No quiero extenderme mucho porque este tema me aburre y me parece superado (o eso creía). Me aburre porque si todas y todos queremos (y trabajamos por ello, que es lo importante) una Revolución que barra todas las jerarquía (políticas, económicas, sociales, culturales, etc.) el nombre que le demos es insustancial. ¿Qué se quiere meter con calzador en los medios libertarios un término en contradicción con el acervo anarquista? Pues suerte al que lo intente, seguramente tendrá éxito y sólo habrá perdido en ello un útil y precioso tiempo que podría haber empleado en otras cosas más prácticas.
Lo único que podría disgustarme es que en el intento se oculten otras intenciones (como seguir atizando las reyertas intestinas o justificar públicamente, forzando a aplaudir a los demás, lo que uno dice o hace, cuando sólo a él le incumbe) y el carácter pontificante de los discursos no deja mucho lugar a la esperanza. ¿No se puede defender un concepto (quizás porque se utiliza usualmente, porque “está en el rollo”, y después de tanto usarlo no puede reconocerse como un término autoritario) sin necesidad de realizar falseamiento histórico/teórico y de acusar a todos los disidentes con “vanguardistas, puristas cavernarios", y blablabla?
Me he decidido a intervenir porque, en primer lugar es rutilantemente falso que dicho término tenga ninguna relación histórica con el Anarquismo (por otra parte, esa historia, fetiche de “puristas y endogámicos”, ¿sirve cuando nos “da la razón” y no “cuando nos la quita”? Hay que tener la honestidad de defender lo que se piensa si necesidad de refrendarse en argumentos
ad verecundiam. La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, y si estoy por el "poder popular" o me opongo a él, lo estaré o me opondré aun cuando el resto de anarquistas me lleven la contraria).
En un enorme gesto de estúpidez (propio) he sondeado todas las fuentes de que dispongo, de infinidad de clásicos anarquistas, buscando en cada documento el término “poder popular”, sólo lo he encontrado dos veces: la primera en el citado texto de Bakunin (segunda carta sobre "El Patriotismo", en
Le Progrès, 28 de marzo de 1869) y la segunda en
¿Por qué perdimos la Guerra? (1940), de Diego Abad de Santillán.
Citar el fragmento de Bakunin me parece ridículo, cuando en ningún caso se refiere al término como un instrumento en sí mismo (habla de que lo ha utilizado la burguesía en su ascenso) y consultando el mismo texto en otras lenguas se ve que es compatible con “fuerza popular”, “potencia popular”, etc. Bakunin no vuelve a relacionar esas dos palabras en toda su dispersa literatura (he consultado la práctica totalidad de su obra, aunque siempre hay sitio para las fisuras) y en esa única vez no parece que esté hablando de un concepto con connotaciones propias (no, desde luego, las que aquí se le dan).
En el caso de Santillán (usa el término dos veces) si parece hacerlo como si fuera una expresión dotada de sentido propio, de hecho lo hace lamentándose de que los anarquistas (a través del Comité de Milicias Antifascistas) no monopolizaran las labores policiales y jurídicas (recordemos que es el mismo libro en el que el autor alaba a Primo de Rivera):
“Ni por el aparato judicial, ni por el aparato policial hemos tenido jamás gran simpatía. ¡Qué mala ocurrencia hemos tenido al permitir el funcionamiento de los llamados tribunales revolucionarios, cuando el mismo Comité de Milicias podía cumplir esa tarea de juzgar los delitos de la contrarrevolución con mejor criterio y más garantías! Habíamos asumido con el Comité de Milicias una función de poder popular total; ¿por qué dividir ese poder y entregar funciones tan esenciales y privativas de la labor que teníamos encomendada?”.
En definitiva, el hecho de que después de haber consultado la mayoría de obras (todas es imposible) de Hamon, Berkman, Lorenzo, Lehning, Cano, Cafiero, Paepe, Malato, Reclús, Pouget, Goldman, Malatesta, Pelloutier, Landauer, Puente, Prat, Most, Oiticica, Déjacque, Fabbri, Prada, Nettlau, Kropotkin, Proudhon, Gori, Delesalle, Mella, Rocker, Faure, Godwin, etc., no haya encontrado ni una sola mención a dicho término (salvo las dos aludidas) demuestra que, como mínimo es un término exógeno.
Lo que si he encontrado son múltiples consideraciones sobre lo que significa el poder para la mayoría de anarquistas, y no hace más que repetirse el debate sobre el
Volkstaat (Estado Popular) y que se ejemplifica en lo que dice Bakunin en
Estatismo y Anarquía (1873).
Personalmente, considero que “poder popular” es un oxímoron. El poder se ejerce siempre sobre alguien, sobre el “otro”: si el poder se ejerce sobre uno mismo ya no es poder sino Anarquía; si se ejerce sobre los demás ya no es popular, pues hace de una parte de ese mismo pueblo un elemento subalterno, víctima del poder. Si lo que queremos decir es que el pueblo gestione sus propios asuntos, ¿por qué no hablar de Anarquía? Y si tanta ojeriza produce el término entre los que se dice anarquistas, ¿por qué no hablar, como se ha sugerido, de autogestión? Mezclar un elemento de dominio (poder) con el sujeto que debe emanciparse del dominio (pueblo) es una buena forma de marear la perdiz.
En realidad “poder popular” no es más que una adecuación del denigrado y
agresivo “dictadura del proletariado”. El término “poder” sustituye al socialmente irrecuperable “dictadura”; popular, más amplio y asequible, remplaza al clasista y
desfasado “proletario”.
Bakunin (Estatismo…, op.cit) opinaba esto sobre la conjunción de Estado (la forma más sofisticada de poder) y popular, y sobre el poder en sí mismo:
“No hay que darles, ni a ellos ni a nadie el poder, porque el que está investido de un poder se volverá, inevitablemente, por la ley social inmutable, un opresor y un explotador de la sociedad”.
“Tales son las convicciones de los revolucionarios sociales y por eso se nos llama anarquistas. Nosotros no protestamos contra esa denominación, porque somos realmente enemigos de toda autoridad, porque sabemos que el poder corrompe tanto a los que están investidos de él como a los que están obligados a sometérsele. Bajo su influencia nefasta, los unos se convierten en tiranos vanidosos y codiciosos, en explotadores de la sociedad en provecho de sus propias personas o de su clase, los otros en esclavos. Los idealistas de todo matiz, los metafísicos, los positivistas, los defensores de la hegemonía de la ciencia sobre la vida, los revolucionarios doctrinarios, todos juntos soportan con el mismo ardor, bien que con argumentos diferentes, la idea del Estado y del poder estatista, viendo en ésta y según ellos del todo lógicamente, la única salvación de la sociedad”.
“Está claro ahora por qué los revolucionarios doctrinarios, que tienen por misión destruir el poder y el sistema actuales, a fin de crear sobre sus ruinas su propia dictadura, no han sido jamás, y no serán nunca, los enemigos, sino al contrario, han sido y serán siempre los defensores más ardientes del Estado. No son enemigos más que del poder actual, porque quieren ponerse en su lugar; son enemigos de las instituciones políticas de hoy porque excluyen la posibilidad de su dictadura; pero son, sin embargo, los amigos más ardientes del poder estatista sin cuyo mantenimiento la revolución, que libertó definitivamente las grandes masas del pueblo, habría quitado a esa minoría pseudorrevolucionaria toda esperanza de encadenarlas a un nuevo carro y de colmarlas de beneficios por sus medidas gubernamentales”.
“Habiendo conquistado ese derecho por medio de las reformas legales, el pueblo enviará sólo a sus representantes en el Parlamento que, por una serie de decretos y de leyes, transformará el Estado burgués en un Estado popular. El primer deber de un Estado popular sería abrir un crédito ilimitado a las asociaciones obreras de producción y de consumo que, sólo entonces, estarían en situación de luchar contra el capital burgués y llegarían pronto a vencerlo y absorberlo. Cuando el proceso de devoramiento terminase, entonces se abriría la era de la transformación radical de la sociedad. Tal es el programa de Lassalle, tal es el programa del partido socialdemócrata. En el fondo no es a Lassalle, sino a Marx a quien pertenece ese programa, que lo desarrolló ampliamente en su célebre Manifiesto del partido comunista publicado por él y Engels en 1848. Una alusión evidente a ese programa se encuentra en el primer Manifiesto de la Asociación Internacional, escrito por Marx en 1864, en las palabras siguientes: el primer deber de la clase obrera consiste en la conquista del poder político, o, como se ha dicho en el Manifiesto comunista: el primer paso hacia la revolución de los trabajadores debe consistir en la elevación del proletariado al rango de clase dominante. El proletariado debe concentrar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado elevado al rango de clase dominante”.
“Tuvimos ocasión varias veces de expresar nuestro disgusto profundo hacia las teorías de Lassalle y de Marx, que recomendaban a los trabajadores, si no como el ideal, al menos como el objetivo principal más próximo, la fundación del Estado popular que, según ellos, no sería más que “el proletariado elevado al rango de clase dominante”. Si el proletariado, se pregunta, se convierte en clase dominante, ¿sobre quién dominaría? Quedará, pues, otro proletariado que será sometido a esa nueva dominación, a ese nuevo Estado”.
Parece que al final el que mejor entendió el asunto –a su sanguinario modo– fue un fanático anarcófobo como Bujarin (
Anarquismo y Comunismo Científico, 1922):
Por ello, es del todo natural que el proletariado se sirva de una organización para su lucha. Cuanto más vasta, fuerte y sólido sea esa organización, tanto más rápido se alcanzará la victoria final. Tal organización transitoria es el Estado proletario, el poder y el dominio de los obreros, su dictadura. Como todo poder, también el poder de los proletarios es una violencia organizada. Como todo Estado, también el Estado proletario es un instrumento de opresión. No es necesario sin embargo tratar de manera tan formal la cuestión de la violencia. Tal sería el modo de concebir de un buen cristiano, de un toistoiano, pero no de un revolucionario. Al pronunciarse sobre la cuestión de la violencia en sentido afirmativo o negativo, es necesario ver contra quién es empleada la violencia. Revolución y contrarrevolución son en igual medida actos de violencia, pero desistir por ese motivo de la revolución sería una tontería.
El mismo planteamiento se puede hacer para la cuestión del poder y la violencia autoritaria del proletariado. Esta violencia es por cierto un medio de opresión, pero usado contra la burguesía. Ello implica un sistema de represalias, pero también estas represalias van a su vez dirigidas contra la burguesía. Cuando la lucha de clases llega la punto de máxima tensión y se convierte en guerra civil, no se puede estar hablando de la libertad individual, sino que se debe hablar de la necesidad de reprimir sistemáticamente a la clase explotadora.
El proletario debe escoger entre dos cosas: o aplastar de modo definitivo a la burguesía derrotada y defenderse de sus aliados internacionales, o no hacerlo. En el primer caso debe organizar este trabajo, conducirlo de modo sistemático, extenderlo hasta donde lleguen sus fuerzas. Para hacer esto el proletariado necesita a toda costa una fuerza organizada. Esta fuerza es el poder estatal del proletariado. Las diferencias de clase no se borran del mundo con un trazo de pluma. La burguesía no desaparece como clase después de haber perdido el poder político. De igual modo, el proletariado es siempre proletariado, incluso después de su victoria. Sin embargo, éste ya ha tomado su posición de clase dominante. Debe mantener esta posición o fundirse de inmediato con la masa restante, que le es profundamente hostil. Así se presenta históricamente el problema y no puede ser resuelto de dos maneras distintas. La única solución es ésta: como fuerza propulsora de la revolución, el proletariado tiene el deber de mantener su posición de dominador hasta que haya logrado convertir a su imagen a las demás clases. Entonces -y sólo entonces-, el proletariado deshace su organización estatal y el Estado “se extingue”. Con respecto a este período de transición, los anarquistas asumen una posición distinta, y la diferencia entre nosotros y ellos se resuelve efectivamente en el estar por o contra el Estado-común proletario, por o contra la dictadura del proletariado.
Todo poder, más bien el poder general, es para los anarquistas inaceptable en cualquier circunstancia, porque es una opresión, incluso si se ejerce contra la burguesía.
Es lamentable que los anarquistas (¡justamente los anarquistas!) no podamos comprender el terrible continente que tiene toda la familia de palabras relacionadas con el poder. Es lamentable que no seamos capaces de llegar hasta donde sí llegó un demencial Bujarin.
Nada más que añadir.
"Me asombraba la estupidez de mi especie que no se alzaba como un solo hombre y se sacudía unas cadenas tan ignominiosas y una miseria tan insoportable. En cuanto a mí, decidí, –y jamás he desviado el pensamiento de esta decisión– zafarme de esa odiosa situación, y no asumir jamás ni el papel de opresor ni el de oprimido".
William Godwin