No debemos esperar nada. La esperanza es una cosa horrible que se han inventado los partidos políticos para tener contentos a sus afiliados (Pier Paolo Pasolini, 1975).
Esta madrugada se cumplirán treinta y nueve años del asesinato de Pier Paolo Pasolini, que por aquellos días daba los últimos toques a
Saló o los ciento veinte días de Sodoma (1975). No sabría decir si es su obra maestra, pero sí que es casi inconcebible pensar en qué habría podido venir en la carrera de Pasolini después de esto.
De la bitácora de Javier G. Trigales
Blog de cine:
Y así, entre vejaciones sin más motivo que la propia impunidad de llevarlas a cabo, llegamos al ‘Círculo de la mierda’, y los espectadores abandonan la sala en oleadas... No hay remordimientos. No hay catarsis. No hay salida... Prohibida en infinidad de países, esta película de Pasolini es un atentado contra Dios según la iglesia católica, una película fascista y sanguinaria según cierta parte de la crítica, los desvaríos de un loco comunista según la otra parte. Un escándalo para todos... ¿Una aberración sin sentido alguno, o una Obra magna irrepetible? Intentemos echar un poco de luz sobre el asunto: la República de Saló (1943-45) fue un estado creado por Benito Mussolini en el norte de Italia tras su destitución y cambio por Pietro Badoglio. El último bastión fascista ante el avance de la resistencia y los aliados en la postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Pero el que realmente movía los hilos de este gobierno era un tal Adolf Hitler. Éste será el marco en el que Pier Paolo Pasolini desarollará la que será su última película antes de que lo asesinaran, basada a su vez en el libro del Marqués de Sade ‘Los 120 días de Sodoma’... En el escenario de una suntuosa mansión conoceremos a cuatro personajes con nombres harto elocuentes: El Presidente, El Duque, El Obispo y el Magistrado, que representan los cuatro poderes, todos corruptos, todos infernales. Los retratos humanos más repulsivos jamás vistos en una pantalla. Ellos serán jueces y verdugos absolutos de toda vida que pase por sus manos. El poder—el mal—en estado puro... un salón majestuoso, un pianista y unos impecables movimientos de cámara contrastarán brutalmente con el contenido de los mismos: una vieja arpía se dedicará a narrar procaces historias para deleite de los aberrantes íncubos mientras muchachos y muchachas a quienes han secuestrado les rodean desnudos y en sumisa actitud, prestos a satisfacer los arrebatos sexuales de sus dueños (recordemos que cualquier tipo de comportamiento que no sea la obediencia total se castiga con la muerte). En todo este tiempo no hay progresión argumental, la figura retórica dominante es la repetición. Día tras día, relatos y humillaciones se suceden en el espacio único del salón del palacio, con lo que se consigue una asfixiante atmósfera de pesadilla circular.
Hay dos documentales sobre el rodaje de esta películas: éste que enlazo de
Saló ayer y hoy y 'Pasolini, prossimo nostro' (Giuseppe Bertolucci, 1996), que estuvo en youtube hasta que le borraron. Sin ser el primero nada desdeñable, el segundo es impresionante: combina fotografías del rodaje de imágenes de "Saló" en el orden en que aparecen en la película con fragmentos de la grabación de una entrevista a Pasolini cuyo texto ya se ha publicado en este foro:
viewtopic.php?f=16&t=57100 El resultado es muy inquietante, creo que incluso para quien no haya visto 'Saló'.
El efecto de esas imágenes no es casual, si tenemos en cuenta el hermoso texto que Natalia Ginzburg, una escritora amiga de Pasolini, dedicó a la película con motivo de su estreno postumo -traducción de Flavia Company Navau para Lumen-:
En Saló, la última película de Pasolini, los primeros quince minutos son magníficos. Al comienzo se ve una campiña clara, envuelta en vapores, lluviosa, inmersa en un aire húmedo no sabríamos decir si primaveral u otoñal, una campiña de hierbas tiernas y de carreteras grises surcadas por algunas bicicletas.
Aparece una villa alta, rica, imponente y solemne. La pesadez de la villa y la claridad de la campiña nos conducen en una dirección que nos produce espanto. Muchachos con las mejillas sonrojadas por el frio son capturados en esas carreteras. A uno de ellos, su madre, sollozando, le da una bufanda mientras se lo llevan. Un niño le dice adiós apaciblemente, sin dejar de jugar. Él responde apaciblemente, sin volver la cabeza. En la ciudad, en una mesa grande y reluciente, delante de un ventanal que da a un jardín, cuatro hombres deciden lo que harán con los adolescentes reunidos y capturados en los campos vecinos.
El silencio que al principio nos acomete es como una ráfaga de viento que nos transporta a las profundidades de un planeta diferente al nuestro. Una vez aplacada esa ráfaga de viento, nos damos cuenta de que hemos caído en un estado de inmovilidad, como si hubiéramos sido alcanzados por una enfermedad o por un frío repentino, y nos parece haber perdido toda nuestra sensibilidad habitual. Del espanto que sentimos al principio no queda traza alguna en nosotros. No sentimos ni horror, ni repugnancia, ni disgusto. O, mejor dicho, el disgusto y el horror son en nosotros ligeros y gélidos, y poco a poco dejamos de advertir la más mínima señal. Después, cuando recordamos la película, lo que recordamos con auténtico horror son unos acordes de piano, un frufrú de vestidos o un brillo de anillos, voces untuosas y aterciopeladas, y espejos, alfombras y cristales, como si el auténtico horror estuviera todo condensado en el escenario; y lo que recordamos con mayor disgusto es la campiña del principio, la hierba, las carreteras, los árboles y las bicicletas, como si en ella estuvieran condensadas toda la indignidad y la abyección. Pero a lo largo de la película, ante las acciones impúdicas y las largas y lúgubres carcajadas, y ante los excrementos y la sangre, no sentimos nada, salvo una sensación de opresión al respirar y una sensación de inmovilidad. No sentimos piedad por los chicos ni odio por sus perseguidores. Hemos caido presas de una indiferencia apagada que transforma el mundo a nuestros ojos.
Tal estado de ánimo es de una enorme tristeza, pero nos damos cuenta de él al final, al salir del cine. Ahora bien, creo que opinar sobre la naturaleza y la calidad de esa tristeza es hoy una empresa desesperada, porque ninguno de nosotros es hoy capaz de separar la idea de la película de la idea de la muerte de Pasolini, tal y como esta se produjo en la realidad. Nadie consigue no pensar a la salida que esta es la última película que hizo, y que no hará más, ni feas ni bonitas, y nadie consigue no pensar que pasó los últimos tiempos de su existencia en compañía de estas imágenes obsesivas e inmóviles. Al salir, comprendemos, no obstante, que lo que nos había parecido en nosotros una insensibilidad repentina, o la bajada a un planeta diferente al nuestro habitual, era en realidad la contemplación, al desnudo y sin filtro alguno, de la idea de la muerte.
En toda obra creativa está presente la idea de la muerte, pero acompañada de la idea de la vida; aquí, la idea de la muerte está aislada de toda idea de vida, y toda idea de la vida está para siempre ausente. Al estar la idea de la vida para siempre ausente, abandonada enseguida al comienzo y no vuelta a recuperar, ni llorada, ni invocada, ni esperada o pensada, y al ser las raras lágrimas derramadas en algunos instantes por algunos de los chicos no de angustia, pesar o cólera sino huellas o improntas tan ligeras que enseguida una escarcha o una capa de polvo las cubre y borra, nosotros caemos en un estado de ánimo donde los ecos de la vida ya no nos alcanzan y donde asistimos a vejaciones y suplicios con una indolente indiferencia. Contemplamos la idea de la muerte con la misma fijeza inmóvil de la fantasía que la ha generado.
Mientras vemos esta película, y cuando la recordamos, todas las palabras que utilizamos normalmente nos parecen impropias y falsas. Falso es calificarla de fallida, falso es calificarla de lograda. Ni fallida ni lograda, pero sí muy lejos de las fronteras en las que por lo general juzgamos las cosas, esta película nos deja una sensación de profundo malestar, que surge den nosotros después de la insensibilidad, un malestar y una angustia que no emiten ni luz ni sonido. Falso es calificarla de obscena, y calificarla de casta sería quizá igual de falso, estando en ella la castidad y el pudor extrañamente presentes pero gélidos. Falso calificarla de alucinante, falso calificarla de cruel. En realidad no tiene adjetivos, como no tiene adjetivos la idea de la muerte, y sólo podemos calificarla de inmóvil, desnuda y solitaria. Está inmensamente lejos de todo lo que estamos acostumbrados a recorrer, amar, detestar y despreciar.
No es ni mucho menos la última película que he visto, pero he querido recordarla.
Imagen (1975) de las víctimas en 'Saló' expuestas a la curiosidad de sus verdugos:
Imagen (2004) de iraquíes víctimas de las torturas del ejército USA, expuestas a la curiosidad de los internautas indignados:
