86 años de la matanza de Casas Viejas

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adonis
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86 años de la matanza de Casas Viejas

Mensaje por adonis » 14 Ene 2019, 20:32

https://www.elsaltodiario.com/alkimia/8 ... as-viejas-
Que los espacios públicos no son neutrales es de las primeras cosas que aprende un concejal cuando se hace cargo de su puesto en el gobierno. Quienes más rechazan los símbolos y apelan a “las cosas de comer”, a la economía, son los que más resisten a que otros, que no sean ellos, puedan utilizarlos. Así que, en Casas Viejas, la señalización a los sucesos, aunque sea con un fin turístico, su principal espacio simbólico, ha contado con la aprobación institucional cuando ha sido otra institución amiga la que lo ha solicitado. Todo queda en casa.
Estas reflexiones me han llevado a recordar un texto que escribí hace ya muchos años y que publiqué, no sin problemas de censura, en una revista universitaria francesa. En todos lugares cuecen habas. La idea es mucho más amplia pero creo que interesante para estos tiempos que corren. Por ello, con pequeños cambios, creo oportuno reproducirlo.
LOS ASESINATOS DE CASAS VIEJAS Y EL PODER
Publicado en Recherches en littérature et civilisations européennes et hispano-américaines, Université Franche Conte, 2009, pp. 165-173.
Hace ochenta y seis años que se produjeron la matanza y los asesinatos de Casas Viejas. Unos hechos que, obvio es señalarlo, se han convertido en referente no sólo de la historia del siglo XX en España sino también de su memoria. Desde 1933, con altibajos, nunca han dejado de estar presentes. Lo ocurrido en la pequeña localidad de la provincia de Cádiz, es bien conocido por los historiadores. Más aún, han alcanzado la categoría de mito en la conflictiva historia social contemporánea española. Tanto que no sólo, en su momento, se le atribuyó la causa de la caída del primer gobierno de la Segunda República, sino también que se pensó que pueden servir para realizar negocios turísticos y hosteleros.
Como diría el historiador inglés, escritor y aficionado a las drogas Tomás de Quincey, todos sus protagonistas han degustado la droga del poder. Es decir, disponer de las cosas y los hombres. Una de las drogas más adictiva existente. Los artistas, por ejemplo, las utilizan tanto para entrar y salir por alguna de las puertas que les ofrece la vida, como para alcanzar el fantasma más convincente. El político termina identificándose con el poder hasta el punto de llegar a creer que lo utiliza en por del bien común. Aunque tenga que recurrir al asesinato.

Elementos todos por encima de los muertos, esos muertos inquietantes de los que habla el poeta norteamericano Kenneth Rexrotth. Versos suyos son con los que Julia Uceda encabeza su poema “Regresa el caballo pálido” dedicado a la matanza.
Desazonaron a los más diversos sectores de la vida política y social. La derecha republicana, y la extrema derecha, los utilizó para asediar al gobierno presidido por Manuel Azaña, durante la campaña de noviembre de 1933 y, después, durante el golpismo y las décadas de dictadura franquista. Todavía hoy los utiliza como arma arrojadiza. Siempre estuvo presente la vesánica figura del capitán Manuel Rojas y el papel que pudieron tener determinados vecinos del pueblo. Para los republicanos de centro e izquierda resultaron tremendamente incómodos por ser responsabilidad de su mandato gubernamental. Representaban su fracaso como reformistas y dejaban demasiado a la vista que se mantenían en vigor prácticas monárquicas que se creían abandonadas. Para los socialistas era un episodio que poco había que recordar no sólo por la presencia de militantes suyos en el gobierno sino por la actitud que mantuvieron durante la crisis.
Tampoco resultaban especialmente gratos ni para el propio anarcosindicalismo ni para los habitantes del pueblo. Para el primero eran una muestra de las insuficiencias de la preparación insurreccional. Ni el volumen ni el alcance de lo ocurrido podían ocultar la falta de coordinación que había dejado a los gaditanos en la más completa soledad. Además, impactó grandemente en algunos de los más destacados militantes gaditanos que tuvieron una relación directa con ellos. Fueron los casos de Vicente Ballester Tinoco, secretario regional, y de Miguel Pérez Cordón. Este último fue el primero que, desafiando a la Ley de Defensa de la República, denunció públicamente los asesinatos cometidos. Ambos, representantes en 1933 de los sectores insurreccionalistas, replantearon sus propuestas durante los meses siguientes para engrosar las filas de quienes, como Valeriano Orobón Fernández por ejemplo, pensaban que el gran cambio social vendría de la mano de la acción conjunta CNT-UGT.

Además crearon tensiones entre ellos como puso de manifiesto el norteamericano Jerome R. Mintz. El terror perduró de forma colectiva e individual. Durante muchos meses se pudo escribir que en las calles de Casas Viejas flotaba el miedo. Una de las protagonistas confesaba seis décadas más tarde que, a pesar de los años transcurridos, no había noche que no se le aparecieran las imágenes del incendio y los lamentos de los fusilados antes de recibir el tiro de gracia que los remató. Hicieron falta setenta años para que, contra corriente, apareciera desde el mismo pueblo una iniciativa modélica: la que lleva el Instituto de Enseñanza Secundaria “Casas Viejas” de la mano de algunos de sus profesores. La publicación del libro La Tierra ha sido un hito por la participación de los alumnos, es decir el futuro de la población, y sus familiares. Los centenares de personas que asistieron a su presentación, llenando la sala y los alrededores, así lo atestiguaron. Años después, uno de sus profesores, Salustiano Gutiérrez, ha publicado el libro de referencia en la actualidad: Los sucesos de Casas Viejas: crónica de una derrota (Cádiz, BCV, 2107).
El domingo 8 de enero de 1933 en numerosas ciudades españolas se declararon huelgas generales que, en ocasiones, fueron acompañadas por la proclamación del comunismo libertario. Fue un movimiento revolucionario, preparado por la CNT, que fracasó falto de coordinación, al carecer del principal apoyo previsto -una huelga nacional ferroviaria que no llegó a declararse- y encontrar a las autoridades prevenidas. Durante los días siguientes, huelgas y enfrentamientos fueron disminuyendo. Al amanecer del miércoles once un gran número de los habitantes de Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, salieron en manifestación, comunicaron al alcalde que habían proclamado el comunismo libertario y le pidieron que informara a los guardias civiles del puesto que debían unírseles. Como se negaran, el cuartel fue rodeado y comenzó un tiroteo en cuyo transcurso resultaron heridos dos guardias que murieron días más tarde.
Mientras, los campesinos quemaron los recibos de los arbitrios municipales y se incautaron de los comestibles de las tiendas que fueron repartidos entre la población mediante vales. Un grupo cortó las líneas del telégrafo y telefónica y abrió una zanja en la carretera que les comunicaba con Medina Sidonia, la localidad más importante de los alrededores. Hacia las dos de la tarde llegó a Casas Viejas un camión con una docena de guardias civiles. Recorrieron la aldea disparando y un campesino murió. Los vecinos se refugiaron en sus casas y las calles quedaron desiertas. Poco después llegó un primer grupo de guardias de asalto, las nuevas fuerzas de orden público creadas por las autoridades republicanas.

Con estos refuerzos comenzaron los registros en busca de participantes en el movimiento. Hacia las siete de la tarde se acercaron a la choza de la familia Cruz. Los guardias fueron recibidos a tiros. Comenzó entonces un asedio que duró hasta las cuatro de la madrugada del día doce. Para quebrar la energía de los resistentes fueron utilizadas armas cortas y largas, una ametralladora y bombas de mano. Aunque, sólo el incendio de la casucha con algodones empapados en gasolina terminó con la resistencia. Siete de los campesinos resultaron muertos. Además de un guardia de asalto y un detenido que fue enviado a parlamentar. Dos jóvenes lograron escapar.
Hacia la una de la madrugada llegaron otras decenas de guardias de asalto, procedentes de Madrid, a las órdenes del capitán Manuel Rojas Feijespan, un oficial de artillería formado en África del que se dice era morfinómano. Fue él quien ordenó quemar la choza. Al amanecer, tras unas horas en la cantina del pueblo, en compañía de algunos miembros de las fuerzas vivas de la aldea, ordenó que se volvieran a registrar las casas y fueran detenidos quienes se consideraran sospechosos. Un anciano fue muerto en su casa y otros doce campesinos apresados. Ninguno de ellos, salvo uno, había participado en los acontecimientos. Trasladados hasta los restos calcinados de la casucha fueron fusilados.

Tras recibir una arenga del delegado del Gobernador Civil de Cádiz, Rojas y sus guardias abandonaron Casas Viejas. Atrás quedaron muertos dos guardias civiles y uno de asalto y veintidós campesinos. Los quemados en la choza permanecieron sin enterrar durante diez días. Mientras, los perros que escarbaban en las cenizas pasearon sus huesos por la aldea y los periodistas, que a las pocas horas comenzaron a llegar, se fotografiaban con ellos. Como hizo el madrileño Julio Romano y el fotógrafo Campúa recogió.
A los pocos días, el periódico anarcosindicalista CNT denunció lo ocurrido. Prácticamente nadie le dio crédito. Era parte interesada. Autoridades y periodistas parecían ignorar lo sucedido y divulgaban que la veintena de muertos eran el resultado de los enfrentamientos. Sin embargo, poco a poco, los rumores sobre lo sucedido se difundieron. Unos días más tarde, los reportajes que Ramón J. Sender y Eduardo Guzmán publicaron en la prensa madrileña tuvieron mayor credibilidad.
Al reabrirse las sesiones de las Cortes a comienzos de febrero, el Partido Radical de Alejandro Lerroux, interpeló al gobierno para que aclarara lo ocurrido. El jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, Manuel Azaña, negó la existencia de los asesinatos hasta que una comisión de Parlamentarios, que viajó a Casas Viejas, expuso el resultado de sus pesquisas el 23 de febrero. Entonces los acontecimientos se aceleraron. Un grupo de capitanes de la Guardia de Asalto firmó un escrito asegurando que habían recibido órdenes de que la represión de la insurrección fuera “sin heridos ni detenidos”. El teniente de Asalto Gregorio Fernández Artal, el oficial que inició el asedio, confesó ante sus superiores todo lo ocurrido. Rojas amenazó con hacerlo también. Arturo Menéndez, Director General de Seguridad, dimitió y, pocos días después, fue encarcelado -como Rojas- acusado de homicidio.

Con ellos, también, las causas y el significado de la matanza. Lo importante era preservar el prestigio del ejercicio del poder o que, en el peor de los casos, quedara limitada la responsabilidad a sus escalones más bajos: al capitán Rojas o al director general de Seguridad, Menéndez. Una actitud que hemos visto repetirse, décadas más recientes, en diversos asuntos como, por poner un ejemplo, el terrorismo de Estado practicado en España, bajo la administración socialista de Felipe González, que conocemos como “el caso GAL”.
En el caso de la matanza de Casas Viejas, dos fueron los elementos que se pretendieron ocultar: el papel que tuvo la soberbia del poder y la pretensión de los campesinos de sustituir un injusto sistema social por otro más solidario e igualitario. Desde esta perspectiva es desde la que adquieren pleno significado las famosas palabras del presidente del gobierno en el Congreso de los Diputados afirmando que en Casas Viejas no había ocurrido sino lo que tenía que ocurrir. Es el plante de quien, investido del poder, en este caso democrático, por delegación ciudadana, convierte su tarea de representación en defensa de su posición privada como ejerciente del poder.
En enero de 1933 el régimen republicano, que había sustituido a la vieja monarquía tras su agonía de la dictadura de Primo de Rivera, no había satisfecho las esperanzas populares de amplias y profundas reformas. Ni la tímida reforma agraria aprobada saciaba las expectativas de los miles de jornaleros andaluces, ni había sabido reaccionar al espectacular resurgir anarcosindicalista. Las autoridades republicanas recurrieron al consabido recurso de identificar paz pública con orden público. En junio de 1931, antes de que se hubiera puesto en marcha cualquier otra reforma, ya habían desfilado por el madrileño parque del Retiro las nuevas fuerzas policiales republicanas: la Guardia de Asalto. Fueron ellas las que llevaron el peso de la represión en la aldea gaditana como resultado de sus propios miedos y de una sobredosis de poder de sus jefes.

La razón de ello está en que contiene arquetipos representativos de la sociedad española, de entonces y de ahora. Por ejemplo la alta adición que produce la droga del poder. Azaña y su gobierno consideraron que, por encima de cualquier otra consideración, lo ocurrido en Casas Viejas no podía poner en peligro la consolidación del régimen republicano. El problema no eran los asesinatos de los campesinos, ni siquiera que hubieran perecido siete personas quemadas. Bien merecido se lo tenían por revoltosos. Para republicanos y socialistas el asunto fundamental era que esas muertes no podían ser la causa que les hiciera perder el poder. Daba igual que para mantenerse en él hubiera que pasar por encima de unas terribles muertes.
Para escamotear los excesos del poder estatal la responsabilidad se suele descargar en los campesinos. En aquellos utópicos revolucionarios. Lo hicieron las autoridades republicanas y socialistas del momento y después los historiadores. “Rebeldes primitivos” llegó a llamarlos uno tan respetable y considerado como Eric J. Hobsbawm. Por ese delito fueron juzgados en Consejo de Guerra y condenados.
La esperanza en la transformación social es el otro espejo que pretenden romper los profesionales del poder. Negar su existencia, aunque sea como ficción. La única que puede transmitirse es la estatal. El Estado es el único sujeto histórico. Algo que nos precede y sucede y a cuyos intereses, responsabilidades lo llaman quienes lo ocupan, debemos plegarnos. Todo lo que se le oponga debe desaparecer triturado en las ruedas de la historia. Es el caso del anarquismo. Nunca existió en España salvo en las mentes calenturientas de unos pocos lunáticos manipulados por las derechas.
En octubre de 1977, apenas dos años después de la muerte del Dictador, se firmaron los llamados “Pactos de La Moncloa” por los representantes de los grupos políticos que dirigieron la llamada “Transición” española. Una foto muy conocida nos los muestra tras la firma. Fueron Enrique Tierno, Santiago Carrillo, Josep María Triginer, Joan Raventós, Felipe González, Juan Ajuriaguerra, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Leopoldo Calvo Sotelo y Miquel Roca. El acuerdo intentaba reconducir la explosiva situación del país. La desaparición del general Francisco Franco se produjo cuando las repercusiones de la crisis mundial, originada por las espectaculares subidas del precio del petróleo, afectaban de lleno a España. El déficit comercial y la deuda exterior triplicaron las reservas monetarias; la inflación alcanzó promedios de más del 40 % y el paro llegó al millón de personas de las que sólo un reducido porcentaje recibía alguna prestación económica. Una situación en la que se pensó que la conflictividad social podía dificultar el proceso de conversión del Estado franquista en otro democrático. Llegar a un pacto social se convirtió en una prioridad.
El encargado de llevarlo a cabo fue el economista, converso demócrata, Enrique Fuentes Quintana que ocupaba la cartera de Economía y la vicepresidencia para Asuntos Económicos. Fue él quien durante el mes de agosto de 1977 redactó el documento que proponía un pacto social basado en la moderación salarial y la aceptación de la política económica gubernamental por sindicatos y partidos de oposición. Un pacto interclasista y reformista que traspuso al mundo económico el modelo político de la transformación de la dictadura en monarquía parlamentaria.
Un modelo en el que tuvo un papel muy importante el reconocimiento de culpabilidad colectiva y el deseo de que nunca más se repitiera lo ocurrido en la década de los años treinta. Sobre todo en lo que respecta a pensar que vivir en un mundo diferente al actual es posible. Una especie de “pacto no firmado” por el que la Segunda República, la guerra y la posguerra se consideraban temas cerrados y olvidados. Las consecuencias fueron varias. Entre ellas que no se satisficieron las demandas de los represaliados por la dictadura de ser compensados, recuperar su memoria y los cuerpos, e incluso los nombres, de los desaparecidos.

La épica franquista quedó momentáneamente defenestrada incluso para la derecha misma. Pero en ningún momento se establecieron conclusiones éticas, históricas o políticas. Ni siquiera se utilizan esos estudios para contrastar la verdad histórica de determinadas cuestiones, personajes o desarrollos del presente político. La “omertá” no tenía solo la finalidad de asegurar el reparto de influencias y un sistema de partidos, sino también garantizar la impunidad de los nuevos demócratas procedentes del viejo régimen. Para perpetuar el poder lo mejor era, no rozar la aún sensible piel de la historia.
Esta cuestión es la que ha permitido recientemente que se encendiera “el segundo fuego del año 2005, en Casas Viejas, cuando ardió la memoria para siempre”. Cuando se quiso utilizar la matanza para un proyecto turístico dando el nombre de una de sus supervivientes a un hotel. El de María Silva, “Libertaria”, cuya figura estaba borrada de la memoria colectiva tanto como su cuerpo, todavía hoy desparecido tras ser asesinada por los golpistas en agosto de 1936.
Un hecho producto también fruto de otra sobredosis de poder ha sido esta pretensión de convertir a los Sucesos en un grotesco espectáculo al servicio de la hostelería. Un sector al que, el reparto de funciones entre los miembros de la Unión Europea, han sido destinadas que cumplan estas comarcas. Si Azaña y Largo Caballero se unieron 1933 en defensa de la razón de Estado para negar los asesinatos, en 2005 un dirigente provincial del PSOE y un empresario lo han hecho para adecuar la memoria social a sus intereses. El primero para consolidar su posición predominante en el pueblo que lleva gobernando durante décadas. El segundo para hacer un negocio que se decía cultural.
La oposición que levantó el proyecto de hotel Libertaria tras la denuncia de los sindicatos de la CNT de Jerez ha terminado por hacerles rectificar. Aunque tampoco podemos olvidar la participación que haya tenido la lucha por el poder en el interior del PSOE gaditano. Una rectificación a tiempo puede ser una victoria, a pesar del mal trago que significa para esta nueva clase de profesionales de la política. Incluso se ha creado la Fundación Pública que se demandó. Unos meses después de anunciarse públicamente y sin la participación de quienes se prometió consultar.
Cuando se presentó el proyecto hotelero, se dijo que lo que más interesaba al pueblo de él era lo que representaba para su “memoria histórica”. No podía estar más acertado quien lo dijo si se refería a esa memoria descafeinada, temerosa, vergonzante con la que se quiere liquidar desde el gobierno las peticiones de los descendientes de quienes sufrieron persecución durante la dictadura. Qué más da obligar a unos familiares a presentar la documentación necesaria para que una “comisión de notables” (¡siempre el poder!) dictamine si esa persona es o no víctima. ¡Ah! y manteniendo el necesario anonimato para que el honor de los verdugos no se vea afectado. De las lluvias del franquismo y la llamada Transición vienen estos lodos que no son provocados sólo por las políticas de amnesia y olvido.
La continuidad del Poder basado en la administración de los hombres en vez de la cosas es lo que justifica que llegara a pensarse que la matanza de 1933 pudiera servir de reclamo para un negocio hotelero. Como, en otro orden de cosas ocurre con las actuales reticencias en aplicar la justicia hoy. No ya la penal como sería anular los consejos de guerra franquista o la administrativa como haber depurado a los funcionarios de la dictadura. Mucho menos la reparativa a los afectados por incautaciones o que sufrieron largos años de campos de trabajo o cárcel. Sino siquiera la histórica, la que les devolviera su existencia y la de las ideas por las que fueron asesinados.

Su arrogancia es tal que les niegan hasta la posibilidad de recordar públicamente a quienes no la tuvieron nunca y desencadenaron la llamada “guerra de las esquelas”, expresión de la campaña guerra civilista que llevaban a cabo. De nuevo agitan el espantajo del golpe de Estado para, como en los años setenta y ochenta, mantener no ya su impunidad, sino el monopolio del discurso histórico y de la memoria. Olvidamos en demasiadas ocasiones que de todas las dictaduras fascistas europeas, la española fue la única no derrotada. No ya que el dictador muriera en la cama sino que pervivió victoriosa y pudo pilotar los cambios necesarios para perpetuar las injusticias sociales.
Una actitud que parece que condiciona la actuación de los actuales detentadores del poder. Tras décadas de vergüenza, las víctimas del franquismo sufren la cobardía e indignidad de quienes ponen por encima de los intereses colectivos los propios. Como ocurrió con los asesinatos de Casas Viejas. Todavía, como dijo el dictador, todo permanece atado y bien atado. Así nos lo demuestran los recientes resultados electorales en Andalucía.. Así será mientras la droga del poder siga devastando la humanidad.
El golpe de Estado de 1936 quiso ser una vacuna que inmunizara a la sociedad española contra los proyectos sociales que se veían aparecer amenazantes en el horizonte. Entre ellos el libertario. Sin embargo provocó la enfermedad que se quería evitar. Tres años tardó en eliminar la respuesta revolucionaria y, de camino, a todo aquel que no comulgara, en sentido estricto, con el nacional catolicismo. Después la sangría continuó durante décadas hasta que exhausto el cuerpo social español quedó inoculado con las inyecciones del conformismo, el consumismo y la desideologización. Las injusticias, la desigualdad social, las insolidaridades podían perpetuarse sin temor. El actual Jauja democrático convive con cada vez mayores desigualdades, parecidas a las de los años treinta; con profundas faltas éticas públicas y privadas, que dejan en juegos de niños las de antaño, y con actitudes autoritarias que se asemejan a otras que podríamos pensar superadas.
Casas Viejas podía convertirse en poco más que un reclamo turístico. Así lo anuncia el cartel difundido por la Diputación de Cádiz para anunciar la colocación de las placas de la ruta de los sucesos en el pueblo. Vacío de contenido, ¿por qué no utilizar sus componentes dramáticos? Tal como se ha hecho por otros avispados empresarios culturales, con la figura de Salvador Puig Antich convertido en personaje de telenovela. Setenta y cuatro años después las razones por las que se rebelaron los campesinos de Casas Viejas siguen presentes. Con todas las diferencias de forma que se quieran pero con el mismo fondo de injusticia y falta de libertades. Mirando a 1933 no volvemos la vista hacia atrás de forma nostálgica. Tenemos que miramos en un espejo que nos devuelva una imagen en la que nos podamos reconocer. Hoy más que nunca cuando el rencor y el odio de la extrema derecha campa como hacía tiempo no lo hacía. Cuando el miedo vuelve asomar en las pupilas de aquellos, con el hierro del escarmiento, grabado en la piel, que nunca se creyeron del todo esto de la democracia y de los cambios. Recordemos que la dictadura franquista fue el único régimen fascista no derrocado tras la guerra mundial.

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