Otra Crítica al Insurreccionalismo

Otra Crítica al Insurreccionalismo

Enero-Febrero 2014

2ª Edición

A diferencia de las otras críticas...

En los últimos años, han aparecido varias críticas al insurreccionalismo. En castellano, las más conocidas serían “Anarquismo profesional y desarme teórico” escrita por Miquel Amorós y, Crítica a la ideología insurreccionalista escrita por Proletarios Internacionalistas. Ambos textos tienen partes buenas y sus puntos nocivos—la arrogancia y malabarismo polémico del primero y la figura simplista, milenarista y mesiánica del proletariado del segundo-. Es interesante subrayar que ambos al criticar al insurreccionalismo lo confunden con el insurreccionalismo italiano, y para hacerle la crítica se enfocan exclusivamente no en los hechos consumados sino en las palabras escritas—y casi únicamente las palabras además, de un Alfredo Bonanno, viejo compañero, partidario incansable del insurreccionalismo, sí, pero al final, sólo uno entre muchos y cuya obra ni siquiera estaba bien difundida en castellano en el momento en que se emprendió una corriente explícitamente insurreccionalista en la península ibérica-.

Al contrario de las suposiciones de aquellos autores el insurreccionalismo es múltiple. Se puede hablar de un insurreccionalismo en el estado español que nace con los atracadores de Córdoba y con la escisión de algunos de los sectores más radicales de la CNT, principalmente de las juventudes libertarias.

También se puede hablar de un insurreccionalismo chileno que proviene de la autocrítica de sectores de la guerrilla marxista-leninista, más los jovenes combatientes que siguieron luchando contra la democracia.

Existe un insurreccionalismo en el contexto norteamericano que tiene como sus mayores influencias Fredy Perlman, Wolfi Landstreicher, Ai Ferri Corti, en menor grado la obra de Bonanno y en mayor grado las experiencias de luchas ecologistas y luchas indígenas.

El insurreccionalismo en Grecia, si se puede hablar de tal corriente en un entorno tan distinto, tiene muchísima más influencia en el situacionismo que en Bonanno.

También se puede hablar de corrientes insurreccionales del pasado aunque no tengan una continuidad directa en el presente, como serían la FAI (Ibérica, no Informal) del estado español hasta el año '34 o al menos varios grupos pertenecientes a ella, sectores del anarquismo argentino en la misma época, o grupos como “Bandera Negra” en Rusia a principios de siglo.

El insurreccionalismo italiano sería un ejemplo muy importante a estudiar, empero todas las críticas, al menos en castellano, se han dirigido a su sucedáneo, Bonanno. Por eso no tenemos ningún análisis histórico de la suerte de la corriente insurreccionalista en el estado italiano.

Nosotros argumentaríamos que el insurreccionalismo en Italia fue a fin de cuentas un fracaso. Un fracaso muy útil por sus enseñanzas y muy importante en nuestra historia de combate contra el Estado pero aun así un fracaso. Su utilidad proviene de las lecturas y experiencias colectivas de derrota que se adquieren gracias a la valentía, y no de las experiencias colectivas de victoria o de avance que se ganan gracias a la teoría lúcida bien aplicada.

Eso no es decir que las corrientes más pacíficas o izquierdistas en Italia tuvieran razón, porque no la tenían, ni que las críticas que hicieron los insurreccionalistas a su entorno no fueran acertadas, que lo eran. Pero contra un enemigo tan poderoso como es el Estado no basta con tener razón. Sólo se puede perdurar haciendo una valoración constante de nuestros esfuerzos, líneas de ataque y posturas de defensa, y realizando los cambios necesarios.

Y esto no se ha hecho en Barcelona.

Aunque un análisis histórico del insurreccionalismo en el estado español en los últimos 17 años sería de sumo interés, este texto no lo hará. (En esta línea se puede recomendar “La Epidemia de Rabia” por Los Tigres de Sutullena.)

Esta crítica se basará en los hechos, las estrategias, las acciones y las posiciones actuales que podrían caracterizar la corriente insurreccionalista en Barcelona en este momento.

No se basará en la obra de autores lejanos y a veces incluso ajenos porque el insurreccionalismo aquí nunca se ha basado en la filosofía sino siempre en las calles.

Y aunque la lectura y las ideas son imprescindibles para los anarquistas—y esto ha sido una carencia importante del insurreccionalismo aquí—la crítica anarquista debe relacionarse siempre con la lucha, porque nuestra experiencia viene de la calle y a ella deberían volver sus frutos.

Como manera de empezar se podría preguntar, ¿Qué es el insurreccionalismo? No sería tan fácil dar una respuesta clara. Entre 1996 y 2003 la etiqueta de insurreccionalista tenía más sentido aunque no precisión, porque en Barcelona siempre ha faltado claridad teórica aun más que en Italia. Utilizamos la etiqueta porque señala una práctica que existe, aunque no tenga cohesión teórica.

No es posible definirlo actualmente porque existe como respuesta a una coyuntura que ya no se da en el estado español. Está además influido por una gran participación de no autóctonos, como algunos de los presentes autores cuyo insurreccionalismo refleja la experiencia histórica de otros lugares y quienes han, en mayor o menor medida, adaptado su práctica a la situación vigente en la península ibérica (o algunos que no la han adaptado nada, entendiendo que en las formas de lucha se hayan verdades eternas e inamovibles).

Dado que el insurreccionalismo no es una corriente precisamente definida y delimitada y que no vamos a referirnos a textos concretos, vemos posible que esta crítica se vuelva demasiado amplia y que personas que no reproducen los errores que criticamos aquí, o reproducen algunos errores pero otros no, se vean tachadas indebidamente. Lo dejamos a cada individuo decidir si las críticas les describen o no. Al final es responsabilidad de todos mejorar las prácticas de nuestro entorno. Es precisamente éste el propósito del texto.

Aunque a algunos les criticamos, mandamos un fuerte saludo a todos los compañeros con la valentía de seguir atacando al Estado y a todos los que se dedican a la lucha, de la forma que sea.

 

Una pésima valoración

Después de mucha consideración, no tenemos otra opción sino hacer una crítica devastadora a lo que es actualmente el insurreccionalismo en Barcelona. Creemos que la mayor parte de los compañeros insus, si no se ponen verbalmente de acuerdo con nuestra crítica, sólo la podrán negar por puro orgullo. Insistimos que no es posible que lleguen a una valoración positiva de todo lo vivido en Barcelona. En toda la ciudad no hay brochas suficientes para pintar un cuadro bonito de la práctica insurreccionalista en los últimos años.

Es por eso que a fin de cuentas nos vemos obligados a decir en voz alta que el insurreccionalismo se ha convertido en homólogo al civismo. Aunque sus intenciones son totalmente opuestas a las del buen ciudadano, su efecto no es otro que el mantenimiento del control social.

 

Aportes importantes pero insuficientes

Antes de seguir es necesario aclarar que el insurreccionalismo en su momento trajo varias aportaciones muy importantes a la lucha anarquista en Barcelona, pero estas aportaciones van disminuyendo paulatinamente.

La ruptura con la CNT pacificada y burocratizada de los '90, la posición consecuente de oposición total a las cárceles y apoyo a los presos, la recuperación de los conocimientos y la determinación necesarias para atacar al Estado—todos son elementos de suma importancia que radicalizaron el entorno anarquista en Barcelona y más allá, con efectos marcados que perduran hasta hoy. Es posible que sin esa ruptura insurreccionalista de los años '90, el anarquismo en el estado español ya se hubiera transmutado en otra secta caducada y recuperada. Las aportaciones de los insurreccionalistas han influido en todos los otros sectores de la lucha (hasta hay secciones de la CNT que han interiorizado algunas de sus críticas y que reivindican de nuevo una visión de lucha conflictiva). En parte gracias a sus tempranos éxitos ya no ejerce tanta influencia radicalizadora; de algún modo ha cumplido su curro y generalizado lo que tenía de bueno. Ciego al límite contra lo cual lleva años chocando, sigue en una postura de desafío congelado. En general no se ha posicionado en relación a la configuración de control social actual.

Su influencia teórica ha sido menor. Aunque sus críticas a la pacificación y la comodidad eran acertadas, su análisis social—por ejemplo las críticas al trabajo o a la organización—fue bastante flojo.

Pero lo más importante es que su práctica llegó rápidamente a un límite y este límite nunca se llegó a entender. Después de la represión—exitosa para el Estado—de 2003, el insurreccionalismo en Barcelona no tiene excusa alguna por no emprender una autocrítica y transformación a fondo, pero desde entonces sólo se ve estancamiento en posturas ya elegidas y cambios hacia peor.

El mayor aporte que todavía podría traer el insurreccionalismo al entorno anarquista de Barcelona hoy en día, siendo un insurreccionalismo anti-intelectual y por tanto sin aportaciones teóricas, sería el aumento colectivo de fuerza callejera, el introducir nuevas tácticas y extenderlas a todas las personas que toman las calles. Pero no lo traerá debido a su arrogancia, incapacidad comunicativa, autoaislamiento, aferramiento a estrategias equivocadas y carencia de claridad teórica acerca del mundo en que vivimos.

 

Cárceles de su propia construcción

Opinamos que el insurreccionalismo en Italia tuvo una crítica importante a la recuperación pero no pudo con la represión. Desde luego éste es el caso en Barcelona. Las carencias principales del insurreccionalismo para nosotros no son el hecho de que Bonanno diga cosas contradictorias entre una década y otra (su pecado principal según Amorós) o el hecho que digan que la estructura de la sociedad de clases ha cambiado (ha cambiado, cosa que no disminuye la continuidad de una realidad fundamental de explotación). Sino que sus carencias principales han sido que nunca ha entendido qué es la represión, cómo funciona y cómo superarla. Al contrario ha solido funcionar de una manera que sólo facilitaba la represión, principalmente a través del autoaislamiento.

Una causa del autoaislamiento insurreccionalista es la arrogancia que muchos insus insisten en expresar hacia los demás. Un compañero griego, haciendo apología de esa arrogancia, nos explica que originalmente, “arrogante” se refiere a la postura del guerrero que se enfrenta con un enemigo mucho más poderoso. Por lo tanto, la arrogancia es necessaria para los atrevidos que se enfrentan con el Estado. Hasta aquí de acuerdo. Pero ha sido un error histórico del insurreccionalismo no entender quiénes eran sus enemigos y quiénes eran posibles cómplices.

Una concienciación de cómo la sociedad entera está estructurada para facilitar el control social ha dirigido a los insurreccionalistas en Barcelona con carácter más nihilista a definir a toda la sociedad como enemigo y así asegurar su autoaislamiento. Hay los nihilistas que definen “sociedad” como “sociedad institucionalizada.” Nos parece poco más que un juego de palabras para poder decir eslóganes tan extremos, espantosos y chulos como “queremos destruir la sociedad”. Por la etimología de la palabra “sociedad”, la no universalidad histórica de las instituciones y formas masificadas que son lo que realmente quieren destruir los nihilistas, y por la falta de otro término para señalar a una colectividad humana ligada de algún modo por distintos tipos de comunicación, nos parece mucho más sensato reivindicar el término “sociedad” como algo neutral que puede o no ser jerarquizado e institucionalizado. Para señalar lo que tanto los nihilistas como nostotros queremos destruir, se puede utilizar los términos “nación”, “ciudadanía,” “el público,” “las clases populares,” “sociedad de masas” o “sociedad del espectáculo”.

Tampoco queremos rechazar la misantropía, pero el juego de tachar a la sociedad como enemigo es confundir las instituciones y aparatos que estructuran la sociedad con las personas que la componen, o sea, confundir la prisión y los presos. Y aunque es cierto que ninguna cárcel funciona sin la participación de los encarcelados, echarles la culpa por su condición sería una gran estupidez.

La verdad es que la única opción inmediata que tiene cada individuo para negar la autoridad del Estado es el suicidio. Porque cualquier acto de resistencia conduce a uno a un grado superior de control, desde ciudadano normal a antisistema vigilado y desde ahí a preso común y desde ahí a preso en aislamiento de máxima seguridad donde no existe la posibilidad de contraatacar, sino sólo de sacarse los cordones de la zapatilla o las mantas de la cama y salir del juego. Al final, no funciona una cárcel sin presos, igual como no existe un Estado sin súbditos.

Planteado de forma individual, el único acto revolucionario es el suicidio (mejor llevándose algunos de los cabrones con nosotros al marchar). Porque, ¿en serio nos parece justificable distinguirnos de los demás, de las “ovejas ciudadanas” por el simple hecho de que a veces rompemos cosas? Nuestra posible participación en actos de sabotaje—incluso si estos son de lo más radical como por ejemplo poner bombitas de camping-gas—no niega el hecho de que en todos los otros momentos de nuestras vidas estamos colaborando con nuestra propia dominación.

Siguiendo este planteamiento hasta su absurda conclusión, tendríamos que exponer: el único anarquista coherente es el anarquista muerto.

Algunos sí lo creen, quizá de manera inconsciente con sus complejos de mártires; también desean ser anarquistas muertos y coherentes. Pero este callejón sin salida nos exige volver a pensar el punto de partida.

En este caso, la suposición fundamental es la de liberación individual. Es una idea que tiene su lógica. Hoy en día, cada uno empezamos aislados, solos. No tenemos compañeros y cómplices de antemano por el simple hecho de ser obreros, como podría ser en épocas pasadas. Emprender la lucha en estas condiciones requiere una gran valentía. “Lo más importante es comenzar de verdad”. Además, la concepción de política de masas de nuestros antepasados es claramente errónea. La idea de masas es autoritaria y está destinada al fracaso. Una masa con un solo pensamiento no puede pensar y luchar como es preciso. ¿Para qué sirven un millón de “anarquistas” con carnés de la CNT si toda esa masa puede ser desviada hacia el reformismo por un puñado de arribistas y politicuchos? La masificación atonta. No crea una fuerza revolucionaria a pesar de todos los millones que podría aglutinar.

Pues resulta que casi toda idea errónea se apoya en dicotomías falsas. El insurreccionalismo se justifica con unas cuantas. No sólo existen la lucha de masas o la lucha de individuos.

Apostamos por la siguiente visión: la liberación es un proceso colectivo vivido y definido de manera individual. Somos seres sociales y la libertad sólo tiene sentido en colectivo. Ha de ser común, porque yo no puedo tener una vida llena sin relacionarme con los demás y porque nadie es libre mientras algunos no lo son. Pero la libertad no parte de una ideología, no surge de la igualdad democrática ni de un interés de clase que supuestamente basta para todos. La libertad no nos la concede ninguna asamblea. Cada uno definimos nuestra propia libertad y cada uno vivimos la lucha de manera distinta con necesidades y deseos distintos. Perder el miedo es un paso importante hacia la liberación, y sin miedo nunca serás el esclavo de nadie, pero ser fugitivo no es lo mismo que vivir en libertad.

Aquí no se trata de un etapismo, una enajenación entre medios y fines, ni de esperar una utopía por venir. Cada momento de lucha tiene que basarse en este concepto de libertad: elegimos nuestro propio camino, pero buscando una expansiva red de relaciones subversivas, tanto con personas encaminadas en una lucha muy parecida a la nuestra como con personas que resisten de otras maneras. Elegimos como individuos ser libres y luchar contra el poder, pero realmente queriendo destruir al Estado y no meramente para vivir un antagonismo inmóvil e impotente. Una parte de nuestra lucha por la destrucción del Estado es la recuperación de la colectividad perdida. La dicotomía entre etapismo e inmovilismo (llamada “negación total”) es falsa. No responde a nuestra visión de lucha.

Soltando un poco la arrogancia, veremos que es imprescindible buscar complicidades, no tan sólo de cuatro colegas para poder salir de noche y romper cristales sino para todos los momentos de vida y resistencia. No basta, ni de lejos, con grupos de afinidad. Estamos hablando de reconstituir toda la sociedad, no como estrategia etapista para conseguir una futura libertad sino como manera de proyectar nuestros deseos por la libertad hacia el mañana y como manera de empezar a vivir y luchar ahora mismo.

Soltando un poco la arrogancia, veremos que nuestros pequeños sabotajes no nos libran de la crítica de colaborar con la dominación, no nos distinguen tanto de los demás. Veremos que hay muchas formas de resistencia y nunca seremos conscientes de todas ni conoceremos a todas las personas que las llevan a cabo. ¿No nos parece muy casual que casi todas las personas en nuestro entorno provienen de los mismos estratos económicos, tienen el mismo color de piel, hablan el mismo idioma y tienen más o menos la misma edad? (Cierto que muchos somos inmigrantes pero de una lista muy reducida de paises, todos culturalmente parecidos al estado español ). ¿Seríamos tan ingenuos de creer que es porque toda la gente luchadora comparte estas características demográficas? Suponer que somos los únicos que están luchando es prevenir el contacto subversivo con los demás y encerrarnos en una idea superficial de lucha.

Sí que hay ciertas cosas que nosotros hacemos mejor que nadie, pero hay muchos conocimientos de los que carecemos y que otras personas resistentes a la autoridad hacen mucho mejor que nosotros—personas que ni siquiera conocemos, o que igual hayamos conocido y tachado de refors o hippis. Reconocer que hay formas de lucha que no pasan por manifestaciones, ni sabotajes reivindicados es un primer paso para entender que la visión insurreccionalista de la lucha es parcial, que necesitamos valorizar otras formas de participación en la lucha, abrirnos a otros tipos de personas y tejer redes amplias de complicidad y solidaridad, no a través de la afinidad (esas ya las tenemos, aunque nos las podríamos currar más) sino de la diferencia.

Eso sería un paso real fuera del autoaislamiento y hacia una lucha fuerte y anárquica, sin masas ni centralización. Pero también habría que transformar la visión de la represión y la práctica antirrepresiva.

El insurreccionalismo en Barcelona no ha sido capaz de entender qué es la represión, cómo funciona y cómo responder a ella. En general, el análisis insurreccionalista de la represión ha sido el de un golpe o una serie de golpes que tratan de castigar al sector más combativo y disuadir futuros ataques. A esta visión corresponde la siguiente práctica de respuesta: conocer la lista de casos, reivindicar la libertad de los encausados y contraatacar para demostrar que la represión no ha conseguido sembrar ni miedo ni parálisis. O para resumir: ante la represión, seguir atacando. ¿Y cómo no? Diluir la combatividad porque haya habido consecuencias es un vergonzoso error, y uno cometido por la Organización y su Movimiento Libertario varias veces durante el siglo XX.

Pero la represión es mucho más que un golpe. Forma parte de todo un proceso de ingeniería social que pretende transformar el terreno para facilitar la vigilancia total y restringir las posibilidades de lucha. La parte represiva del proceso trata sobre todo de aislar a un sector subversivo de la sociedad. Los insurreccionalistas, en general, han facilitado su propio aislamiento, y además con un aire de soberbia y desprecio al ser los únicos en solidarizarse, dentro de un coyuntura producida tanto por ellos como por el Estado que está diseñada precisamente para asegurar que estén solos en su respuesta.

Haciendo los carteles con una cierta estética y lenguaje, invitando a unos y a otros no, secretismos, menospreciando u obviando la represión sufrida por los demás, no respetando los límites de los demás: todos estos elementos funcionan para asegurar que cuando los insurreccionalistas pidan solidaridad, sólo vengan sus colegas más cercanas. Luego, lo lamentan como prueba de que a nadie más le importa la solidaridad: es un caso patético de profecía autorrealizada.

La represión funciona así: antes de cualquier detención existe la campaña contínua del Estado de convertir a todas las personas en chivatos cívicos, individualistas1 insolidarios y bobos superficiales. Eso se consigue a través de la publicidad, los programas de televisión, las películas (que siendo seres sociales y simbólicos, resulta que para los seres humanos las narrativas son extremamente influyentes), el consumismo, las leyes, la competencia económica, aparatos estupefacientes como el Twitter y los móviles, etc.

Berlusconi, en Italia, dirigió el ejemplo perfecto de tal reestructuración social: antes de entrar en la política, consolidaba un poder mediático que perseguía esa transformación de los valores de la sociedad italiana para “quitar a los peces el agua.” De una sociedad solidaria y combativa que apoyaba a luchas contundentes en los '60 y '70—luchas apagadas sólo gracias al conjunto formado por el pactismo de los comunistas reformistas, del vanguardismo de los comunistas radicales y de una buena aplicación del terrorismo de Estado—se llegó en la década del 2000 a una sociedad consumista y superficial a la que no le importaba las prácticas totalitarias que utilizó el Estado para reprimir a los anarquistas; anarquistas que se quedaron solos y por lo tanto eran facilísimos de reprimir.

Si las personas con las críticas más radicales no intervienen para sabotear este proceso de ingeniería social, difundiendo contranarrativas y construyendo las bases materiales capaces de sustentar otra manera de existir, todos tendrán sólo dos opciones: o convertirse en idiotas superficiales para no quedarse aislados; o convertirse en rarezas que pertenecen a una tribu urbana u otra (una de las cuales serán los anarquistas).

Ya sin el obstáculo de una sociedad opaca y solidaria, el Estado puede ratificar y aplicar nuevas leyes que facilitan la represión. Y si a los radicales les parece reformista luchar contra nuevas leyes o si simplemente no se enteran de las maniobras del Estado, lo tendrá aun más fácil.

Ahora ha llegado el momento de represión, después de dos pasos (continuados pero también con anterioridad) que ignoran los insurreccionalistas, quienes consideran el hecho de estar solos en el momento de enfrentar la represión una mera muestra de su valentía y de la cobardía de los demás (menuda miopía).

El Estado da el golpe represivo y observa los resultados. Lejos de ser los únicos reprimidos en los últimos años, los anarquistas comparten este honor con independentistas, musulmanes, inmigrantes, gitanos y muchos más sectores de la sociedad. Cada golpe toca una nota distinta como si se tratara de un instrumento musical. Después de un golpe, se ve quienes están agitados, quién se está moviendo, como una cuerda de guitarra vibrando. Así el Estado puede trazar las afinidades, medir la amplitud de apoyo de cada reducto de resistencia y rellenar con más detalle su mapa de la sociedad gobernada, quitar aun más su opacidad con el interés de facilitar futuras incursiones en un territorio anteriormente hostil y hoy en día dócil. El efecto de esta continua operación de cartografía estatal es el de controlar cada vez más a la sociedad a través del aislamiento de cualquier subversión.

Esta operación de aislamiento debería ser de suma dificultad para el Estado, dado que la economía capitalista requiere que la sociedad esté cada vez más integrada y comunicada (sólo de cierto modo, claro está), y dado que gobernar siempre provoca resistencia e históricamente las sociedades siempre han sido hostiles a los estados. Qué triste, entonces, que el insurreccionalismo haya elegido entender a la sociedad como un terreno hostil cuando es justo este comportamiento el que facilita al Estado aislarlo. En el momento en que la sociedad es opaca para los anarquistas y transparente para el Estado, ya no hace falta hablar de lucha—ya habremos perdido definitivamente.

Con cada golpe represivo, el Estado puede intensificar el aislamiento de las personas subversivas, apartando a los detenidos, cansando a su entorno inmediato, señalando a los demás que son peligrosos (o al menos extraños e indeseables) y preparando el terreno para la siguiente oleada de reestructuración social.

La respuesta principal de los anarquistas frente a la represión debería ser la subversión del aislamiento y la superación del cerco constituido por la operación policial y mediática. Contraatacar es importante, y los ataques en estas situaciones sólo se pueden realizar con compañeros afines, pero el contraataque no debilita a la operación represiva y a veces hace caer sobre los compañeros más represión de la que pueden asumir. Estar atrapados en la necesidad de contraatacar como única respuesta a la represión lleva a una militarización del conflicto en que todo está reducido a cuestiones tácticas y las ideas anarquistas no pueden florecer.

Más importante es buscar complicidades y apoyo fuera del núcleo golpeado. El apoyo que viene de personas con quienes no compartimos una estrecha afinidad ni la misma forma de lucha no va a ser igual que el apoyo que viene de otros anarquistas combativos, pero tenemos que aprender a apreciarlo. Cuando las redes subversivas sean más amplias es cuando más posibilidades de resistencia tendremos y cuando el Estado estará más restringido en su intento de reprimir.

Hablemos en términos concretos. Digamos que la respuesta insu a un golpe puede llegar a convocar una mani antirrepresiva de 200 personas y que sea combativa. De momento, con tanto apoyo, se puede cubrir las necesidades inmediatas de los detenidos: gastos legales, cartas y visitas, etc. Más adelante, otras personas probablemente no se juntarán a estos 200. ¿Por qué? Por muchos motivos. Por la arrogancia y el secretismo dominante entre estos 200. Por el peligro que corre al meterse en un grupo reducido que se dedica al contraataque. Y no es que los demás sean cobardes, sino que las personas no se meten en asuntos peligrosos—y con personas no tan afines o conocidas además—si no entienden que tiene que ver con ellos. Y es cierto, deberían saber que la represión contra algunos es un golpe contra la libertad de todos. Deberían saber que a los que atacan hay que apoyarles. Deberían saber que hay que ponerse al lado de los que el Estado señala como los más malos. Pero se puede entender el porqué no están ahí. Para empezar, no se nace radical. Los medios siempre están sembrando pasividad y civismo y es preciso difundir nuestras respuestas. Además, no es que los insurreccionalistas sean en general el mejor ejemplo de solidaridad sin límites. A menudo actúan como si éstos fuesen únicamente sus presos, existen las competencias para mostrar quiénes son los más cercanos a los heroicos presos y eso crea dinámicas de secretismo y control de información, y luego tampoco es que se vea a muchos insurreccionalistas en las manis de apoyo a detenidos de otros ámbitos.

Se habrá notado que muchas más personas salieron a la calle para solidarizarse con anarquistas que participaron en espacios de lucha amplios que eran de evidente importancia para muchas otras personas, como los tres mil que salieron espontáneamente para tomar las Ramblas tras las detenciones en el caso del Parlament.

Entonces, se quedará en estas 200 personas. Pero el Estado de pronto sabe quiénes son casi todos. Se han apartado, revelado y ahora están controlados. En el mejor de los casos, siguen tomando las calles, atrapados en la única forma de solidaridad que conocen y reconocen. Los 200 se reducen a 100 por el aumento del riesgo. Quebrarán un gran número de bancos, desde sus manis o con ataques nocturnos, pero el Estado sabe más o menos quiénes son. Hay nuevas detenciones. Ahora no hay suficientes energías para escribir cartas o visitar con frecuencia a todos. Los detenidos quedan aislados y al salir de la cárcel, muchos están quemados y pierden su implicación con la lucha y con los otros compañeros. Todos perdemos su experiencia. Mientras tanto, pocas personas más allá del entorno anarquista se enteran de todo esto porque los ataques son clandestinos y las manis rodeadas por policía. Si se enteran, ven algo ajeno y ni siquiera sabrían como involucrarse: no aparecen maneras de participar para las personas que se encuentran afuera. Se aumenta la distancia psicológica entre los anarquistas y las demás personas y en el entorno la depresión se generaliza (otra prueba ignorada de la naturaleza colectiva de la libertad: cuanto más apartados de los otros seres humanos estemos, más deprimidos y desesperados nos volvemos).

Hay que decir que hay otros factores. Son ciertas las críticas que hablan de que en el entorno libertario existe miedo a la represión y este miedo se adueña de muchos compañeros, de que muchas personas se aprovechan de excusas baratas para desvincularse de las tareas agotadoras de la solidaridad, de que muchas personas dejan de participar en las asambleas antirrepresivas porque dejarlo es más fácil que seguir. Culpar a las prácticas insurreccionalistas por el fracaso de la solidaridad sería aprovecharse de un victimismo interesado. Por otro lado, culpar a los demás sin reconocer el autoaislamiento de la práctica insurreccionalista sería un acto de santurronería que exagera la pureza de la solidaridad entre los insus y, más grave aun, encierra al insurreccionalismo en el callejón sin salida adonde lleva una década pudriéndose, negando la posibilidad de salir.

Ahora imaginemos los resultados de otra respuesta a la represión. Al ocurrir el golpe, los compañeros eligen comunicar al máximo de personas posibles el por qué este caso represivo y la lucha que golpea son importantes. Invitan ampliamente a participar y respetan otras formas de participación. Vienen quizás 1000 personas. El número no es importante sino el hecho de que se está ganando apoyo entre personas que no se hubieran enterado (sino por la tele) y que estas personas se están acercando de alguna manera a una forma de lucha ilegal y anárquica que fue golpeada por el Estado. En otros momentos se realizan contraataques con alta visibilidad y pensados para ganar empatía con los que atacan y contra los represores. Dentro de las manis antirrepresivas, una parte va subiendo el nivel de sabotaje y combatividad, pero siempre con respeto para los demás, por ejemplo realizando sus acciones desde la parte de atrás de la mani, justo después de la mani o simplemente haciéndolo todo con mucha tranquilidad y cabeza.

En este caso, en el corto plazo puede ser que no haya tantos ataques, pero en el medio plazo puede que hayan más. Más importante aun es el hecho de que los compañeros hayan superado el cerco represivo que ha erigido el Estado. La policía lo tiene mucho más difícil para saber quiénes están realizando acciones ilegales y aun más difícil para aislarles y reprimirles. Muchas más personas están enterándose de la represión y apoyando una lucha combativa y anárquica: se están creando maneras de participar que no requieren estar en primera línea. No se trata de una masa grande, vacía e inerte sino de un entorno multifacético que apoya la combatividad de una manera difícil para el Estado de vigilar y entender.

No nos hagamos pajas mentales: también habrán muchos que se nieguen a participar porque les parecen malas las acciones ilegales de las cuales se acusa a los compañeros detenidos. Te puedes agotar currándotelo para informar y convocar a cien mil personas y que sólo vengan 400 o 40. Pero está bien. Sabremos quiénes realmente son solidarios y quiénes no si lo curramos en vez de suponer el porqué algunos no están. Y de los cien mil, sabremos con más precisión hasta qué punto son apáticos si buscamos su complicidad y su apoyo al menos simbólico. Además, no habremos perdido el tiempo informándoles de la represión, simplemente porque no vengan después a los actos solidarios. No lo hacemos principalmente para convencerles sino para que les llegue una perspectiva revolucionaria y no sólo la de la televisión. Que los demás se posicionen en relación a nuestra lucha, aunque de manera apática o antagónica, y no en relación a la paz social y las categorías sociales emitidas por la tele, ya es un logro.

Y con estos 400 o 40 más que vienen, habrá conflictos porque no tendrán las mismas ideas o experiencias de lucha. Por muy ciudadanistas que éstos sean, el conflicto que surge es bueno. Es este conflicto el que erosiona al ciudadanismo.

Como breve ejemplo imperfecto pero histórico, podríamos señalar la campaña solidaria por Amadeu Casellas. Se generó mucha más fuerza con un alto nivel de ataque creando un entorno de lucha con una multiplicidad de formas de participar y apoyar. Claro que había conflictos con elementos más izquierdistas pero eso hay que asumirlo—no decimos aceptar sino criticar mientras promovemos otra visión de la lucha.

Contrarrestar las narrativas criminalizadoras de la prensa. Intervenir contra la campaña de ingeniería social del Estado y contra las nuevas leyes represivas. Ampliar nuestras conexiones y buscar apoyos lo más amplios posibles cuando nos toca la represión. Justificar—no ante Estado sino ante los vecinos—que haya personas luchando de tal o cual manera y ganar apoyo para la lucha. (Se puede decir que los vecinos a menudo son cívicos o insolidarios. Es cierto. El vecindario es como otra institución más de control social. También la son los abogados, pero ante la represión los insus se acostumbran a mantener contactos con abogados medio afines. En un proyecto revolucionario ¿no sería más útil buscar un barrio solidario que un sistema jurídico solidario?)

Estas son respuestas precisas a la represión. Y de igual modo que los insurreccionalistas dicen, con razón, que ante la represión hay que seguir atacando, decimos que en todos los momentos es preciso desarrollar un modo de lucha que analiza y supera el aislamiento, entendiendo éste como una de las fuerzas más potentes del capitalismo. Para los anarquistas, superar el cerco no es una mera respuesta a la represión sino que tiene que ser una segunda naturaleza.

Contraatacar también es importante, pero los ataques tienen que responder a su propia lógica, no a una ciega necesidad de hacer por hacer.

 

Atacar es fácil, ¿pero atacar bien..?

Como anarquistas insistimos que el ataque tiene una lógica múltiple. No se trata meramente del propósito militar de destruir al enemigo. Si tal fuese su cometido, el fin justificaría cualquier medio, la estrategia nos exigiría una visión etapista de la lucha—de acumulación de fuerzas—y una idea de libertad aplazada—la de primero ganar la guerra y después la revolución. En tal planteamiento no queda lugar para las ideas anarquistas. Si el único propósito del ataque es el de destruir al enemigo, o se plantea una estrategia tradicional—o sea, maquiavélica y etapista—o se plantea una estrategia inmediatista—la de golpear con todas las fuerzas disponibles en el momento independientemente de si va a servir para algo. Por mucho que los insurreccionalistas promuevan una temporalidad no etapista sino de aquí y ahora, no será nada más que una estrategia militar inferior, destinada al fracaso. El siguiente paso lógico para los compañeros aferrados a esta concepción de lucha es el de renunciar a la esperanza de ganar y a la idea de revolución en sí (paso que toman muchos nihilistas y egoístas). En nombre de un anarquismo mal concebido, niegan la posibilidad de realizar la anarquía.

Para nosotros, el ataque es importante precisamente porque da un sentido transformador a todas las otras acciones que realizamos—acciones que descuidan la mayor parte de los insus y acciones que también traicionan las personas disidentes que dan un único enfoque a la parte creativa de la lucha. No existe ningún acto creativo que el capitalismo no sea capaz de recuperar si éste no va ligado a acciones de negación y destrucción. Para criticar al insurreccionalismo, recurrimos al gran insurrecto Bakunin que dijo que “la pasión por la destrucción es una pasión creativa.” Al pensar en la destrucción sólo como destrucción, los insurreccionalistas pierden toda su potencia. Los ataques brillan de belleza porque constituyen la destrucción de algo feo, algo que nos oprime, y porque abren una grieta para la creación de algo nuevo, algo nuestro. También tenemos que preocuparnos de la creación de nuevas relaciones sociales, las relaciones anárquicas.

Y a diferencia de los anarquistas de masas, insistimos en que el ataque es importante porque nos sana, nos permite volver a ser personas. Su beneficio a nivel individual es imprescindible, porque personas débiles y enfermas no pueden constituir una lucha fuerte. Pero eso no puede ser el último motivo para el ataque porque sanarnos, volver a ser personas, también pasa por lo colectivo, por la recuperación de relaciones de comunidad. Atacar para satisfacer nuestras angustias está bien, pero en sí no puede considerarse como lucha, mucho menos si va enmascarado en retórica vanagloriosa y poco real hablando de guerra contra el Estado.

Los ataques también provocan daños económicos a nuestros enemigos o perjudican la infraestructura imprescindible para la economía y el control social. La destrucción sola no puede acabar con el capitalismo. Por un lado, no se puede destruir una relación social sólo transformarla. Por otro, probablemente nunca seremos lo suficientemente fuertes para ejercer el nivel de destrucción adecuada. En la Segunda Guerra Mundial, las potencias capitalistas ejercieron un nivel de destrucción que nos supera completamente, redujeron las ciudades de Europa y Asia a cenizas, y a fin de cuentas todo el juego fue provechoso para el capitalismo.

Por lo tanto, el ataque como medida de destrucción material siempre requiere un planteamiento estratégico. ¿El blanco del ataque puede concedernos algo, como una empresa que está denunciando a compañeros por daños y que podría retirar su denuncia? ¿Es un momento de revuelta más generalizada y el sabotaje de la infraestructura rompería con la normalidad y entorpecería el control social?

Otro sentido del ataque es simbólico. Los seres humanos somos seres sociales y simbólicos. Los símbolos son muy importantes para nosotros. Ni el Estado ni la lucha son pensables sin recurrir a los símbolos que comunican las normas y su subversión a las personas. Que un ataque sea simbólico no le quita su importancia. Pero deberíamos pensar bien el simbolismo. Un ataque se convierte en símbolo de nuestra fuerza o de la fragilidad de la paz social. Puede señalar un enemigo o visibilizar nuestra ira. En este sentido, lo más importante no es el nivel de daño que se provoca sino su visibilidad—que los efectos sean visibles el día después o que otras personas vean el ataque en el momento de realizarlo. Un ataque con carta bomba, del cual sólo se enteran la policía y el puñado de compañeros que leen la página web del gueto donde se sube el comunicado, tiene mucha menos fuerza simbólica (y económica también, probablemente) que un ataque al mediodía con mazos.

Luego, un ataque con bomba o con fuego—sobre todo la primera pero siempre dependiendo de cómo se realiza la acción—puede comunicar a los demás que no importa a los autores si una tercera persona resulta herida como daño colateral. Subrayamos: depende totalmente del nivel de precaución, cabeza y tranquilidad con que se prepara y realiza el ataque.

Un ataque con explosivos también comunica a la sociedad una distancia material entre los autores y los demás. Cualquier persona puede quebrar un cristal a martillazos o prender fuego a un contenedor pero alguien que fabrica y coloca bombas ha pasado necesariamente por un proceso de especialización. Habrá que preguntar: ¿Es éste el mensaje que se quiere enviar? Pero con demasiada frecuencia, al menos según las posturas en los comunicados publicados posteriormente, los autores sólo están pensando en enviar un mensaje al padre Estado, gesto bastante inútil, poco estratégico según criterios anarquistas y rematado con aromas de adolescencia frustrada.

Claro que es necesario aprender nuevas técnicas y recuperar prácticas de sabotaje y armas de lucha, pero los insurreccionalistas que ponen las bombas en la cima de una escala táctica, a pesar de que a menudo es una forma inferior de atacar, obvian las valoraciones estratégicas. Si de antemano los bombazos son las acciones más chulas—o “radicales”, utilizando el lenguaje disfrazado y sin criterio revolucionario alguno (¿acaso los capitalistas musulmanes de Al Qaida son la corriente más radical de la lucha anticolonial hoy en día?)—y cualquier persona que las critique es tachado de cobarde o refor, se crea un ambiente en que es imposible valorar si una acción concreta aporta algo a la lucha. Realidad aun más triste considerando que esta táctica en particular conlleva las mayores posibilidades de tragedia si está mal pensada.

Por último, los ataques pueden generalizarse. Siendo reproducidos por personas ajenas, los ataques constituyen una manera de crecer en fuerzas sin crear un partido autoritario, ni adoptar una lógica cuantitativa de lucha, ni esperar a una fuerza siempre por venir antes de empezar a atacar.

Así que es importante concebir los ataques de una manera que sean fáciles de reproducir. Los compañeros de Grecia han tenido probablemente el mayor éxito en este asunto, y las lecciones estratégicas extraídas de ahí se han aplicado en otros paises mucho más pacificados con resultados parecidos—aunque a una escala menor, claro está— demostrando su eficacia.

En Grecia fue un proceso de muchos años y de constante participación en las luchas sociales. En ciertos momentos los compañeros formaron bloques en las manifestaciones, con sus propias pancartas y su propia propaganda para ganar una visibilidad anarquista, y en otros momentos atacaron desde los espacios masivos, apalearon a los antidisturbios o tiraron basura, piedras o molotov, según la fuerza ambiental del momento. Hay una consideración importante: una intuición social o sensibilidad hacia la receptividad o humor de los demás. Los enfrentamientos se llevaron a cabo sin miedo de crear conflicto o ser los malos, pero calculados para no superar la tolerancia de la otra gente tanto para crear una situación tan desfasada en la que todos acabaran huyendo. O sea, quedar en conflicto y no quedar solos: una tensión muy importante que los insurreccionalistas de Barcelona no han identificado. Un elemento importante de esta tensión es el saber y aceptar que hay momentos en los que es mejor simplemente estar ahí y no atacar.

Paralela a la línea de participación conflictiva en los movimientos sociales es la línea de ataque autónomo: la de elegir momentos propios para juntarse, realizar un ataque y desaparecer. A menudo, tales ataques en Grecia tuvieron lugar a plena luz del día, con cincuenta encapuchados destrozando bancos y tiendas de lujo durante cinco minutos y dispersándose poco despúes. El hecho de realizarse durante el día los convierte en ataques de alta visibilidad que entran fácilmente en la conciencia de los demás. Y muchos tenían un carácter social, por ejemplo los saqueos a supermercados y posterior redistribución de la comida robada.

Ser los malos durante muchos años llegó a crear un panorama en que eran acontecimientos comunes en la sociedad y en un momento, cientos de miles de personas se los apropiaron como armas propias para expresar su rabia contra el sistema. Se generalizaron.

Quedan unos puntos por subrayar. Esta experiencia insurreccional tiene poco que ver con el trayecto de grupos clandestinos que posteriormente se convertieron en símbolo de la lucha anarquista en Grecia. La clandestinidad ofrece otras posibilidades pero no jugó un papel importante en la generalización de ataques. De hecho, una gran parte de compañeros insurreccionalistas en Grecia criticaron duramente a Lucha Revolucionaria cuando a finales de diciembre de 2008 y principios de enero de 2009 dispararon a unos policías en Atenas. Su crítica no iba en contra de la violencia sino que se destacó que durante el mes anterior toda la sociedad estaba ejerciendo un alto nivel de violencia contra la policía y el ataque espectacular con subfusiles—armas que muy pocos tenían al alcance—sólo podía profesionalizar y limitar la lucha.

La clandestinidad puede permitir la realización de ataques más complejos y peligrosos, o la simple supervivencia en casos de extrema represión, pero en Grecia y en la historia revolucionaria más amplia siempre ha sido un fracaso en cuanto a la generalización de la lucha. No puede ser de otra forma, dado que la clandestinidad es un tipo de autoaislamiento. Lejos de ser glorificada debería ser reservada para casos de necesidad.

Otro punto importante es que aunque la insurrección—y por lo tanto las acciones anteriores—eran transformadoras, no arraigaron las ideas anarquistas o nuevas relaciones sociales. Y aunque la insurrección creó la fuerza necessaria para ganar a la policía en la calle y poner en duda la capacidad del ejército de suprimirla, los anarquistas no tenían planes para ir más allá, así que la insurrección se quedó en la destrucción de bancos y comisarías—los blancos de los anarquistas como siempre, demostrando una nula capacidad de adaptación para aprovechar la situación e ir a por el todo.

Si hablamos de la generalización de los ataques, igual deberíamos poner un enfásis idéntico en la generalización de las ideas anarquistas y los proyectos que nos permiten poner en práctica las relaciones anárquicas. Las insurrecciones de la última década han dejado claro que los ataques solos no bastan.

Pero tal y como está el patio, es poco probable que el insurreccionalismo en Barcelona, tal y como está pensado, consiga una generalización de la combatividad. Los ataques no se extenderán si están mal realizados. Habrá que tener más cabeza, admitir que hay momentos para atacar y momentos para estar sin más, reconocer y desarrollar el aspeto social de los ataques y sobre todo cuidar bien a los compañeros en vez de tirar mierda o perjudicar a los nuestros por pura chapucería.

A pesar de todo, es probable que los ataques se extiendan en los años venideros. Pero será gracias a la crisis, sin un buen fondo de ideas, basado en una angustia sobre la precariedad de turno y no en un rechazo del sistema en su totalidad. Habrá los insurreccionalistas que lo reivindiquen como un triunfo de sus prácticas, pero no será nada más que un oportunismo inconsciente.

Sin transformar bien las prácticas anarquistas, las formas de rebeldía que se siembran hoy en día desaparecerán con la crisis.

 

Las malas prácticas de seguridad

Sería un momento oportuno para decir cuatro cosas sobre la seguridad. Claro que a los insurreccionalistas que tienen prácticas de seguridad bien curradas no se les nota porque—claro—lo hacen bien y no cantan como pájaros. Pero hay una parte que tiene prácticas vergonzosamente descuidadas. Y si los paladines del ataque no conocen buenas técnicas para organizar bien y discretamente sus ataques, ¿quién las va a conocer?

Estamos hablando de llevar móviles a reuniones (mostrar al Estado quién se ha juntado con quién), llevar móviles y apagarlos todos en el momento de la reunión (mostrar quiénes estaban y que se estaba hablando de cosas ilegales), llevar móviles con la batería quitada durante acciones (si es una acción de la cual se va a enterar el Estado, darle una lista de sospechosos, siendo todas las personas con móvil apagado durante cierta hora). Parece que estamos tratando con personas que no pueden dejarlo en casa porque no saben caminar por las calles sin él.

A continuación: reunirse para planificar acciones en centros sociales, ateneos u okupas conocidas (entregar los detalles de la reunión directamente a la policía), decir cosas en voz baja o subir la radio durante una reunión (hacerlo más dificil para los propios compañeros para escuchar, pero no a la policía, cuyos micros son superiores al oído humano), expresar en palabras lo que otro compañero está intentando expresar con gestos o escrito en papel, como si se tratara de niños que están aprendiendo a leer y no tienen otra que decir en voz alta cada línea de letras escritas que les pasa por los ojos (entregar las detalles más peligrosos directamente a la policía), no criticar a los compañeros cuando hacen estas cosas (crear un buenrollismo que da buenrollo, sobre todo, a la policía), y suponer que el hecho de que no ha habido detenidos significa que la policía no estaba escuchando (creer en una visión de prácticas represivas que caducó en el siglo XIX).

También se podría decir acerca de la seguridad en las situaciones callejeras: en la edad de las grabaciones multitudinarias, taparse la cara sin cambiar la capa exterior de ropa, o estar todo el rato tapando y destapando la cara según el nivel de peligro que se siente en el momento, no sirven para mucho; la puntería se practica antes de la manifestación y si la puntería es tan mala que tiene más probabilidad de dar con un peatón u otro manifestante, no se deberían de tirar cosas peligrosas (a cambio se podría llevar la mochila, que no todos pueden ser Rambo); si uno se pone tan nervioso en situaciones de alboroto que entra en una visión túnel, no ve a su alrededor, no sabe respirar hondo y calmarse y, es capaz de romper cristales a un metro de niños de cuatro años o, quién sabe, atropellar a un viejo en una silla de ruedas, seguramente debería llevar la pancarta o un espray en vez de un martillo y deberían ser sus amigos y compañeros más cercanos los primeros en decírselo.

Tener que repetir cosas tan básicas a estas alturas es vergonzoso.

Y estas carencias no son culpa de los insus. Son generalizadas en el entorno. Pero hay que preguntarse, si los insus no han mejorado estas prácticas ¿qué es lo que han estado haciendo?

Se debería ir más allá: desarrollar tácticas contra la vigilancia, que incluyan practicar maneras de esquivar seguimientos al ir a ciertas reuniones o emplear métodos para detectar o neutralizar los micros más discretos e invasivos, como los que plantó la policía italiana en las mochilas o zapatos de compañeros, ya hace diez años.

 

Una crítica vaga

El insurreccionalismo ibérico de los '90 surgió con críticas acertadas al inmovilismo, burocratización, pacificación, insolidaridad y obrerismo del ámbito libertario dominado por la CNT de entonces. Entre ciertos grupos ese rechazo evolucionó hacia otras corrientes más desarrolladas, incluso un ecologismo anti-civilización, varios feminismos radicales, un nihilismo pesimista (distinto al nihilismo revolucionario de, por ejemplo, CCF), varias sectas de marxismo diluido y libertario, alguna corriente que da muestras de los principios de una crítica profunda al colonialismo, un activismo híbrido entre progresismo e insurreccionalismo (una parte de la cual tiene el marxismo diluido de los appelistas) y hasta unos grupos de la CNT renovada con algunas críticas insus. No siempre ha sido un camino fructuoso simplemente por ser una evolución. Lo importante es que estas corrientes pasaron página después de la postura necesaria de rechazo a la hegemonía de una visión caducada hasta podrida del anarquismo (aunque algunos puede que pasaran página hacia atrás, vease “un activismo híbrido...”) para desarrollar lógicas propias de lucha.

Pero algunos quedaron en esta postura de rechazo, desarrollando un insurreccionalismo más puro, editando otro libro de las notas de alguna conferencia de Alfredo Bonanno, montando otras jornadas anticarcelarias, publicando otro periódico reconocible más por su estética y tono que por su contenido, de hecho las palabras se desvanecieron poco después de ser leídas, dejando atrás sólo un humo de vituperio...

No se trata aquí de personas determinadas, ni siquiera de una corriente determinada, sino del hecho de que se creó así un tipo de martillo ideológico y ha sido este martillo, el deseo de manejarlo o el miedo de ser golpeado por él, que ha mantenido mínimamente unidos todas las corrientes distintas en el segmentado y dispersado entorno libertario. Y es este martillo, este insurreccionalismo puro, que siempre ha padecido una crítica vaga, constituyendo así más un estorbo para la lucha que un impulso hacia prácticas e ideas siempre mejores.

Podemos empezar con su crítica al trabajo, visto en escritos como “abajo el trabajo” y en las propuestas y carencias de periódicos como Antisistema. Hacía falta una crítica al obrerismo del anarquismo oficial y al ensalzamiento de la clase obrera y sus organizaciones de masas, una crítica a la meta de un trabajo productivo pero autogestionado y de una organización industrial supuestamente para nuestro bien. También hacía falta la exploración de ideas egoístas, feministas, situacionistas, ecologistas y anticoloniales sobre los conceptos de trabajo, producción, disciplina, indolencia, placer, deber, deseo y necesidad. Pero el insurreccionalismo simplemente se tiró al otro extremo de la misma piscina en la que estaban nadando los obreristas, evitando así las cuestiones complejas sobre cómo sobrevivir dentro del capitalismo, cómo luchar en el lugar de trabajo implantando una crítica al trabajo mismo, cómo relacionarse con las organizaciones sindicales y cómo reemplazar las relaciones mercantilizadas.

En toda esta evasión teórica, el insurreccionalismo en Barcelona fue fuertemente subvencionado por el movimiento okupa y la relativa autonomía que le facilitaba el Estado desde una estrategia de pacificación y agotamiento para evitar más conflictos como el provocado por el desalojo del Cine Princesa en '96. Metido en la okupación, el insurreccionalismo no tenía que preocuparse con las problemáticas del trabajo. Hubiera podido currarse más el reemplazamiento de las relaciones mercantilizadas, profundizando y defendiendo la autonomía cedida y así abriendo una nueva línea de ataque contra el Estado, pero no se hizo más que lo mínimo, siendo el insurreccionalismo ibérico una postura congelada de rechazo y no una práctica dinámica de liberación.

Su crítica a la organización también ha sido vaga.

Nosotros no creemos que sea una cuestión simplista de formalidad o informalidad, sino de cosmovisión, de las relaciones sociales en el fondo, de la singularidad o redundancia de las organizaciones y de la unificación o fragmentación del entorno anarquista (la singularidad y unificación siendo encaminados al autoritarismo, la redundancia y fragmentación constituyendo un caos creativo, libertario e inteligente que puede abarcar organizaciones formales sin peligro de que éstas se apoderen del entorno).

No obstante, el insurreccionalismo ibérico ha apostado por la informalidad y dentro de su propia lógica lo podemos criticar. Inmovilizado por la postura de clandestinidad y secretismo y rematado por la pereza, el insurreccionalismo en Barcelona no ha dejado ningún legado de efectiva coordinación informal. Tampoco ha difundido ningún avance en la práctica de profundizar la afinidad, dejando a ésta convertirse en un fácil amiguismo. O sea, ni siquiera ha llegado a lograr su propuesta organizativa tan poco ambiciosa.

El hecho de que muchos ex-insus hayan vuelto a experimentar y hasta implicarse en proyectos de organización formal demuestra un fracaso—no la derrota de la informalidad y el triunfo de la organización formal, sino el fracaso de no realizar ninguna propuesta de informalidad currada que pueda competir con las organizaciones formales no en un plano abstracto sino histórico, avanzando la teoría anarquista con nuevas experiencias.

Luego, los insurreccionalistas han contribuido realmente poco a desmontar todos los mitos de la organización formal y sus supuestas ventajas. Es irónico que este curro de argumentación histórica ha sido realizado sobre todo por personas como Miquel Amorós y Agustí Guillamon, quienes, por mucho que discrepemos con su crítica al insurreccionalismo, han hecho mucho para revelar el papel reformista de la CNT en las épocas anteriores.

En el momento de definir al enemigo, el insurreccionalismo no ha hecho nada más que atrincherarse en la vaguedad. ¿Es que no pueden entender que el “no queremos cambiar el mundo, queremos destruirlo” no significa nada? ¿Que sólo se trata de una pose?

Hay distintas maneras de definir el mundo. Todas las definiciones corrientes entienden algo como el planeta, la tierra, el universo, “todo lo que se puede ver,” o como mínimo el conjunto de la vida humana. En todos estos casos, si eso es lo que quiere destruir el insurreccionalismo, está malgastando su tiempo en el entorno anarquista. Tiene que juntarse enseguida con el ala derecha de los capitalistas y perseguir la guerra contra el capitalismo verde. Así es la única posibilidad que tendría para realizar la destrucción del mundo.

O tal vez con “queremos destruir el mundo” ¿se refieren a una cierta construcción del “mundo” o de la “humanidad” según una crítica foucauldiana? Vaya, pues entre toda la literatura y el accionar insurreccionalista que hemos visto a lo largo y ancho del estado español jamás percibimos un análisis de la inmanencia constructiva del poder ni de cómo éste se apoya en la discursividad y en una institucionalidad con concreta procedencia histórica.

¿O acaso no quiere destruir el mundo, sino apoderarse de una apariencia seudo-radical y poder condenar cualquier cosa desde un Monte Olimpo de la pureza? Es destacable que aquí se trata de una actitud extrema, una pose de rabia constante y no de una crítica radical. Para salir de su superficialidad y desarrollar unas ideas que merecieran tal nombre, tendrían que identificar qué de todo lo existente quieren salvar y qué exactamente es lo que quieren destruir.

Pero eso no conviene al insurreccionalismo. Admitir que hay algunas cosas existentes que no quieren destruir no es tan chulo. Al menos en Barcelona rehusó el convertirse en una práctica profunda. Prefiere ser el martillo de un ambiente paralizado, una mera postura. Irónicamente, esto le ha aferrado a un pacifismo bien disfrazado. Negando definir bien qué es su enemigo y qué realmente desea, congelándose en rabietas impotentes contra un abstracto e intocable “todo”, es capaz de destruir realmente poco más allá de cristales.

Para concluir el retrato de su vaguedad teórica, mencionamos la búsqueda de un sujeto revolucionario. Es curioso como los insurreccionalistas acertaron en rechazar el simplismo dogmático del marxismo-leninismo y su sujeto revolucionario, esa categoría demográfica esencializada que la vanguardia tiene que identificar y dirigir hacia la revolución, pero luego, padecieron su falta de aliados e iniciaron la búsqueda de un nuevo sujeto. En principio fueron los presos, que glorificaron e intentaron organizar, radicalizar y seguir a la vez. La gran decepción por el fracaso de lo que ahora se tilda de “presismo” pone en evidencia que no se trataba de una sincera solidaridad con los presos, entendidos como personas complejas e imperfectas como nosotros, que a veces luchaban y a veces se rendían, y podrían ser radicales o reaccionarios, compañeros o farsantes. Al contrario, se trataba de una operación ideológica de ensalzar a un sector social lo suficientemente demonizado para distinguirse de los populistas que sólo enaltecían a obreros, a la clase media o a personas corrientes, y luego de endilgar a este sector visto de forma romántica, el deber de destruir el Estado.

Incluso las nuevas corrientes en Barcelona que se llaman nihilistas o individualistas—estos últimos sin saber o importar que el individualismo siempre ha rechazado el concepto de sujeto revolucionario—se han unido al juego, apostando por los “jóvenes criminales”. (Para clarificar, no nos referimos aquí a la corriente nihilista que lleva bastantes años predicando en el entorno insu, sino a las nuevas expresiones de ésta). Si creen que entre los jóvenes criminales no existen también normas de conformismo, opresión del colectivo hacia el individuo, nuevas y creativas formas de estupefacción, posibles compañeros y enemigos como en cualquier otro sector social (menos un par constituidos puramente por enemigos), es porque no conocen ninguno.

Cualquier abstracción de una multitud o una colectividad es un acto de violencia. Mientras algunas violencias sirven, la violencia hacia una colectividad que en teoría se compone de aliados o afines es una manera de constituir el autoritarismo.

Las categorías son rudas imprecisiones que atropellan a la naturaleza caótica de las cosas. Si las utilizamos conscientes de que son mentiras convenientes, está bien. Eso es lo que tiene el lenguaje. Pero si exigimos que nuestras categorías soporten el peso del dogma, es un atentado contra la libertad de los seres categorizados y el comienzo de una guerra contra la naturaleza.

Al buscar un sujeto revolucionario, los nuevos nihilismos e individualismos dentro del insurreccionalismo pierden la mejor aportación teórica que trajeron el nihilismo y el egoísmo.

 

Atado y bien atado

Como manera de preservar sus evidentes carencias, muchos compañeros insus ejercen un tipo de bullying hacia los demás, siempre alzando la bandera de valientes y mártires, dando a entender que son los únicos que luchan de verdad o al menos los que luchan de manera más “radical” (confundiendo ésta con “arriesgada”) y tachando a todos los que se diferencian de ellos de cobardes, vendidos e incoherentes o como mínimo, de menos importantes. La función de este bullying es hacer que todos los compañeros de carácter más incontrolable entren en su línea o al menos que no hagan una crítica abierta a ellos por miedo a ser cuestionados. Y los compañeros dedicados a la lucha pero de carácter menos combativo están silenciados de antemano, porque el único criterio que reconoce el insurreccionalismo es el afán de atacar aquí y ahora y del modo más simbólicamente contundente posible (en vez de contundente a nivel económico, estratégico, táctico, social, etc.). Tomando esta postura poco discreta, se quedan con la fama del conjunto de ataques anarquistas llevados a cabo contra el Estado, aunque muchas de tales acciones las realizan compañeros que comparten poco la línea insurreccionalista. Pero no se les puede disputar este monopolio de ataques sin arriesgarse reconociendo la participación en actos ilegales. Así que las personas con la postura menos discreta se apoderan del privilegio de hablar en nombre de toda la ofensiva anarquista.

En Barcelona, al menos en los últimos años, este problema se ha suavizado bastante. Ciertos sectores han aprendido a relacionarse un poco mejor con los demás (quizás, irónicamente, gracias a las experiencias del 15M) mientras otros se han autoaislado. Pero este cambio no ha sido suficiente para borrar una dinámica que se creó durante años. En parte porque muchos compañeros de otras corrientes optan por el buenrollismo, el cotilleo y el atacar por la espalda y así van construyendo fantasmas del mal insurreccionalista siempre donde imaginen que alguien podría tener una crítica de ellos. Y en parte porque no paramos de bombardearnos por la santurronería de compañeros insurreccionalistas en otros paises, a través de la lectura de comunicados en internet o la edición de textos. La arrogancia que nos viene de otros contextos sigue alimentando la figura del insurreccionalista despiadado con su martillo. Por una parte, no es nada justo con los insurreccionalistas que han mejorado bastante su práctica en este aspecto. Por otra parte, tampoco es que ellos hayan rectificado ni critiquen la triste arrogancia de sus afines en otros paises, si no que a menudo la glorifican. Así también pueden aprovechar de su martillo ideológico sin hacer el trabajo sucio de tratar mal a otros compañeros.

Mucho más allá de Barcelona, la facilidad para ejercer el bullying en el entorno anarquista indica una interiorizada dinámica patriarcal. La violencia proletaria—entendida como la autodefensa, el sabotaje y el ataque contra todo lo que nos oprime—es patrimonio de todos, y por lo tanto rechazamos por completo el argumento esencialista de que luchar con violencia es patriarcal en sí. Aun así, al menos una parte de la corriente insurreccionalista sí que ha caído en hacer un fetiche de la violencia, hecho que va de la mano con una reproducción de la cultura patriarcal. Además, muchos de estos compañeros menosprecian o invisibilizan otras maneras de participar en la lucha, como pueden ser limpiar los centros sociales, cocinar para comidas populares, escribir a presos, apoyar a compañeros quemados o traumatizados, transmitir la experiencia colectiva y la memoria histórica, conectar a las distintas generaciones en lucha, desarrollar una comunicación sana, crítica y cuidadosa entre compañeros, difundir una cultura libertaria, recuperar conocimientos útiles para la autogestión de la vida y muchas cosas más.

Pero de todo lo que no es romper o quemar casi ni se habla y nunca se enaltece. Los actos de destrucción son imprescindibles, queda claro, pero en sí no forman una lucha revolucionaria. Los compañeros en Grecia llegaron a quemar casi todos los bancos y comisarías del país y no fue suficiente. Los compañeros en Egipto ejercieron un nivel de violencia igual o superior contra el Estado, pero pocos años después se ha revelado que gran parte de los supuestos compañeros de lucha (no los anarquistas sino los otros que salieron a la calle) en un momento están reproduciendo las tácticas insurreccionalistas y en otro momento pueden manifestarse a favor de un gobierno militar o violar en masa a compañeras en la plaza supuestamente liberada. ¿Por qué tendríamos que repetir los mismos errores cuando otros ya nos han mostrado, por su valentía y el desarrollo avanzado de su lucha, que el camino que seguimos se convierte en un callejón sin salida?

No es suficiente hablar de ataques. Ha quedado comprobadísimo que no se puede destruir el capitalismo sólo con violencia. Pero quien hace esta afirmación se expone a la crítica insurreccionalista de que uno es débil o está intentando pacificar la lucha. Se trata de un tipo de juego de machistas adolescentes que se enfrentan con un peligro inminente que no pueden esquivar por miedo a ser tachados de cobardes o maricones.

Y el insurreccionalismo en Barcelona ni siquiera habla del patriarcado, como si éste no tuviera importancia en una lucha contra toda autoridad. Parece que una gran parte de los compañeros insus ignoran la imprescindibilidad del patriarcado para el desarrollo y el mantenimiento del Estado y del capitalismo (como si no tuviera suficiente mérito para ser combatido por las formas de opresión que le son propias).

Su lucha padece esta carencia de crítica al patriarcado. Se reproducen dinámicas de comunicación que obstaculizan la autocrítica y el apoyo y cuidado solidarios hacia los demás; se facilita la competencia, el sectarismo y el tirar mierda a otras lados para siempre ser los mejores; se queda atrapado fácilmente en callejones sin salida por puro orgullo; y se tiende a una lucha parcial que no identifica una fuente importante de opresión en nuestra sociedad. Faltando esta crítica, son más capaces de reproducir jerarquías patriarcales y los abusos correspondientes, realidad que daña o agrede a compañeras de lucha y que debilita todo el entorno.

La falta de análisis sobre la importancia del patriarcado y su relación histórica con el Estado y el capitalismo tampoco sorprende, dado que el insurreccionalismo en Barcelona, con importantes excepciones, ha tendido a las ideas panfletarias y a un anti-intelectualismo que no sólo rechaza las intervenciones académicas en el terreno de la lucha (posición importante) sino también la teoría, la profundización de las ideas y la lectura más allá de las historias de heróicos combates librados por mártires pasados. Sí que en los últimos dos años cierto periódico ha publicado artículos más elaborados de lo acostumbrado, pero en general el insurreccionalismo en Barcelona no ha promovido el desarrollo teórico y analítico.

Puede ser que lo peor de todo esto es que se expresa con un tono de soberbia que no hace sino obstaculizar la comunicación, la autocrítica, el debate, la extensión de la solidaridad, la búsqueda de nuevas complicidades, la propaganda, en fin, la lucha en sí. A veces da la impresión de ser un tipo de hibridación entre Napoleón y Cristo, llevando a cabo su cruzada tan solitos, unos pocos, ellos contra el mundo porque todos los demás son unos miserables y ellos, pobres, han decidido humildemente no retroceder.

Aun peor cuando los anarquistas tenemos bien poco de lo cual estar orgullosos. Una cosa es la arrogancia cuando se está ganando (y aun así puede ser inoportuna). Otra cosa es la arrogancia dentro de la miseria.

 

En conclusión...

Vemos que el insurreccionalismo, tal y como se ha puesto en práctica, ya no tiene mucho que ofrecer. Su aporte más importante, la actitud de combatividad, ya se ha ido de las manos. En las manifestaciones y las huelgas, si el clima lo favorece, no es una minoría revolucionaria que está tirando piedras y quemando bancos, sino muchos más.

Y los ataques en momentos de paz, los sabotajes nocturnos o diurnos, ya hace tiempo que no pertenecen a ningún “sector” concreto, por mucho que les gustaría a ciertos insus creer que fueron los únicos en primera línea.

Tristemente, la única salida del insurreccionalismo dentro de su propia lógica es captar una superioridad simbólica a través de acciones más atrevidas—pero no necesariamente más destructivas, ni a nivel económico ni a nivel de ruptura social que pueda o no provocar una acción. Dado su rechazo a lo social, su convicción por dejar intactas las relaciones de obediencia y espectacularidad, no buscan complicidades ni conflictividad en la calle, sino que recurren a su terreno preferido de clandestinidad y por lo tanto de profesionalización de las acciones.

Ya hemos visto a dónde lleva este camino. Con una profesionalidad chapucera—la norma en el estado español hasta hoy en día—lleva a la rápida represión sin un fortalecimiento de la lucha sino mas bien su agotamiento. Y con una profesionalidad bien currada, llega a un proceso de varios años de espectacularidad y autoaislamiento de la lucha antes de que la represión ponga fin al trayecto.

No es una cuestión de las tácticas escogidas sino del planteamiento que les da vida. Hay casos en que sí que se basaron las acciones en un planteamiento estratégico y bien pensado, verdaderamente radical en cuanto a como afilar la lucha, pero tenemos la sensación de que más a menudo el planteamiento respondía al trayecto espectacular y vanguardista que acabamos de trazar.

Ya predecimos que habrán los que respondan a esta crítica diciendo que estamos avanzando una postura pacificadora, que estamos atacando el único sector que realmente está luchando.

Serán los graznidos de a los que les ha abandonado la razón. Confundirán las palabras aquí escritas por claudicación y a sus autores por cobardes, cuando siempre hemos luchado a su lado, hemos perdido compañeros, hemos vivido la represión y seguimos adelante, pero insistimos en buscar el camino radical no en posturas congeladas sino en la autocrítica y la experiencia, para no volver a repetir los mismos fracasos año tras año.

Por último, pedimos disculpas a los compañeros que se identifican con el insurreccionalismo, que no se ven reflejados en las críticas que exponemos aquí y que han encontrado en el insurreccionalismo algo que les ha nutrido en su lucha, algo que no éramos capaces de ver.

En solidaridad,

unos anarquistas de Barcelona

 

Epílogo a la seguna edición

Ahora notamos con curiosidad como en la primera edición, al hablar de la multiplicidad de los insurreccionalismos, desatendemos a los compañeros franceses. Aunque ignoramos bastante la situación de nuestros vecinos gálicos—aparte de la crónica de casos represivos que sí que traspasa la frontera—a través de la óptica de unos paletas que no controlan el francés, parece que la voz más lúcida del insurreccionalismo francés sería la revista A Corps Perdu, colección infrequente de textos con notable base teórica e histórica, diestramente traducida al castellano.

El último número, no. 3, es de lejos el mejor, fácilmente superando a cualquier texto insurreccionalista en castellano de producción autóctona (de los cuales quizás sólo “Afilando nuestras vidas” y “Abajo el trabajo” merecen ser preservados por la historia, y no tanto por su calidad en sí sino por su relación a las luchas de la época). En calidad lo podríamos comparar con Ai Ferri Corti (texto tan lúcido que hasta Proletarios Internacionalistas le rendieron respeto). Si éste es un esbozo poético de las pautas y el espíritu de la insurrección (haciendo en un capítulo una crítica inexplícita pero muy directa del informalismo de Bonanno), no. 3 es un detallado análisis bien arraigado de varias revueltas concretas de la última década, desde Argentina hasta Grecia. Si a veces se puede acusar al insurreccionalismo de ser una mera postura, en las páginas de Ai Corps Perdu es claramente una proyectualidad conflictiva.

Basándonos claramente en una valoración de mucho respeto hacia la obra de los compañeros, queremos entrar en dos puntos de discrepancia que—aunque de menor importancia dentro de su obra en sí—para nosotros son fallos claves del insurreccionalismo, tanto aquí como en algunas otras partes.

El primero trata del asunto tan central en el insurreccionalismo como es la afinidad. En la revista, página 26, argumentan el dogma tantas veces repetido: “La afinidad tiende hacia una calidad de las relaciones entre compañeros”.

Insistimos que este argumento es falso y que tanto la historia de nuestras luchas como la práctica cotidiana comprueban que es falso. La afinidad sola lleva al estancamiento. Son precisamente los intentos de llevar la solidaridad más allá de la afinidad que dan a las relaciones de afinidad la posibilidad de crecer y madurar. De igual modo en que no es posible crear una libertad alternativa dentro del capitalismo, la afinidad actualmente no es capaz de sostenernos. Tarde o temprano, también nos pudriremos dentro de nuestros grupos informales. Llegaremos a escisiones o distanciamientos al final superficiales o banales (no tan absurdas como las escisiones de las federaciones formales, pero igual de trágicas). Dentro del capitalismo, incluso la amistad nos fallará.

Es una gran decepción que después de tantos años, los insurreccionalismos mediterráneos no hayan ido más allá de la afinidad. Sabemos que la afinidad ha fallado a muchos más. Puede ser que es la mera palabra en sí el último verdadero amigo de los insurreccionalistas dispersados y aislados.

El otro punto tiene que ver con la imaginación. Parece que por fin, los compañeros de A Corps Perdu están rectificando el gran error del insurreccionalismo, que fue el de obviar, ignorar o menospreciar la importancia de la imaginación y las visiones de otros mundos, tendencia contrarevolucionaria que han perfeccionado los nihilistas, convertiendo su eterno presente en dogma.

Con un bueno fondo en el anarquismo clásico (completo con citas de Bakunin y Volin), los de A Corps Perdu escriben: “Lo que ha cambiado en los paraísos de la mercancía de la democracia occidental, es no sólo el grado de alienación [...], si no sobre todo la dificultad de imaginar un mundo diferente” [p.45].

Pero luego abandonan el tema a la ambigüedad, menospreciando a “el sueño de otro mundo” [p.47]. “[L]os únicos proyectos 'en positivo' ya parecen estar más del lado de la reacción”, dicen. No se molestan de nombrar ni analizar estos proyectos, ni van más allá de indicar la necesidad de “obrar en el seno de lo negativo con vistas a mantener y compartir nuestros sueños” [p.48]. No profundizan sobre estos sueños, como a menudo hacían Malatesta, Bakunin, Volin y otros que citan.

Comentan la falta de visiones de otros mundos y la relación de esta carencia tanto con el capitalismo como con nuestra incapacidad de encaminar las insurrecciones hacia la revolución. Y luego dejan de hablar del tema. No hacen nada para corregir lo que insistimos—y que parecen reconocer—es de las debilidades más claves en nuestra lucha, sino rematan el tema con una cierta ironía que les deja la puerta abierta para una rápida huída al desprecio típico del insurreccionalismo y ahí quedan en el portal con los brazos cruzados. Señalan un camino que, si tienen y si tenemos razón, habrá que tomar con toda decisión, pero después no hacen paso ninguno; además no dejan claro al lector si valoran o desprecian tal camino.

Sospecho de que el motivo es que su ideología les hace muy dificil hablar de algo que no sea destrucción, algo que además tendría los nombres tan infantilizados o mistificados de “imaginación” o “visión”.

Si es así, entonces sí se trata de un insurreccionalismo que es una mera postura y no una proyectualidad conflictiva. Triste asunto, dado que la guerra capitalista contra la imaginación ya está llegando a su final y la mayoría de los compañeros ni siquiera han levantado los brazos para defenderse.

1 No queremos confundir el individualismo capitalista, que no es una ideología sino la actitud de personas atomizadas, con el individualismo que parte de Stirner y que constituye una crítica muy válida a la sociedad capitalista. Para el segundo, nos parece más preciso “egoismo”.

 

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