Por Ermengol Gassiot
En el mundo del trabajo es habitual que, cuando la empresa anuncia una medida, desde el sindicalismo (me refiero al que lucha) la vemos, la analizamos y acabamos preguntándonos: “¿Lo pueden hacer?”. A menudo llamamos a un abogado o abogada o nos dirigimos a un compañero/a que consideramos que conoce la normativa laboral para que nos la conteste. Si la respuesta insinúa o plantea que algún aspecto de la iniciativa empresarial puede contradecir alguna normativa legal, vamos a inspección de trabajo o, directamente, a un juzgado. Si participamos en los comités de empresa o de espacios de negociación con la propia empresa podemos usar el recurso de la interpretación de la norma para intentar, mediante la amenaza de recurrir a acciones judiciales, que retire la medida enunciada o que la modifique en uno u otro sentido. Pero incluso si no participamos del comité de empresa, es también bastante frecuente que una respuesta de este tipo nos lleve a inspección y al juzgado. Todo ello, con la esperanza de poder revertir la actuación que quiere llevar a cabo la empresa y defender así nuestros intereses. Y digo “esperanza” de manera plenamente consciente.

En cambio, cuando la respuesta a “¿Lo pueden hacer?” es afirmativa, también es bastante frecuente que nos invada una especie de desaliento y fatalismo. Asumimos que no tenemos herramientas para hacer frente a una acción de la empresa que entendemos, y tenemos claro, que ataca nuestros derechos y nos preparamos para minimizar sus consecuencias. A veces, incluso establecemos también algún tipo de diálogo con la propia empresa y buscamos que se avenga con nosotros a negociar algunos flecos. Aquí, no obstante, nuestra actitud es menos desafiante y estamos dispuestos a aceptar un escenario donde el patrón nos conceda alguna pequeña limosna. Nuevamente con la ”esperanza”, esta vez mucho más modesta, de poder rascar algo en un tablero de juego que sabemos que nos es desfavorable y que renunciamos a intentar voltear. Si la empresa es mínimamente inteligente, fácilmente se avendrá a hacernos pequeñas concesiones porque sabe perfectamente que así nos implica en el proceso de implementar la medida que quiere y, de alguna manera, la validamos. Y una vez avalada por el sindicalismo, esta medida implementada pasa a ser una condición, una realidad, ya aceptada. Normalizada.
La pregunta “¿Lo pueden hacer?”.refleja varias cosas y de una gran importancia. Por un lado, nos muestra que aceptamos como marco de referencia la legalidad vigente. El corpus de normativas, decretos y leyes que ha dictado un estado, a través de sus diversas administraciones. Un estado que desde el sindicalismo combativo y en concreto el anarcosindicalismo entendemos que no es en absoluto nuestro amigo. Al contrario, lo sabemos opuesto a nosotros e intuimos que su función es fortalecer y legislar a favor de nuestros enemigos de clase. Por otra parte, el mismo sentido de la pregunta indica que renunciamos a ser nosotros quienes damos una respuesta que, en cambio, fiamos a terceros. Es la “ley”, es decir, los/las inspectores/as, los jueces, los árbitros, etc. quienes resuelven la cuestión. En la medida en que los y las trabajadoras tenemos una capacidad casi nula para incidir en una legislación cada vez más restrictiva en materia laboral y de derechos civiles, en la práctica significa renunciar a nuestra capacidad de actuación colectiva.
Seguro que se puede decir que la imagen que estoy presentando es excesivamente simplista, y con cierta razón. Pero es igualmente cierto que cuando reciben más afluencia muchos locales sindicales es el día en que pasa visita a un jurista. Y también es verdad que muchas de los triunfos que explicamos y reivindicamos los sindicatos son victorias jurídicas. Victorias que dependen de la buena capacidad técnica del compañero/a abogado/da que lo consigue, de la oportunidad de su acción y, sobre todo, de lo que dicen unas leyes que las promulgan los mismos parlamentos que aprueban las reformas laborales, las leyes “mordazas”, de desahucios exprés, de extranjería, etc. Aún así, tenemos también otras victorias.
Por suerte, también hay ejemplos donde, cuando un empresario anuncia una determinada medida que nos afecta, la respuesta la planteamos de otro modo: con una pregunta del tipo: “¿Dejaremos que la haga?”. Prácticamente cambiamos sólo un verbo respeto a la forma anterior de formular la cuestión, pero esta modificación comporta una variación radical en la manera de definir el problema y su solución. Para empezar, sitúa el foco en nosotros/as, en la sección sindical, en el sindicato, en nuestra capacidad de organización y de acción colectiva. Esbozamos que seremos nosotros/as, y no la empresa o una administración dependiente del estado, quien decidirá si queremos aceptar lo que plantea el empresario, cuáles son los aspectos innegociables y cuál es el umbral de aquello que sería asumible. Y, por lo tanto, en la medida en que fija en somos nosotros/as la responsabilidad y la capacidad de construir la respuesta, promueve nuestra acción colectiva fruto de nuestro propio grado de organización.
Esto nos lleva a otro aspecto, el que tiene que ver con nuestra capacidad de acción. En la primera pregunta, la acción se traducía en una actuación eminentemente jurídica o, si me apuráis, administrativa. Incluso, en la relación con la empresa, se recurría a la normativa, como por ejemplo el derecho a consulta, a emitir un informe, etc. y a los plazos que pueda dictar en cada caso la legislación vigente. Ahora, en cambio, esta capacidad nos la reconocemos a nosotros/as: en nuestra organización, en los debates y en las tomas de decisión colectivas, sobre qué aceptamos y qué no, sobre cómo respondemos y con qué herramientas y en las acciones que decidimos emprender en cada momento. Es aquí cuando nos empoderamos como sindicato y utilizamos las herramientas que tradicionalmente hemos tenido la clase trabajadora para luchar: las huelgas, las manifestaciones, los bloqueos… en definitiva, la acción directa para alterar la cotidianidad. Incluso en este contexto también podemos usar en determinados momentos mecanismos legales. Pero, a diferencia del caso planteado primero, lo hacemos en función de cómo nosotros mismos/as hemos definido un plan de lucha y, por lo tanto, somos precisamente nosotros/as quien protagonizamos el proceso.
Fórmulas únicas para pasar de la primera modalidad de respuesta a la segunda no hay. Supongo que en cada lugar, en cada trabajo y en cada caso hay que evaluar las condiciones en las que nos movemos para definir nuestra capacidad de acción. No obstante, sí que creo que hay tres elementos que son necesarios en cualquier situación: la organización, la democracia directa (asamblea) y la acción directa. De hecho, son herramientas tradicionales de la lucha obrera desde hace muchísimo tiempo. Lo que hace falta ahora es acabar de liberar al sindicalismo del espejismo institucional que, nos guste o no, introdujo el Régimen del 78. Sin dejar de lado (necesariamente) todos los mecanismos legales existentes actualmente, desde las leyes hasta los comités de empresa, es imprescindible situar en el centro nuestra capacidad de acción y de organización. Para establecer en cada momento qué queremos y que haremos. Y, aquí, la ley deja de ser el marco que define si tiene o no tiene sentido plantear una exigencia. Rompemos pues con la dictadura de la legalidad y esbozamos un escenario que, en cambio, pasa a ser directamente el resultado de nuestra fuerza. En definitiva, de nosotros/as mismos/as. Pensamos qué queremos, qué fuerza tenemos y cuáles son los mejores medios para conseguirlo. Recuperamos, pues, la acción sindical entendida como una herramienta de ofensiva para realizar nuestros intereses y mejorar nuestras condiciones de vida y de trabajo. A partir de nosotros/as, en función de nosotros/as y en base nuestras manos. Y ya veremos, a toro pasado, cómo encaja todo ello con la legalidad.
