en desamparo en la ciudad, y no ahora que son ya cadáveres12.

Estructura social y aparato penal. Explotación y saqueo. Del encierro al destierro

En la actual “reconfiguración del nexo entre estado, mercado y ciudadanía” (Wacquant, 2013: 3), el conflicto intraclase es un foco esencial para sostener una redistribución hacia arriba de rentas y riqueza. En el reino de España, la sobreexplotación de fuerza de trabajo extranjera y la sobrerrepresentación de extranjeros pobres en prisión fueron fenómenos conexos y funcionales al desarrollo óptimo de la burbuja financiera-inmobiliaria entre 1996 y 2008. De una parte, contra una de las presuntas leyes fundamentales del mercado, el aumento de la demanda de esa mano de obra no hizo crecer su precio sino que disparó la explotación. La diferencia entre trabajo autóctono e inmigración subproletarizada se agravó en muchos sectores, pero a muchos asalariados nativos les resultaba difícil no sentirse víctimas de una doble agresión: la del empleador/explotador y la del competidor/intruso. De nuevo, la función ideologizante del falso debate sobre quién merece antes qué y por qué monopolizaba el discurso. La construcción ideológica de méritos y culpas entró así en una fase hiperactiva que sigue vigente a día de hoy. Como espejo institucional de ese fenómeno, la sustitución de perfiles tipo en la esfera penitenciaria concentró los efectos de un brusco cambio económico: del nativo heroinómano con VIH al extranjero pobre ilegalizado. El primero ni siquiera merecía jeringuillas limpias (Ríos y Cabrera, 1998) y al segundo le esperaba un abuso extremo de la prisión preventiva (Salhaketa, 2011: 17) – entre otros agravios. El cambio de siglo supuso una inflexión de corto plazo que aumentó los márgenes de explotación y las tasas de encarcelamiento. Tras los pasos de los laboristas en el Reino Unido, el aspirante del PSOE a la presidencia del gobierno denunciaba un presunto aumento de la delincuencia para reclamar “más policía pública”. El gobierno respondió culpando a la inmigración, haciendo así del extranjero pobre – campeón de una carrera de obstáculos sobrehumana pero portador de culpa por excelencia – la categoría central de riesgo en el imaginario de la audiencia ciudadana. La noción de frontera se convertía así en campo de batalla de una redefinición global del merecimiento. Desde ahí, el tipo ideal del explotado resbala hacia la sobreexplotación y el paradigma del encarcelable camina hacia el de expulsable. Las no- personas encarnan una combinación de ambos cambios. Una zona expandida de no-derecho abandona o expulsa a un sector creciente de la población cuyos miembros constituyen la unidad óptima de factor productivo trabajo, esa última unidad adicional que “merece” la última remuneración infinitesimal a cambio de su última aportación marginal al proceso: máxima culpa per se ante un control punitivo que desborda los contornos de lo penal; mínimo merecimiento ante la divina providencia del marginalismo económico – vid. Ruggiero (2013).

En el capitalismo fordista, la relación trabajo-producto-consumo se basó en una suerte de suma positiva entre productividad, beneficios y protección social. El modelo neoliberal se centra en un aumento de las plusvalías absolutas – léase explotación bruta – totalmente ajeno a esa suma positiva. La financiarización de la economía ha contribuido a acelerar esa dinámica hacia un precipicio sistémico, sobre todo en esos estados periféricos huérfanos de antecesor welfarista. En el reino de España, culpar a la productividad del trabajo por los problemas de una economía basada en construcción, crédito, saqueo fiscal, especulación y megaproyectos es una falacia obscena.

En ese contexto, el eufemismo por antonomasia de la sobreexplotación se llama flexibilidad: solo las unidades más elásticas y dúctiles de factor trabajo merecerán la recompensa buscada, que no es otra que vivir. La “creación de empleo” se traduce así en precariedad, pobreza laboral, desigualdad y “una creciente imposibilidad de articular la vida laboral con el resto de actividades que dan sentido y organizan nuestra entera vida social” (Recio, 2010). Entre 1995 y 2009, además de producir la riqueza necesaria para pagar sus salarios, el trabajo generó 4,7 billones de euros de excedente bruto de explotación, de modo que “si corrigiésemos el efecto de la inflación (en torno a un 50% en esos años), estaríamos hablando de una cifra por encima de 6 billones de euros. Si descontamos la inversión realizada, buena parte en ladrillo y obras faraónicas de todo tipo (un 65% del total), podemos ver que una minoría inmensamente rica se ha llevado la porción más sustanciosa de una tarta de 2,5 billones de euros” (Escuer, 2011). Todo eso ocurrió en el período en que las prisiones españolas se llenaban hasta alcanzar su pico de sobrepoblación y ponerse a la cabeza de Europa occidental en tasas de encarcelamiento.

El gobierno y la opinión publicada repiten la misma idea: políticas sociales, derechos fundamentales y creación de empleo se confunden en una perversión funcional al aumento de la explotación y la expulsión del excedente laboral – al ostracismo social o a la “inserción” ocupacional. Mientras la pobreza laboral crece, la protección social colapsa y las vías de expulsión/abandono se multiplican, el sistema penitenciario desaloja parte de sus celdas: el número de personas en prisión cae un 25% entre 2010 y 2017. La reforma laboral de 2012 pareció consolidar un nuevo régimen de “pleno desempleo” (Gaggi y Narduzzi, 2008) hacia una tasa de paro estructural del 20%, el fin de la estabilidad, la plena discrecionalidad del empresario y la pérdida total de derechos. Es poco discutible que, en la jurisdicción de un estado de derecho que funciona contra los derechos, cada vez resulte más difícil merecer sustento y más fácil merecer castigo, sea por vía penal o administrativa.

Supervivencias ideológicas. La brecha idealista

Según cómo se mire, un campesino de la Edad Media era más racionalista, tenía más luces y estaba más impregnado del espíritu de la Ilustración – que aún tenía que llegar – que la mayor parte de nosotros, que damos por supuestas nociones que son puramente ectoplasmáticas y no dicen nada (Delgado, 2017).

Las leyes son buenas pero, desgraciadamente, están siendo burladas por las clases más bajas. Por cierto, las más altas tampoco las tienen mucho en cuenta, pero esto no tendría mucha importancia si no fuese porque las clases más altas sirven de ejemplo para las más bajas [...] Os pido que sigáis las leyes aun cuando no hayan sido hechas para vosotros, porque así al menos se podrá controlar y vigilar a las clases más pobres [Obispo Watson, Sociedad para la Supresión de los Vicios, 1804 – cfr. Foucault, 1973: 106].

El estado-provincia neoliberal afirma simbólicamente su autoridad levantando un muro de cimientos económicos entre ciudadanos y anomalías, pobres buenos y malos, merecedores y no merecedores, insertables y expulsables (Wacquant, 2009: 18-22/ 47 y ss.). De ahí que el “viraje punitivo” (Larrauri, 2009: 2) experimentado desde los años ochenta tenga poco o nada que ver con la evolución del delito y mucho con su percepción social: ajustándose en primera instancia a las exigencias del ciclo económico, las políticas penales responden a demandas punitivas construidas en una espiral de opinión publicada (Tamarit, 2007: 4). “La falta de confianza en las instituciones deriva en presión política para formas más represivas de mantener la autoridad política. La falta de confianza en las personas asociada al miedo deriva en aumentos de la demanda punitiva, lo cual exacerba esas presiones” (Lappi-Seppälä, 2011: 315). En ese campo juega un populismo punitivo13 que vive su enésimo capítulo de gloria mientras escribo estas líneas (Amelang, 2018), profundizando un proceso de despolitización en aras de la paz social y asumiendo la “exigencia innegociable de que las cosas vuelvan a la normalidad” contra el derecho fundamental de los individuos “a ser escuchados y reconocidos como iguales en la discusión” (Žižek, 2009: 26-7). Esa peculiar forma de paz – léase injusticia social sostenible – conforma un sujeto pasivo doméstico sin plenos derechos que, en el mejor de los casos, será objeto de atención humanitaria. Así, lo que se celebra como ‘política postmoderna’ – negociar reivindicaciones específicas en el contexto de un orden ‘racional’ y compartimentado – no es, en definitiva, sino la muerte de la verdadera política (ibid. 47). La post-política opera una progresiva desconexión entre “el verdadero acto político” y “la gestión de las relaciones sociales en el marco de las actuales relaciones socio-políticas”, en tanto que “acepta de antemano la constelación (el capitalismo global) que establece qué puede funcionar (por ejemplo, gastar demasiado dinero en educación o sanidad no funciona porque se entorpecen las condiciones de la ganancia capitalista)” y “elimina la dimensión de universalidad que aparece con la verdadera politización” (ibid. 32-4). La noción de merecimiento se presenta en ese escenario como un valioso dispositivo atomizador que particulariza, compartimenta y obstaculiza esa “verdadera politización”.

El fenómeno estructural de la exclusión es, a la vez, genuinamente político y funcionalmente antipolítico porque impone un orden determinado asignando posiciones individuales a cada individuo en un sistema de desigualdad estructural y estructurante. La complejidad del conflicto social resultante radica en las condiciones de producción, racionalización, legitimación y gestión de ese orden. Solo desde ahí podremos hablar de internalización de valores, subjetivación, normalización o dominación, de un poder que invade el cuerpo social para garantizar la funcionalidad y la pervivencia de las estructuras de desigualdad. Paso a paso, el sometimiento de cuerpos, actitudes y conductas al imperio de lo normal conlleva graves afecciones individuales y colectivas. Se trata de una movilización total y patógena del yo-marca, ese sujeto empresario de sí mismo (López Petit, 2009: 71 y ss.) que vive exponiéndose ante el otro-audiencia u otro- consumidor. Con Palidda, “la metáfora de la anamorfosis podría ser adoptada después de designar precisamente aquello que está en el origen de la imposibilidad de una lectura racionalista de la organización política de la sociedad – la complementariedad, la coexistencia y la reproducción del conflicto entre contrarios: formal e informal, legal e ilegal, norma y regla informal, verdadero y falso, apariencia y realidad, democracia y autoritarismo, tolerancia e intolerancia, seguridad e inseguridad…” (2010: 18-19). La correspondencia entre la disposición de los mecanismos de control punitivo y la lógica del nuevo régimen de producción es cada vez más asimétrica, inestable y violenta. Cualquier lectura posible del conflicto social es, en ese contexto racional, menos política. Los lugares del conflicto se manifiestan como déficits del yo- empresarializado (Vila, 2012: 281 y ss./ 682). La sustancia del conflicto se disuelve en variados diagnósticos del auto-control: el secreto – del éxito, el mérito, la salvación, la culpa – está en tu interior...

Por su parte, desde un reduccionismo emotivo y moralista, la retórica prevalente en las esferas criminológica y penológica subraya la necesidad de “evitar la sensación de impunidad del infractor” (ibid. 252). Etiologías aparte, los individuos más castigados por el modelo económico y una mayoría absoluta de los más controlados siguen perteneciendo al mismo grupo social (Wacquant, 2012: 222). La construcción del tipo ideal de delincuente – léase perfil delincuencial

legitima un rentable proceso de formalización de conductas reprobadas y marcaje moral. La desigualdad naturalizada por tantos modelos explicativos de la “realidad social” (ese misterioso concepto) resulta ser una falaz apología de la injusticia que obvia el campo y las estructuras (Bourdieu, 2001) en las que el estereotipo negativo otro-del-que-defenderse se construye y reproduce como reverso del sujeto idealizado ciudadano. Las consecuencias son nefastas: mientras la ciudadanía devaluada reclama sus merecidos derechos después de perderlos, la no- ciudadanía acaba mereciendo su castigo después de sufrirlo. Cada vez con más frecuencia, ambos perfiles se solapan en una sola figura: “me trataron como a un delincuente”, lamentan indignados quienes protestaron contra el daño generado por las políticas criminales y, precisamente por eso, acabaron convertidos en delincuentes por obra y gracia de las políticas penales. Entender esa aparente paradoja puede ayudarnos a combatir esa perversión ideológica que, explotando la dualidad mérito-merecimiento, enfrenta entre sí a las víctimas de un expolio global.

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  • 1.  En Francia, una nueva Ley de Seguridad Interior y Lucha Antiterrorista (aprobada el 3 de octubre de 2017 en la Asamblea Nacional) relevó al Estado de Emergencia activado en noviembre de 2015. La nueva ley, criticada por organizaciones para la defensa de los DDHH, convierte en medidas permanentes varios de los artículos más duros del texto anterior.
  • 2. BENEMÉRITO, tom. del lat. Bene merītus ‘que se ha portado bien (con alguien)’, del verbo mereri ‘merecer’ (Corominas 1987, 92).
  • 3. Sobre humanitarismo vs. política, vid. Agamben (1995: 169 y ss.).
  • 4. Efe (27.11.17)
  • 5. El 1% más rico de los españoles concentra el 25,1% de la riqueza total. La desigualdad en la sociedad española volvió a aumentar en el 2017: el 1% más rico capturó el 40% de la riqueza creada y el 50% más pobre apenas un 7% (Oxfam, 2018)
  • 6. La tercera acepción de chusma (“del genovés ant. ciüsma, y este del gr. κέλευσμα, canto acompasado del remero jefe para dirigir el movimiento de los remos”) en el diccionario: (f. Conjunto de los galeotes que servían en las galeras reales”
  • 7. Con otras apalabras: los súbditos con plenos derechos eran “propietarios masculinos y adultos para quienes el lenguaje del interés tenía sentido” (Melossi, 1992: 39). Los súbditos no-propietarios eran individuos inferiores – ¿Eran? ¿Acaso no pervive la diferencia?
  • 8. En mitad de la mayor fase de destrucción de empleo de la democracia española, “Rajoy anuncia recortes en la prestación por desempleo para los
  • 9. Estrategia que recurre a la política penal con fines electoralistas ignorando su influencia real en los niveles de delincuencia. J. Pratt (2007) atribuye a A. Bottoms (1995) el uso del término punitivismo populista para describir una clave penal contemporánea: el uso de la “demanda social” en beneficio propio de los gobernantes. Pratt no entiende el populismo punitivo como mera búsqueda de rentabilidad electoral, sino como fruto de un cambio social y cultural que desde los años setenta ha vinculado a gobiernos y otros agentes u organizaciones que promueven reformas penales en nombre de la sociedad.
  • 10. “El Rey insta a crear empresas que generen riqueza y empleo y contribuyan a la cohesión social. […] según ha subrayado, empresas, generación de riqueza, beneficio son conceptos que adquieren pleno sentido y significación cuando se orientan al interés general y al bien común” (Expansión/ Europa Press, 16.11.16).
  • 11. Los mercados libres nunca han existido, no existen ni existirán jamás – vid. Harcourt (2011).
  • 12. “De uno de los chavales muertos, de 17 años, el consejero ha dicho que no podía vender la idea de que el menor había llegado a España a trabajar cuando se drogaba a diario” (Agencias, 10.01.18)
  • 13. “Rajoy trata de frenar a Ciudadanos endureciendo la prisión permanente revisable. El Consejo de Ministros del próximo viernes aprobará un proyecto de ley” (El País, 5.02.18). “Ciudadanos hace equilibrios con la prisión permanente revisable. El partido saca del discurso la idea que defendió en el Congreso de que esta pena era un eufemismo de la cadena perpetua” (ibid.).
Enlaces relacionados / Fuente: 
https://unenormecampo.wordpress.com/2018/05/22/explotar-o-castigar-la-asignacion-punitiva-del-merito-y-la-culpa/
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