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Elogio de un heterodoxo al Anarquista

Enviado por Ruymán Épater l... en Mié, 09/12/2009 - 12:11

El Anarquista me mira con seguridad, escorándose en su rincón. No espera de mí sesudos análisis, ni que entone un réquiem. Sabe que la voz del letrado o la del tenor mortuorio no están a mi alcance. No se enfada si sólo le ofrezco rudimentaria poesía.

El Anarquista ha aceptado como lógica la condena del tabú más férreo que sigue sin desplomarse traspasadas las puertas del milenio: ha aceptado repudiar la Jerarquía. Aceptando como normal lo que para muchos es un “despropósito anti convencional”, ha aprendido a tolerar las teorías más marginadas –aun las más estrambóticas–, a comprenderlas o refutarlas con una sonrisa. Cuando las lenguas artificiales no encontraban calor, ahí tenían a un Viñas, a un Armand o a un Yamaga que les diera cobijo. El vegetarianismo, a su vez, recorría el “movimiento” desde Reclús a los díscolos “Bandidos Trágicos” de la “Banda Bonnot”. Y cuando Carpenter se sacudía las piedras que le tiraban los homófobos, ahí tenía a un Mackay dispuesto a clavar sus flechas en el “cuerpo” reaccionario.

Al Anarquista no le asombra ni escandalizada nada que se coloque más allá de los límites en los que se ha enclaustrado a la Libertad.

El Anarquista es el viejo que sabe sonreír con afecto ante los disparates ajenos. Es el joven que augura que la Revolución es un hecho de aquí a veinte años (y amenaza con meterse un tiro si ese día no llega). Es la mano generosa que palia el dolor; la crítica lacerante que, ante el tirano, sabe agravarlo.
El Anarquista nació en el gallinero del teatro Social. A veces sube a escena, pero es en contra de su voluntad. Busca el “protagonismo” en la tramoya; allí pretende cortar el cordel del telón y poner fin a la función que nos obliga a vivir como simples figurantes de la tragedia colectiva.

El Anarquista, sin ser Primitivista, sabe repugnarse ante el maquinismo y condenar el fatuo progreso de una era industrializada. Sin ser Comunista Libertario, sabe abrir las manos ante el llanto de la necesidad y cerrar el puño ante la omnipotencia del agio. Sin ser Sindicalista, hace vibrar su alma con el sufrimiento obrero y blande la piqueta hasta lograr derribar la aristocracia del peculio. Sin ser Individualista, se niega a convertirse en ganado y hace oír su voz cuando la mayoría lo orilla.

El Anarquista no se deja arrastrar por los “ortodoxos de la novedad” (usando un ingenioso término acuñado por Amanecer Fiorito), no comparece ante los tribunales oficiosos e insulta a los oficiales. El anarquista no se siente atado al pasado como no se hipoteca al futuro. Sabe lo que otros fueron y lo que le gustaría ser; pero por encima de todo sabe lo que “es”. El Anarquista sabe enfrentarse al pontífice de turno, sabe ridiculizar a sus epígonos y bajar del trono a puntapiés a todo sujeto ilustre. El Anarquista no es la comparsa de lo constituido, sabe disentir del contenido y hundir si hiciera falta al continente.

El Anarquista, cuando la situación lo requiere, está dispuesto a convertirse en Anarquista de los “anarquistas”.

El Anarquista sabe también desacreditarse. Sabe que cuando su tono empieza a oírse más que sus palabras es el momento de hacer un mutis por el foro. Sabe que el respeto y el cariño mal entendido dan paso a la admiración, y sabe que si consiente esto no será más Anarquista que quienes lo veneran. El Anarquista sabe condenarse a sí mismo. Sabe pasar por traidor, por provocador, por incendiario, cuando quienes lo tildan así se revelan al acusarlo. Sabe adoptar mil nombres con los que siempre decir lo mismo. Huye de la relevancia y ha aprendido a eclipsarse. No son para él los focos y la platea. Aunque siempre esté dispuesto a realizar un “gesto bello”.

El Anarquista tiene una gran sensibilidad. Incluso si es un bocazas, y presume de egoísta, el Anarquista sabe partir, o incluso renunciar, a su ración de “pan y sal”. El Anarquista es un ser emotivo, con sentimientos a flor de piel, y si escupe fuego y sus palabras desprenden ácido es porque no puede soportar una muestra más de ese “Dolor Universal” del que nos hablaba Faure. Hace de sus palabras una saeta porque le asquea tanta resignación, y le duele tanta pena.

El Anarquista quiere colaborar sin suprimirse, coadyuvar sin renunciar, discrepar sin herir el cariño que les profesa a sus hermanos. Pero si esto pasa, acepta con estoicismo ser carne excluida, desfederada, y emprende su camino, ora parapetado en la ataraxia, ora sumido en la nostalgia, abrigado con la convicción de que en el ostracismo también es posible hallar un lugar llamado Acracia.

El Anarquista sabe abofetear al líder, burlarse de la mayoría, ofrecer su brazo y precipitar la ruptura cuando los lazos contraídos pueden apercollarle. El Anarquista sabe traicionar a la Patria, matar a Dios y, parafraseando libremente a Han Ryner, en un periodo de civismo maldecir los crímenes de la especie civilizada.

Los Anarquistas no quieren aprender a morirse. Saben consumir su vida entregándolo todo a los demás, cargando en sus espaldas más de lo que aguanta el hormigón que fraguan y el papel que los insulta. Mueren muchas veces inmolados por la Causa, por la Organización, por la Idea. Seres, casi siempre anónimos, a los que se les descerraja un tiro de silencio en la cuneta de la Historia. En cuartitos desnudos, sin fetiches, con libros raídos, documentos amarillos y una bala nueva, reluciente y acerada, colocada en la recámara.
Delinquen cuando hablan, matan con su literatura, son terroristas del verso y, a veces, cuando ya nadie les espera, consiguen demostrarnos, tal y como decía Leo Ferré, que “golpearon tan fuerte que aún pueden volver a golpear”.

En criticar (1) al “anarquista” (con minúsculas) empleé el doble de páginas que en alabar al Anarquista (con mayúsculas); el Anarquista no necesita de más.

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NOTAS

(1) Ver la crítica del heterodoxo al anarquista en: http://www.alasbarricadas.org/noticias/?q=node/12198 [1]


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