"Crónica de los indios guayaquís"

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Fionn Mac Cumhaill
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"Crónica de los indios guayaquís"

Mensaje por Fionn Mac Cumhaill » 21 Feb 2009, 18:38

«¡Beeru! ¡Ejo! ¡Kromi waave!» cuchichea una voz al principio lejana y confusa y luego dolorosamente próxima; palabras extrañas y, sin embargo, comprendidas. ¡Qué esfuerzo para separarse en plena noche del grato reposo al calor de la hoguera cercana! La voz, insistente, repite su llamada: «¡Beeru! ¡Ejo!¡Pichugi memby waave! ¡Nde rö ina mechä! ¡Wwa!» («¡Hombre blanco! ¡Ven! ¡Ha nacido el hijo de Pichugi! ¡Tú has dicho que querías verlo!»). Bruscamente todo se aclara, ya sé de qué se trata. Rabia y desánimo. ¡De qué me ha servido encargarles con varios días de antelación que me avisaran en cuanto aparecieran las primeras señales, si me dejan dormir mientras tiene lugar el acontecimiento! Pues la llegada al mundo de un niño es un acontecimiento hoy día raro en la tribu y me interesaba mucho ver parir a Pichugi.

Es su hermano Karekyrumbygi, Gran Coatí, quien se ha inclinado sobre mí. Las llamas agitadas iluminan su ancho rostro inmóvil; ninguna emoción anima sus sólidos rasgos. No lleva su pasador labial y del agujero que divide su labio inferior pende un hilillo de saliva brillante. Al ver que ya no estoy dormido se endereza sin añadir una plabra y desaparece rápidamente en la oscuridad. Me precipito tras él con la esperanza de que el niño haya nacido hace poco rato y de en contrar con qué satisfacer mi curiosidad etnográfica, pues es posible que ya no tenga más oportunidades de asistir a un parto entre los guayaquís. Quién sabe qué gestos efectuados en esta circunstancia, qué extrañas palabras de bienvenida al recién llegado, qué ritos de recepción de un indiecito puedo perderme para siempre. En este caso nada podría sust cuyaituir a la observación directa: ni un cuestionario, por preciso que fuera, ni el relato de un informador, cualquiera que fuese su fidelidad. Pues es frecuente que bajo la candidez de un gesto esbozado a medias, de una palabra rápidamente proferida que encubre la singularidad fugitiva del sentido, se albergue la luz que ilumine todo lo demás. Por eso esperaba con tanta impaciencia como los propios indios el parto de Pichugi, firmemente decidido a no perderme el menor detalle de aquello que, no siendo reductible al puro desarrollo biológico, adquiere de golpe una dimensión social. Todo nacimiento es vivido dramáticamente por el grupo entero, no es la mera adición de un individuo suplementario a esta o aquella familia, sino una causa de desequilibrio entre el mundo de los hombres y el universo de las potencias invisibles, la subversión de un orden que el ritual debe ocuparse de restablecer.

Un poco apartada de la choza en que viven Pichugi y su familia arde una hoguera cuyo calor y claridad apenas templan el frío de esta noche de junio. Estamos en invierno. El muro de los grandes árboles protege al pequeño campamento del viento del sur; en él todo está en silencio y sobre el rumor sordo y continuo del follaje agitado sólo destaca el crepitar seco de las hogueras familiares. Algunos indios están en cuclillas alrededor de la mujer. Pichugi está sentada, con los muslos separados, sobre una capa de lechos y palmas. Se aferra con ambas manos a una estaca firmemente clavada en tierra y que le permite, por el esfuerzo de tracción que ejerce al agarrarse a la misma, acompañar los movimientos musculares de la pelvis y, en consecuencia, facilitar la «caída» del niño (pues waa, nacer, significa también caer). Tranquilizado, me doy cuento de que era injusto con Karekyrumbygi. En realidad me ha avisado a tiempo: bruscamente ha aparecido un paquete y, mirándolo de reojo, me percato de que deja un reguero sanguinolento y de que emite un vagido rabioso: el niño «ha caído». La madre, un poco jadeante, no ha emitido la menor queja. ¿Estoicismo o menor sensibilidad al dolor? No lo sé, pero tanto lo uno como lo otro puede ser cierto. En cualquier caso, las indias tienen fama de parir con gran facilidad, y ante mí tengo la prueba. Ahí está el kromi, berreando, todo ha sucedido en unos minutos. Es un varón. Los cuatro o cinco aché que rodean a Pichugi no dicen nada; en sus rostros atentos, en los que ni siquiera se dibuja una sonrisa, no puede descifrarse nada. De no estar prevenido, quizá no viera en ello más que una brutal insensibilidad de salvajes ante lo que en nuestras sociedades suscita emociones y alegrías rápidamente expresadas. Cuando aparece el niño, el círculo familiar... Pues bien, la actitud de los indios es tan ritual como la nuestra: lejos de mostrar una indiferencia que les escandalizaría en caso de descubrirla en otros, su silencio es, por el contrario, deseado intencional; y la discreción que muestran en tal circunstancia no traduce sino el cuidado que prestan al recién nacido: definitivamente, se hacen cargo de este débil miembro del grupo, son responsables de su buena salud. A partir de ahora, es preciso protegerle de los-que-no-se-ven, los habitantes nocturnos de la selva, que ya están al acecho de la joven presa y que no esperan más que la señal de un ruido, de una palabra, para localizar y matar al niño. Si se enteran de que esta noche ha nacido el hijo de Pichugi, estaría perdido, moriría asfixiado por Krei, el fantasma mortífero: de modo que cuando una mujer está pariendo no se debe reír ni hablar y ponen buen cuidado en mantener la disyunción entre el nacimiento del niño y el ruido humano. Con todo, yo sé que los guayaquís están contentos y tanto más desde el momento en que ven colmada su preferencia por los varones. Y no es que escatimen el afecto a las niñas: las miman con tanta ternura como a sus hermanos. Pero debido al género de vida de esta tribu, la llegada de un futuro cazador se acoge con más satisfacción que la de una niña.

Entre los que forman alrededor de Pichugi una especie de círculo protector hay dos personas, sobre todo, que tendrán un papel decisivo. El kromi chäpirä (el niño pequeño con los ojos inyectados en sangre) acaba de lanzar su primer grito y yace todavía en el suelo. Junto a él se arrodilla un hombre que lleva en la mano una larga astilla de bambú; es el cuchillo de los guayaquís, mucho más cortante y peligroso de lo que parece. Con unos pocos movimientos precisos y rápidos, el oficiante corta el cordón umbilical y le hace el nudo: acaba de operarse la separación de madre e hijo. Ahí cerca, en el suelo, hay un daity grande; es un recipiente de forma ovoide tejido a base de tiras finas de bambú y exteriormente cubierto por una capa de cera de abeja silvestre que lo impermeabiliza. Está lleno de agua fría. El hombre coge un poco de ésta con la mano ahuecada y empieza a bañar al niño: vertiendo agua sobre todas las partes de su cuerpecillo, con gestos suaves y a mismo tiempo firmes, le libera de las serosidades que le ensucian; el lavado se acaba en un momento. A continuación una mujer joven se agacha; acuclillada, toma al niño y, doblando el brazo izquierdo, lo aprieta contra su seno: tras el baño de agua fría en la gélida noche, está calentándolo. Con la mano derecha lo somete al piy, al masaje que recorre sucesivamente los miembros y el tronco; sus dedos ágiles amasan suavemente la carne del niño. A esta mujer se le designa con el nombre de tapave (la que le coge en brazos), pero más frecuentemente con el de upiaregi, la que lo levanta. ¿Por qué los indios toman en consideración, para nombrarla, el gesto en apariencia anodino de levantar al niño del suelo y no la acción de tomarlo en brazos o de calentarlo masajeándolo? No es pura casualidad y hay una lógica sutil que preside esta elección lingUística. Señalemos, en primer lugar, que el verbo upi, levantar, se opone al que designa el nacimiento: waa, caer. Nacer es caer, y para anular esta «caída» hay que levantar, upi, al niño. De modo que la función de la upiaregi no se limita a ofrecerle calor y a reconfortarle; según el pensamiento indígena consiste, sobre todo, en completar y cerrar el proceso del nacimiento, inaugurado con una caída. Nacer en el sentido de caer es, por así decirlo, no ser (todavía); y el acto de levantarlo garantiza al niño el acceso, el ascenso a la existencia humana.

En este ritual de nacimiento encontramos, sin lugar a dudas, la ilustración del mito de origen de los guayaquís, que a fin de cuenta no es sino el mito del nacimiento de los ache jamo pyve, de los antepasados primeros de los guayaquís. ¿Qué historia nos cuenta el mito? «Los antepasados primeros de los guayaquís vivían en la tierra preñada y terrible. Los antepasados de los guayaquís salieron de la tierra preñada y terrible y se fueron... Para salir, para irse, los antepasados primeros de los guayaquís arañaban con las uñas, como si fueran armadillos...» Para transformarse en humanos, en habitantes de la tierra, los aché originales tenían que dejar su morada subterránea y, para lograrlo, ascendían a lo largo de la pared vertical, que trepaban hincando las uñas, semejantes al armadillo que cava profundamente su madriguera bajo el suelo. Así pues, el paso de la animalidad, claramente indicado en el mito, se opera por el abandono del hábitat pre-humano, de la madriguera, y por tanto la superación del obstáculo que separa el mundo animal inferior (el abajo) del mundo humano de la superficie (el arriba): el acto de «nacimiento» de los primeros guayaquís fue una ascensión que les separó de la tierra. Del mismo modo, el nacimiento de un niño se consuma en el acto en que el individuo toma verdaderamente origen; no en el waa, caída que reanuda la vieja conjunción del hombre y la tierra, sino en el upi que rompe dicho lazo. La mujer, alza al niño, arrancándolo así de la tierra en que yacía: metáfora silenciosa de ese otro lazo que hace unos momentos ha cortado el hombre con su cuchillo de bambú. La mujer libera al niño de la tierra; el hombre lo libera de su madre. El mito de origen y el ritual de nacimiento, texto e imagen, se traducen y se ilustran mutuamente y a cada nacimiento los guayaquís, sin saberlo, repiten el discurso inaugural de su propia historia con este gesto, que hay que leer como se escucha una palabra.

Lo que nos indica todavía más claramente la correspodencia entre un momento del rito y una secuencia del mito es que la articulación del relato mítico organiza las diversas fases del ritual (o que, a la inversa, el desarrollo del mito proporciona al relato su sintaxis). Una vez cortado y anudado el cordón umbilical se baña a la criatura; así pues su primer movimiento hacia la existencia humana consiste en un acto con el agua, cuya presencia aquí, aún siendo técnicamente necesaria, probablemente proceda también del orden ritual. Para descifrar el sentido del baño como acto ritual y no sólo higiénico es sugestivo considerarlo como la operación que precede a la siguiente y la prepara, esto es, el upi: tendríamos, así, una conjunción del niño y el agua previa a una disyunción del niño y la tierra. Pues bien, el mito, aunque de modo un tanto oscuro, nombra el agua indicando que para dejar la tierra, los aché mitológicos tuvieron que pasar por el elemento líquido: «...El camino de los antepasados primeros de los guayaquís fue una hermosa agua de la que salir e irse sobre la tierra preñada...» Por otra parte el mito parece justificar la referencia al agua por el estado en que se hallaban los hombres en el fondo de su agujero: «...Los antepasados primeros de los guayaquís tenían los sobacos muy malolientes, la piel amarga, la piel muy roja...» Lo que viene a ser como decir que, sucios como un recién nacido, tenían, como éste, necesidad de un baño. Y el juego de reflejos entre mito y rito se confirma con más lustre si se añade que los guayaquís declaran ine, maloliente, el campamento en que acaba de parir una mujer. Así va desvelándose poco a poco el orden secreto de las cosas: en la historia y en la ceremonia subyace una misma lógica, el mismo pensamiento impone la ley de sus formas inconscientes a la sucesión de las palabras y los gestos y, una vez más, la vieja selva alberga la fiel celebración de su encuentro.

Los indios son siempre silenciosos; desde el momento en que cada uno de ellos sabe lo que tiene que hacer, cualquier palabra sería inútil. La mujer sigue sosteniendo al niño, que ya está caliente. Entonces interviene nuevamente el jware, el hombre que antes ha procedido al baño. Emprende un masaje muy insistente sobre la cabeza del niño. Con la palma de la mano derecha muy abierta presiona con fuerza el cráneo, como si fuera un material blando que hubiera que modelar. Eso es precisamente lo que intenta conseguir el jware: cree que así da a la cabeza la forma redondeada que los indios consideran la más hermosa; aunque como cabía esperar, este masaje no surte efecto. El jware emprende esta «deformación», que pueden proseguir otros: testimonio de afecto por la criatura y voluntad de participación directa en el ritual. A lo largo de los tres o cuatro días siguientes la propia madre someterá la cabeza del niño al mismo tratamiento. El hombre se interrumpe y cede su puesto a otro indio, el viento agita las llamas abriendo en ocasiones un rastro de luz en la oscuridad. Los guayaquís, indiferentes al frío, sólo prestan atención al kromi: están encargados de acogerlo y el menor desfallecimiento en la seriedad de su tarea podría serle fatal. Por eso las miradas y los movimientos de las manos y los cuerpos desnudos despliegan alrededor del nuevo aché ese espacio de dedicación, incluso de devoción, que caracteriza entre los indios la relación de los adultos con los niños.

El parto ha ido muy bien, pues la expulsión de la placenta ha seguido de cerca al alumbramiento. Un hombre recoge los helechos sobre los cuales se ha deslizado la placenta, lo amontona todo y se va a enterrarlo a cierta distancia del campamento: es una precaución higiénica, sí, pero en mayor medida es una prudencia elemental que aconseja alejar las amenazas que encierra esa materia surgida de las entrañas de la mujer. Desde luego, el hecho de enterrar la placenta no basta para neutralizarla y es preciso algo más para exorcizar los demonios que ha atraído. Tal es el objeto de la segunda fase del ritual, que ocupará buena parte del día siguiente: tras haber garantizado la seguridad del recién nacido habrá que velar por la de los adultos. Por esta noche todo parece terminado. La upiaregi devuelve el niño a su madre; esta lo instala en la ancha banda portadora que se ha puesto en bandolera. Tal será a partir de ahora, día y noche, la morada del niño; sólo la dejará cuando empiece a andar. Mientras tanto vivirá en completa simbiosis con su madre, atenta a anticiparse a sus requerimientos ofreciéndole el pecho en cuanto haga el primer mohín o emita el primer gruñido. Entre los indios es raro oír el lloro de un niño; como quien dice, no se le da tiempo, pues en la boca abierta para lanzar el grito instantáneamente, se le encaja el pecho nutricio, cortando así de raíz cualquier manifestación de mal humor. Sistema doblemente eficaz, pues permite la tranquilidad de los adultos manteniendo al niño en una especie de atiborramiento permanente. Pichugi contempla a su criatura y por un instante la infinita ternura de su sonrisa abole la indigencia de la tribu. Se levanta y, sin ayuda, vuelve a su choza con el niño. No parece estar muy quebrantada. Sus dos maridos, Chachugi y el viejo Tokangi, no están presentes; pero ella no se quedará sola, pues un indio y su familia pasan la noche en su compañía. Sin hacer más ruido que antes, los indios se separan y cada uno se va a su tapy. «O pa» («Se acabó»), murmura Karekyrumbygi. A los pocos minutos todo duerme en el campamento. El viento y la selva prosiguen su diálogo milenario, las hogueras crepitan en la oscuridad y la tribu cuenta con otro miembro.

Clastres, Pierre (1972). Nacimiento. Crónica de los indios guayaquís. :5-12. Ed. cast: Editorial Alta Fulla.
El tiempo se hunde en decadencia
como una vela consumida,
y a las montañas y bosques
les llega el día, les llega el día;
pero tú, amable turbamulta antigua
de los estados del ánimo nacidos del fuego,
tú no desapareces.


W. B. Yeats, 1893

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HLoesser
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Re: "Crónica de los indios guayaquís"

Mensaje por HLoesser » 27 Jul 2009, 18:43

¿Recomiendas el libro? ¿Tiene alguna relación con el anarquismo?

Un saludo.
El poder ennoblece. Y el poder absoluto ennoblece de un modo absoluto.

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Résistance
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Re: "Crónica de los indios guayaquís"

Mensaje por Résistance » 28 Jul 2009, 01:48

Muy interesante. Vere si encuentro el libro por ahi.


Saludos.
" Son normales no en lo que podrían llamarse el sentido absoluto de la palabra, sino únicamente en relación con una sociedad profundamente anormal. Su perfecta adaptación a esa sociedad anormal es una medida de la enfermedad mental que padecen"
- Aldous Huxley

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Fionn Mac Cumhaill
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Re: "Crónica de los indios guayaquís"

Mensaje por Fionn Mac Cumhaill » 28 Jul 2009, 12:28

¿Recomiendas el libro? ¿Tiene alguna relación con el anarquismo?
Lo recomiendo. El propio autor era anarquista.
El tiempo se hunde en decadencia
como una vela consumida,
y a las montañas y bosques
les llega el día, les llega el día;
pero tú, amable turbamulta antigua
de los estados del ánimo nacidos del fuego,
tú no desapareces.


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Jorge.
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Re: "Crónica de los indios guayaquís"

Mensaje por Jorge. » 28 Jul 2009, 15:29

Clastres es un autor muy recomendable, por lo que escribe y por cómo lo escribe. Y además, uno de los nuestros.

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