Precioso artículo de Luce Fabbri recordando a su padre Luigi, maestro anarquista
En este momento, la hija no puede superar el silencio, no puede hablar de él sino dejando que broten los recuerdos. Y también esto es difícil, porque es preciso respetar aquel celoso pudor suyo que le hacía tan reacio a hablar de sí y de sus cosas íntimas, aquel mismo pudor que le hacía parecer más hombre de ideas que de sentimiento, más un pensador sereno que un luchador apasionado. Y la parte suya que nadie habría podido ver a través de sus artículos adquiere ahora una importancia nueva, porque se convierte en el complemento necesario de su pensamiento.
Se habla mucho ahora de realización, de aplicaciones prácticas de los ideales libertarios. Es una preocupación fecunda, de una urgencia casi atormentadora. Pero realizar una idea quiere decir traducirla en acción y no sólo en planes y programas; quiere decir impregnar de ella todo instante de nuestra vida, todo acto de nuestra voluntad y de nuestro pensamiento. Vivir íntimamente la libertad, aun bajo el talón de hierro, es ya una realización, es el primer paso, el indispensable.
La anarquía, en el significado más amplio de la palabra, es realizable siempre, con diversidad de grado, y se realiza tanto más cuanto menos se contenta uno con la realidad ya adquirida. Esto decía Luigi Fabbri para reavivar a su alrededor la fe, para darse a sí mismo la fuerza de la serenidad frente al alud de desastres que se ha formado después de la guerra. Y es de esto de lo que quiero hablar hoy, de esta realización lenta y constante de un ideal en el interior de un alma y en su esfera de irradiación.
Hace algún tiempo, en un artículo de “Pensiero e Voluntà” traducido en el Suplemento de “La Protesta”, de Buenos Aires, Luigi Fabbri escribía un largo artículo para incitar a los combatientes de nuestra causa al deber de las realizaciones individuales. Decía, entre otras cosas, que una de las fallas de los revolucionarios de la postguerra ha consistido en descuidar, por las conquistas futuras, las conquistas inmediatas en sí mismo y alrededor de sí mismo: “los resultados momentáneos satisfacían a los más; había mucha preocupación por las construcciones generales estatales y extraestatales de carácter colectivo, y nadie niega que fuesen útiles y también indispensables… Pero los individuos que componen las colectividades creían haber agotado en esa obra su misión y, por cuenta propia, no sentían tener un deber personal a cumplir, algo a construir a realizar en sí mismo y alrededor de sí mismo, dependiente sólo del propio esfuerzo individual y de la propia iniciativa. Sobre todo, los que habían abrazado un ideal de libertad y de igualdad, ignoraban a la propia familia como si ésta fuese completamente extraña a sus preocupaciones de índole social y política”.
Este esfuerzo humilde e ignorado para encarnar el ideal en la pequeña, íntima realidad de la vida cotidiana, lo cumplió constantemente y de un modo tan natural, que parecía a los más próximos que vivía ya, con el espíritu, en el mundo de libertad y de justicia por el cual combatía.
Éramos niños nosotros, los hijos del maestro Fabbri, como nos llamaban en la localidad, y cuando decíamos con orgullo que nuestro padre era anarquista y combatía contra el gobierno, contra todo gobierno, oíamos decir a los compañeros de escuela y a sus padres bienpensantes: “será una buena cosa esa anarquía, pero no es posible. ¿Cómo se puede vivir sin gobierno? ¿Quién nos defenderá de los ladrones, de los asesinos?”. Nosotros no comprendíamos bien ni las ideas del padre ni las objeciones de los otros, pero la enorme diferencia entre el ambiente externo (proletario en las escuelas elementales, pequeñoburgués en las escuelas secundarias) y el familiar ensanchado por el círculo de los mejores compañeros, nos hacía ver confusamente que la vida corriente no es la mejor, ni la única posible. Nuestros pequeños amigos no obedecían más que por el miedo al castigo o por la codicia de la recompensa: tenían necesidad de un gobierno. Nosotros, que no obedecíamos, sabíamos que se podía pasar uno sin el gobierno.
Tengo todavía presente un llanto largo, tras una persiana entreabierta, un día caluroso de junio; no recuerdo lo que quería hacer: uno de aquellos deseos violentos e insensatos de los niños. Mi padre había dicho: “no te lo aconsejo” y había dado sus buenas razones, pero sin insistir mucho. Yo me sentía víctima de una injusticia, lloraba escondiendo el rostro en el hueco de la ventana. Poco a poco, el consejo adquiría el aspecto de una prohibición; mi espíritu se sentía encadenado, por uno de aquellos juegos de imaginación que constituyen el fondo de todas las vidas infantiles. El padre se dio cuenta, se acercó, me pasó la mano sobre el cabello y dijo: “haz lo que quieras. Piénsalo bien y resuelve tú misma. No te digo nada más”. Fue un momento de desilusión; todo mi drama caía y con él el deseo agigantado por las imaginarias dificultades. Respondí. “No, te obedezco”. Lo dije inconscientemente, por un hábito que me había dado la escuela, y advertí enseguida que le había herido. “No, hijita, no has comprendido bien. No es eso lo que quiero. No debes obedecer. Debes hacer lo que quieres, bajo tu responsabilidad, después de haber reflexionado. Yo puedo ayudarte a razonar, la decisión la has de tomar tú”. En aquel momento recordaba un tema de composición escolar: “Los niños deben ser obedientes”, y la diferencia entre los dos mundos, el mundo futuro, ideal, que veía encarnado en mi padre, y el viejo mundo de la disciplina forzada e injusta, que hallaba fuera de nuestras paredes, saltaba a los ojos en toda su claridad y me llenaba el corazón de una indignación confusa y de una confusa esperanza.
No regalaba nunca un libro o un juguete individualmente a uno de nosotros. Y se sentía apenado cuando decíamos de alguna cosa “es mío”.
Y, sin embargo, aun en los periodos más absorbentes de la lucha cuando, en la postguerra, se preparaban desordenadamente las armas y las filas para combates que se han realizado después sólo esporádicamente, mientras unos pensaban en el triunfo y otros en el sacrificio, él, que era más bien de estos últimos porque veía aproximarse el desastre, no olvidó un solo momento su obra de educador. Educar quiere decir sobre todo ser sereno y olvidarse de sí mismo frente a los seres nuevos que se forman. Y en aquellos tiempos de fogosidad Luigi Fabbri volvía a encontrar la serenidad en la escuela, ante sus alumnos, ante los hijos, en el estudio ante el blanco papel.
Su pasión de libertad tenía sus raíces en un celoso respeto a la personalidad humana. Su enseñanza no se convirtió nunca en propaganda cuando se dirigía a los niños. Sin embargo, ninguna propaganda era más eficaz que la atmósfera que sabía crear. Reía cuando yo, a los ocho años de edad, decía orgullosamente que era anarquista y con ironía afectuosa me enseñaba que es preciso formarse por sí solos el propio mundo interior y no aceptar nunca ni las ideas ni las frases hechas. Y me aconsejaba austeramente esperar, madurar los entusiasmos con la experiencia y con la reflexión antes de asumir una actitud definitiva, que constituye siempre una responsabilidad a la que no es cosa seria faltar. Pero, sobre todo, no quería que creyésemos verdadera una cosa porque él la afirmara. Decía: “mi convicción no prueba nada para vosotros”. Y en la escuela decía “no creáis nunca ciegamente en las palabras del maestro, en las afirmaciones de un solo libro. Escuchad, comparad las diversas opiniones y llegad a conclusiones propias”.
Esta era toda su propaganda y era la más eficaz. Ni una palabra entraba en su clase de las luchas feroces que tenían lugar en la calle entre camisas negras y fuerzas de la libertad y del proletariado. El odio desencadenado no debía turbar, al menos por obra del maestro, las almas infantiles. Y la pasión que llenaba todos los corazones, que armaba de piedras las manos de los muchachos hasta pocos metros del edificio escolar, parecía aplacarse ante el aula, donde se estudiaba. Pero la diferencia era tan brusca y evidente que los alumnos, especialmente después del triunfo del fascismo, sentían que aquella muda reivindicación de la libertad constituía una protesta e inconscientemente la aprobaban.
Cuando casi todos los maestros, para conservar el puesto, procuraban que sus discípulos se inscribiesen en la Opera Nazionale Balilla, en la clase de mi padre, al comenzar el año había dos inscritos, tres meses después ninguno. Los distintivos fascistas desaparecían de los ojales dos o tres días después de iniciadas las clases. Y esto sin palabras, sin discusión. El extraordinario respeto que los niños sentían en el maestro hacia su personalidad, desarrollaba en ellos los valores individuales y les alejaba del gregarismo a que tendía y tiende la enseñanza oficial fascista.
Su anarquismo se podía llamar en cierto sentido humanista, porque defendía contra la opresión no sólo la libertad estrictamente política y el pan de los explotados, sino también el patrimonio cultural creado a través de los siglos y el esfuerzo individual a pesar del peso aplastante y uniformador de la autoridad estatal. Una educación clásica había dado a su espíritu el gusto de aquellos baños en el pasado que revigorizan el espíritu de los sombríos intervalos de la lucha. La cultura era para él desarrollo continuo, impulso perenne del espíritu humano hacia su liberación. Por esto amaba la historia y la hacía amar.
Persiste entre mis recuerdos mejores una jornada radiante de agosto de 1921, una de las pocas que había consagrado, durante toda su vida, a la diversión y al reposo. Los dos solos, con una alegría de escolares escapados de la escuela, salimos de Roma por la mañana, a las seis, por Porta S. Sebastiano, y bajo el sol ardiente del agro, seguimos toda la vía Appia hasta las colinas Albani. Pasábamos ansiosos de ruina en ruina con un apasionamiento muy distante y muy lejano de la fría retórica romanizante que vi luego predominar en las escuelas después de la victoria fascista. Aquel día comprendí cómo el pasado era para mi padre un elemento constructivo del presente y cómo se conciliaba ese amor suyo por las cosas viejas con su ansia de renovación, con su ímpetu de rebelión. Mientras en la desolada campiña romana la oscuridad vencía la luz rojo-sombría del crepúsculo y nuestras sombras se alargaban desmesuradamente sobre el antiquísimo pavimento, me hablaba de César y de Catilina, de Espartaco y de la esclavitud antigua y moderna, con un entusiasmo joven que se olvidaba del cansancio y de la hora. Yo miraba a aquel alegre compañero, aquel colaborador de mis estudios y de mis juegos y sentía en él, sin que él pareciese quererlo, al maestro y, más todavía, al padre.
Su vasta siembra parece haber caído en la roca. Su pasión de libertad ha chocado contra las barreras de hierro que nos rodean y que, no pudiendo doblegarlo, lo han quebrado. Pero entre las amarguras del destierro y de la derrota ha podido sentir, antes de irse, el orgullo de haber edificado en sí mismo el mundo futuro que soñaba, el orgullo de haber sido íntegro, de haber transformado su pensamiento no sólo en palabras, sino también, y sobre todo, en vida vivida. Quien haya estado mucho tiempo junto a él no dirá nunca que la anarquía no es posible, porque la ha visto en acción.
Y esta obra suya paciente y casi ignorada que se ha desarrollado paralelamente al trabajo de agitación y de propaganda escrita, ese lento esfuerzo de educador de sí mismo y de los demás para la libertad, aun en las circunstancias más ínfimas de la vida, no es pequeña contribución a la reconstrucción futura.
No nos había engañado nunca, y teníamos fe tan grande en él que bastaba que dijese: “este libro no es todavía lo propio para ti. Te aburrirías” o bien “te haría mal. Espera aún” para que siguiésemos sus consejos como se siguen los de un médico y abandonásemos el libro comenzado. Y no era obediencia.
Los niños comprenden la justicia antes que la bondad. Cada uno de nosotros se sentía defraudado cuando el otro gozaba de algún privilegio, ya se tratase de una diversión, de un juguete o de un simple e insípido pedazo de papel. Reclamábamos la igualdad perfecta de condiciones y de trato en cosas a que no dábamos en realidad ninguna importancia, simplemente por defender un principio que creíamos inviolable. Nuestras exigencias en este punto eran siempre respetadas, aunque el padre menease la cabeza o pusiese en ridículo con alguna palabra irónica el calor con el que defendíamos nuestros pequeños derechos. Sólo un poco más tarde, guiados no por sus palabras, sino por el ejemplo cotidiano de su vida, comprendimos que la paz no viene tanto de la justicia como del amor y que, por lo menos moralmente, el que más da más recibe. Entonces, sin prédicas ni razonamientos, llegamos a adivinar la verdad de una frase que no se nos había dicho nunca directamente, pero que habíamos oído pronunciar a menudo en las discusiones tumultuosas que llenaban de ruido y de humo el pequeño gabinete de trabajo: “cada cual debe dar según sus fuerzas y recibir según sus necesidades”. Fue un descubrimiento casi de improviso que hizo más sencilla y más bella nuestra vida infantil, haciendo cesar los puntillos de honor y las pequeñas disputas. Creíamos haber llegado a eso por sí solos. Ahora comprendo que era todo obra suya, del amigo nuestro que ayudaba a nuestra formación sin forzarla. Nos dejaba libres y solos y trataba, no de hacernos semejantes a él, sino de hacernos cada vez más semejantes a nosotros mismos.
Amaba sus ideas con una pasión profunda y una maravillosa constancia. Vivía en continua comunión con todo el mundo de los hombres, tanto que los pequeños incidentes de su vida personal no han tenido nunca en su estado de ánimo tanta influencia como la lectura cotidiana del periódico, que llevaba a nuestra casita todas las inquietudes, las tragedias, los crímenes y los heroísmos que convulsionaban a Europa. Parecía a veces que las paredes habían desaparecido y que los vientos de todos los horizontes viniesen a reavivar aquella llama de amor y de bondad que se traducía en acción razonada y se ocultaba bajo una serenidad perfecta.
Luce Fabbri en “Tiempos Nuevos”, marzo de 1936
Luigi Fabbri, educador
- Manu García
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Luigi Fabbri, educador
"No más derechos sin deberes, no más deberes sin derechos"
¿cómo se titula el artículo?
"Queremos personas capaces de destruir, de renovar sin cesar los medios y de renovarse ellas mismas; personas cuya independencia intelectual sea su mayor fuerza, que jamás estén ligados a nada... aspirando a vivir vidas múltiples en una sola vida".
Francisco Ferrer i Guardia
Francisco Ferrer i Guardia
- Manu García
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