Carta de un encapuchado griego

Publicado en Atenas Indymedia. Traducido por Verba Volant.

No tengo nada de qué confesarme o defenderme. Vosotros, los otros, los institucionales, tenéis que defenderos de un montón de cosas. Dicen: ¡“La Democracia no lleva capucha”!. Lo dicen con altisonancia y no se ponen rojos. Todo el sistema político de ella lleva una capucha que le llega a los tobillos. Que se quiten ellos las capuchas y luego hablamos de la mía.

¿Miento? Te lo voy a contar todo, uno por uno, para que veas con cuantos encapuchados te cruzas cada día sin darte cuenta. Te vas al banco tranquilo para pagar una cuenta o para sacar dinero del cajero automático. Bueno, yo no cuento. Digamos que yo me llevo el cajero automático entero. Nada más entrar, una cámara te vigila sin que te enteres. Al ponerte delante de la pantalla del cajero, otra cámara de vigila. No sabes quién te vigila, quién registra tus movimientos, pero dime, ¿qué más que encapuchados pueden ser el tipo que está escondido en el panel de control de la videovigilancia y los que lo pagan? La primera capucha, pues, es el banco.

Han llegado las rebajas y tú estás contentísimo de que haya tardado en llegar el invierno. Tienes prisas de irte de compras y agotar el crédito de tu tarjeta, comprando trapos de moda que no te vas a poner el próximo año sino ahora. Entras en el gran almacén (no prestas atención a los encapuchados que registran tus movimientos en el sector de ropa interior de mujer. ¿Pero qué haces tú, un hombre, en este sector de la tienda?) y arrastras los estantes, no dejas de probar ropa en los probadores, y al final te vas a la caja cargado, pero listo para pagar. Sacas la tarjeta de crédito y cuando la pasen por el aparato mágico, todas tus lindas compras han pasado a tu perfil del consumidor, creado por un encapuchado que no conoces ni dónde está ni para quién trabaja. Al cabo de unas semanas, puede que los encapuchados de la tarjeta de crédito y del negocio te mande alguna tarjetita de crédito con una oferta de préstamo de bajo interés, o algún cupón de descuento, y tú te preguntarás: “¿De dónde me conocen estos?”. Lo saben todo de ti y tú no sabes nada de ellos.

Voy a cambiar de tema, no sea que me digas que tengo prejuicio con los banqueros y los mercaderes (bueno, sí lo tengo). Dime cuántas cosas sabes de los que controlan la riqueza de este país. ¿Qué sabes de los notorios inversores institucionales que no paran de comprar y vender acciones, y son los que deciden sobre las subidas y los descensos de la Bolsa? ¿Les has visto la cara?

No, porque están escondidos tras unos títulos bonitos de empresas anglosajonas. Estarán en las islas Keyman, en Liberia, en Londres o en Nueva York, invisibles tras sus capuchas empresariales. ¿Qué sabes de los verdaderos patrones de las sociedades anónimas, escondidos tras las juntas directivas bien remuneradas y los miles o millones de pequeños accionistas inocentes? Ah, sí, puede ser que de vez en cuando los veas en los periódicos, en los chismes sobre las celebridades, ligando con chicas modelos o cantantes, o participando en galas de caridad. Sin embargo, los ves al cerrar acuerdos sobre contrataciones públicas, al financiar a partidos políticos, o al movilizar a sus grupos de presión para conseguir la aprobación de alguna ley favorable para ellos pero colada a la gente como la mejor reforma.

¡No te enteras de nada! Todos están resguardados detrás de sus títeres, tras la capucha de la sociedad anónima y la democracia de los accionistas. ¿Quieres más? No hace falta hablar de lo obvio, o sea de las cámaras de tráfico, de los encapuchados de la embajada de EE.UU. que tienen “escaneada” la mitad de Atenas, de los chivatos del Estado, remunerados o no, de los secretas, de los que hacen escuchas telefónicas, de los maderos sin distintivos que nos hacen compañía en las manifestaciones, cuando no nos apartan en las esquinas de las calles para propinarnos alguna paliza cruel, de los uniformados con casco que disparan gases lacrimógenos, de las cámaras secretas de los grandes hermanos de los canales televisivos, de los satélites que nos vigilan desde lo alto, de los policías secretos extranjeros que secuestran a los sospechosos que les da la gana, de los vuelos secretos y las cárceles de la CIA, de la capucha humillante que lleva puesta toda la Unión Europea, para que estemos supuestamente más seguros contra los terroristas encapuchados. Y los encapuchados de la (in)seguridad jamás se quitarán este accesorio de su vestimenta.

Te voy a recordar una cosa más: “¿Quién gobierna este país?”. ¿Te dice algo esta frase? Algo te debe de decir, porque la dijo uno de los vuestros, una persona libre de toda sospecha. ¿Has oído alguna vez la denuncia más directa sobre la República de la Capucha hecha durante los últimos cuarenta años? Hasta los que gobiernan en este país se preguntan quién realmente lo gobierna escondido tras la capucha. Puede ser que el tío (en aquella época) se refiriera a la Corte, a los norteamericanos, a los empresarios. El sobrino que tenía la misma duda cuarenta años después, echó la culpa a los “proxenetas”. Sin embargo, no se atrevió a nombrarlos. Se calló la boca. Ahora nos llevamos muy bien con los encapuchados del verdadero Poder. Son aliados de la saga de la reforma. Lo único que no cuadra son cinco cócteles molotov tirados a contenedores y coches, y un cohete. No pasa nada. Puede ser que sea un provocador (no me disgusta la palabra), pero durante los últimos veinte años todos los coches y los cajeros automáticos que hemos incendiado, todas las vitrinas que hemos roto y todo lo expropiado de las piezas expuestas en ellas, no llegan ni a la milésima parte del daño ocasionado por los encapuchados del Poder con una privatización, una ley que permite el incendiado de los bosques, otra ley que permite el hormigonado de la costa, un escándalo de contrataciones públicas, un concurso público amañado, y los miles de millones de euros que constantemente “se pierden” en el camino entre Bruselas y Atenas.

Pues, el trato que podemos hacer es este: Yo me quitaré la capucha cuando se la quiten todos los que gobiernan este país sin nuestra y vuestra participación, cada vez que vosotros firmáis un cheque electoral en blanco.

En última instancia, puedes considerarme un mal necesario. La “República de la Capucha” produce mucho fastidio, mucha rabia, que tú, el burgués respetable, el pequeñoburgués tranquilo, el proletario cumplidor de la ley, no puedes manifestar. Te la guardas dentro, y si eres bastante mayor, corres el riesgo de sufrir algún infarto. Déjame a mí, pues, que haga el trabajo sucio. Con o sin capucha, no importa. De todas formas, te aviso que puede ser que la necesites en el futuro. Nos espera un invierno largo, y no me refiero al tiempo…

El texto en griego.

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