Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Capítulo Primero

  La consideración con voluntad de verdad de los cambios acaecidos en el último medio siglo es de axial importancia para pensar y planear la transformación integral suficiente (revolución) del vigente orden de dominación. El inmovilismo mental se suele manifestar como aferramiento contrarracional a, sobre todo, tres momentos de la historia: mediados del siglo XIX, cuando las teorías proletaristas fueron formuladas; los años 1936-37 y los decenios 60 y 70 del siglo XX.

      En “La democracia y el triunfo del Estado”, libro de reciente aparición,  preconizo la necesidad de otorgar prioridad al presente y futuro, teniendo las experiencias del pasado, así como las teorías o sistemas doctrinales entonces enunciadas, como expresiones de un tiempo concreto e irrepetible, más que como verdades eternas. En su particularidad poseen, cierto es, elementos más o menos significativos de verdad general, pero ésta también tiene que tomar cuerpo en elahora, lo que demanda su reflexión a partir de lo real concreto.

      La temporalidad es la sustancia última del ser, y la concreción el modo como éste se manifiesta.

      Pero algunos entienden que existen ciertos principios, o esencias más allá  del tiempo (quizá sería mejor denominarlas, con Platón, ese gran reaccionario, Ideas), que orientan imperiosamente nuestro pensar y actuar, de manera que, ante ellas, la realidad, en tanto que lo existente fuera y con independencia de la mente pensante, no cuenta. Al tratar cualquier asunto, procuran sobre todo ser fieles a los principios, esto es, a las formulaciones abstractas que se tienen por tales, en vez de, sin más, ocuparse de comprender y transformar la realidad desde la realidad misma, con exclusión de apriorismos y axiomas, de universales atemporales y “verdades” eternas.

      El par Estado-capital no usa tales lucubraciones, pues su modo de existencia es dinámico y cambiante, no doctrinario ni aferrado a principios eternos, de tal manera que preserva su esencia a través del cambio. Es un aspecto que le diferencia de anteriores modos de dictadura política, y que le otorga una capacidad enorme para reorganizarse y reforzarse, para seducir y servirse de fuerzas políticas que se dicen “antisistema”, para adecuarse a las nuevas condiciones y prosperar en ellas.

      Es ineludible que quienes deseamos crear una sociedad libre, autogobernada y autogestionada, aprendamos (“Del lobo, un pelo”, dice el aforismo) esa capacidad del orden constituido para ser concreto, evolucionar e incluso mutar, para reforzarse por medio de la alteración periódica de sus formas de existencia. Los credos proletarios formulados a mediados del siglo XIX son comprendidos por muchos como sistemas cerrados y estáticos, organizados en torno a unos principios inmutables, invulnerables a la experiencia, los hechos y la práctica, quedando por tanto, condenados a no renovarse, a petrificarse.

      Hasta ahora, la auto-trasformación fortalecedora más importante que ha realizado el Estado ha sido el par revolución industrial-revolución liberal, en los siglos XVIII y XIX. Pero los cambios que introduce en la segunda mitad del siglo XX, tras la II guerra mundial, y bajo la batuta de la potencia entonces convertida en hegemónica, los EEUU, son de una significación similar, con la particularidad de que prestan una notable atención al dominio mental e ideológico de las multitudes, para crear una sociedad, la actual, caracterizada por el conformismo total tanto como por la incapacidad e impotencia múltiples de sus integrantes.

      Las innovaciones entonces estatuidas (algunas ya estaban siendo introducidas desde comienzos de la centuria), simplemente enumeradas son: la llamada “sociedad de la información y el conocimiento”; el Estado de bienestar en su expresión madura; la liquidación de las prácticas convivenciales con imposición del egotismo; la universidad de masas; la sociedad de consumo; el hedonismo forzoso y obligatorio; una versión refinada de la dictadura constitucional, parlamentaria y partitocrática; el amoralismo de masas; el orden neo-colonial; la tecnificación general; una concentración del capital sin precedentes; la revolución agrícola; la alteración radical de las formas concretas del trabajo asalariado; el desarrollo muy rápido del capitalismo en numerosos países del Tercer Mundo; la incorporación de la mujer al orden neo-patriarcal por el feminismo de Estado; la mundialización; la emigración multitudinaria a los países ricos; la rebeldía juvenil y el juvenilismo, la militarización general y la instauración del Estado policial.

      Estas veinte medidas (hay más, quizá de menos calado pero también formidables) han proporcionado al Estado y al capital un poder nuevo y colosal, así como una forma incomparablemente más efectiva de ejercerlo, también porque muchos (en especial, los devotos del falso radicalismo de los años 60) ven en una buena parte de ellas algo así como una revolución positiva, de la que está a punto de emerger la sociedad ideal...

      Ante esas alteraciones en los procedimientos y formas de dominación, o se produce una actualización de quienes resisten y combaten al statu quo o bien éstos quedarán como meras reliquias del pasado (lo que está ya muy cerca de suceder) o, peor aún, convertida en el ala izquierda de la socialdemocracia.

      Una consideración ateórica, esto es, meramente experiencial reflexiva, de la práctica histórica para lograr una sociedad nueva en los últimos 150 años ofrece un balance negativo. La escuela marxista ha fracasado con rotundidad, creando en todos los casos un orden social todavía peor que el pre-revolucionario. El progresismo estatolátrico y socialdemócrata ordena ahora el tipo de partido político que, en todos los países europeos, con más eficacia defiende los intereses estratégicos del ente estatal y el capital. Los movimientos de los años 60, que tanto derroche de retórica seudo-revolucionaria solían hacer, son en el presente elementos sustantivos de la mejora, actualización y vigorización del orden dictatorial en curso. Las vanguardias, el situacionismo y lo extravagante presentado como “antiburgués” están demandando una revisión escéptica. Sobre la actuación del anarcosindicalismo en la guerra civil persisten puntos determinantes de oscuridad, con el agravante de que la guerra, y con ella las transformaciones revolucionarias entonces realizadas, terminó en derrota. Las revoluciones antiimperialistas han resultado ser un fiasco formidable. El movimiento “antiglobalizador”, el último de aquéllos por ahora, sólo ha sido un delirio de estatolatría alentado desde ciertos aparatos mediáticos.

      Todo ello ha despojado de credibilidad la idea misma de compromiso político, acción social y revolución. En los países emergentes del Tercer Mundo, cientos de millones de personas confían en un rápido desarrollo del capitalismo para mejorar sus condiciones de vida. En EEUU y la UE el “radicalismo” residual en curso se ha hecho adorador compulsivo del ente estatal, y todo lo espera de un Estado de bienestar aún más desarrollado. Por tanto, el conformismo y la confusión, la apatía y la irresponsabilidad, dominan. La fe en un “derrumbe” del capitalismo por motivos medioambientales o energéticos es sólo un pobre recurso emocional. Tales son los hechos, a los que se ha de tener el coraje de mirar de frente. En efecto, nunca como hoy ha sido tan débil el factor consciente, que es la causa primera de revoluciones, pues éstas no “vienen” sino que se preparan con el desenvolvimiento de la conciencia.

      Vivimos pues, nos guste o no, un periodo histórico en que la averiguación de nuevas convicciones y nuevas vías para la transformación de la sociedad y del individuo es la cuestión más urgente y la tarea principal. Ello demanda la superación analítica de las viejas doctrinas y formulaciones, en lo que tenían de acertado antaño pero que hoy ya no se adapta a las nuevas realidades tanto como en lo que desde sus orígenes poseían de equivocado. Además, su parte verdadera y positiva, tan valiosa, exige una actualización audaz.

      En este complejo, y necesariamente largo, proceso de adecuación del sistema de ideas propio de la revolución a las realidades del siglo XXI (y a las experiencias, fracasadas, del pasado), muchas creencias arraigadas deberán ser examinadas críticamente y desechadas. Ello ha de crear tensión, confusión y conflicto. En “La democracia y el triunfo del Estado” me he visto obligado a considerar distanciadamente bastante casos particulares, así como numerosas formulaciones y teorías, de antaño.

     Esperemos que nadie se sienta molesto u ofendido por ello, ni como colectivo ni como individuo. Cualquier cambio a mejor exige rupturas, y éstas son a menudo difíciles y dolorosas, pero sin adecuar nuestra concepción de la transformación social a un mundo que ha sido modificado de manera formidable y múltiple nada podemos hacer. Es imprescindible, insisto, que el debate sea sereno, de larga duración y dirigido a la determinación de la verdad concreta para, desde ella, innovar y renovar.

      La meta estratégica es hacer una revolución que funde una sociedad libre, que permita la recuperación de la esencia concreta humana y que origine un estilo de vida civilizado negador de la barbarie en curso. 

                                                                    Félix Rodrigo Mora

 

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