Miquel Amorós, 14 de enero de 2017
En junio de 2015 un equipo de socialistas, ciudadanistas y posestalinistas tomó posesión del gobierno municipal de Alicante. En su plan de gobierno insistía en la participación de la ciudadanía, en el compromiso con los desempleados y las personas “en riesgo de exclusión”, en la erradicación de las conductas indignas en la gestión, en el derecho universal a la vivienda, en la lucha contra el cambio climático, en la defensa del valenciano, y por fin, en promocionar un nuevo modelo de ciudad, democrático, igualitario, solidario y sostenible. En resumen, salvas electorales. En general, las medidas tomadas al respecto no han sido más eficaces ni más atrevidas que las tomadas con similar intención por los equipos anteriores y ni siquiera la corrupción y el amiguismo han dejado de asomar, aunque no en las proporciones pasadas. Al mismo tiempo, se pretende ampliar el vertedero local, ofrecer más suelo industrial, lanzar la marca Alicante Ciudad del Arroz y promocionar el turismo de congresos y eventos. Muy coherente con la sostenibilidad energética y ambiental a la que se aspira, no es. La participación ciudadana ha discurrido en una atmósfera de enfrentamiento con representantes vecinales y vetos a las asociaciones de tres barrios (Florida, Gran Vía Sur y PAU2). La municipalización de los servicios tampoco era del agrado de un “tripartito” que ha explotado al cabo de dos años, víctima de la mediocridad, la incompetencia, los fulanismos y las disputas por las poltronas. Los intereses que realmente mueven la conurbación alicantina siguen siendo los mismos y el margen de autonomía del que dispone la administración local para hacer política propia es mínimo. Por eso la gestión de izquierdas se parece tanto a la de derechas. Dichos intereses giran fundamentalmente en torno al comercio, al turismo y la construcción, por eso la tasa de paro supera el 20% (el 50% en la Zona Norte), los salarios son bajos, la mayoría de empleos, temporales, y la pobreza afecta a más del 40% de la población activa. Como destino de “sol y playa” es la provincia que más crece del Estado, y es la tercera, sólo detrás de Madrid y Barcelona, en transacciones inmobiliarias. Igualmente es la tercera en matriculaciones de vehículos, cuya venta no para de crecer desde 2013. En Alicante hay casi más coches que personas. Nuevos centros comerciales se instalaron (Mercadona, Aldi, Consum), los viejos se renuevan (Puerta de Alicante), y otros como Ikea son solicitados con primor: la alimentación y el mobiliario industrial es un hecho tan generalizado como la motorización. El precio medio de la vivienda ha vuelto a subir desde hace tres años y ahora ronda los 1.500 euros por metro cuadrado, a distancia de las grandes capitales, pero en manos de la banca existen miles de pisos vacíos, y el consistorio, pese a prometer hacerlo, no se atreve a presionarla para destinar esos pisos a alquiler social. Un aparte merece el asunto del idioma. Siendo optimistas, se puede afirmar que una cuarta parte de la población alicantina es valenciano-parlante, pero muy pocos escriben en lengua vernácula. No parece que su uso se extienda, y en cambio, las actitudes neutras y hostiles al valenciano han aumentado, incluso entre los funcionarios municipales. Pronto no será más que una reliquia cultural, al menos en la conurbación. Tampoco es que los alicantinos se maten por leer en castellano. El analfabetismo literario es llamativo, y eso que la conurbación cuenta con universidad. El modelo alicantino tampoco funciona con las relaciones de pareja: es la segunda provincia española en casos de violencia de género (más de 9.000 denuncias en un año) y de disolución matrimonial (3 demandas de divorcio por cada mil habitantes). A pesar del clima benigno, la sociabilidad mediterránea, las fiestas y la imponente industria del ocio, la gente de Alicante no es más feliz que la de cualquier otra parte. Tampoco es más autoritaria, ni está más infantilizada o más amacarrada, pero sí que se halla más desarraigada y el grado de descomposición de la personalidad es preocupante. De sus figuras políticas se podría decir lo de Chesterton, que el no tener ideales no les hace menos cretinos. Para muestra un botón: el esperpento del cambio abortado del nombre franquista de cuarenta y siete calles. Es una ciudad en régimen capitalista avanzado, pero en cuestiones de atención psiquiátrica es tercermundista. Hay más de 70.000 enfermos mentales en el área metropolitana a los que habría que añadir varios miles más si contamos las socioadicciones que necesitan tratamiento; nada del otro mundo, pero lo escandaloso del caso es la ausencia casi total de medios para tratar las patologías, hospitalizar a los enfermos, hacerles seguimiento, reinsertarlos y dignificarlos. Es el peor sitio para deprimirse. Tampoco hay, ni se tiene intención de crearlos, lugares verdaderamente públicos, es decir, lugares de encuentro, de discusión, de diálogo permanente con los habitantes. Vale, la Muntanyeta cumple con alguno de estos requisitos, pero se usa muy de vez en cuando. Así pues, el modelo de ciudad no ha cambiado un ápice con el nuevo consistorio: es cada vez más difuso, gris, destejido, gentrificado, jerarquizado, clasista,... Sin embargo, es la ciudad perfecta para ir de compras, de playa y de copichuelas. La ciudad de Alicante es insolidaria con los excluidos, españolista, incómoda para el vecindario, no está en absoluto “libre de desahucios”, fomenta conductas frikis, gregarias y sociópatas; es insostenible ecológicamente, desequilibradora del territorio (doce millones de viajeros aterrizan en El Altet todos los años), contaminadora del medio (el vertedero de Fontcalent no recicla materiales ni incinera los residuos orgánicos). Por último, dado que la participación del ciudadano en su gobierno se reduce a votar cada cuatro años –casi el 40% de ellos se abstiene-, es cualquier cosa menos democrática. Y lo seguirá siendo gobierne quien gobierne hasta que finalice la servidumbre voluntaria de los gobernados. Mientras la sociedad civil no rompa con la ciudad-hipermercado; mientras no emprenda un proceso de socialización y autoorganización; mientras las asambleas de vecinos no expresen sus opiniones, formulen sus reivindicaciones y nombren comisiones revocables para administrar la cosa pública, nunca habrá democracia.
DESTRUCCIÓN DE ALICANTE
Miquel Amorós
Escrito a partir de la charla en el Ateneo Libertario L’Escletxa de Alicante, el 6 de julio de 2006. Publicado como folleto.
Durante los últimos quince años la península ha padecido un proceso brutal de urbanización que no parece tener fin, cuyo origen hay que buscarlo en los cambios inducidos por la mundialización capitalista. En efecto, los países que no han podido basar su crecimiento económico en la innovación tecnológica, en la disponibilidad de fuentes de energía barata o en el precio mínimo de la mano de obra, han tenido que explotar extensivamente la única cosa que podían, el territorio. El urbanismo salvaje ha sido la herramienta con que los dirigentes han convertido la destrucción del territorio en acumulación de capital. Las ciudades, ya descoyuntadas y difícilmente habitables, han contagiado la deshumanización al campo y a la naturaleza, sometiendo completamente el territorio al exclusivo y trivializante designio de la mercancía.
El mapa de los estados está diseñado cada vez más por las empresas constructoras. Eso es particularmente cierto en el caso español, donde la construcción es el principal motor económico. En 2005 el crédito a la construcción superó al industrial, cuando hace solamente ocho años antes era tres veces inferior. La superficie edificada ha aumentado de un 40% entre 1987 y 2005, mucho más que la población en el mismo periodo. En los últimos cinco años se han construido 2.630.000 viviendas, 800.000 sólo en 2005: existe una casa por cada dos habitantes. España construye más que cualquier otro país europeo. Posee el mayor parque inmobiliario de Europa, lo que no significa que sea el Estado con la vivienda más asequible; más bien lo contrario, el endeudamiento por este motivo bate records y las familias dedican el 41% de su renta anual disponible a la financiación del piso. Buena parte de la población no es dueña del cubículo donde vive y el acceso a la vivienda es imposible para los jóvenes y demás asalariados con empleo precario. La construcción de viviendas protegidas es ridículamente baja, y aun así, no están al alcance de cualquier bolsillo. En cambio, dos millones de casas permanecen vacías todo el año y el doble de ellas es usado temporalmente como segunda o tercera residencia. La casa es hoy en día inversión, simple capital, objeto del mercado global inmobiliario. En 2003 entre 800.000 y 1.700.000 familias estaban interesadas en adquirir casa en la península, y es que España es el principal mercado europeo de segunda residencia.
La mitad de las viviendas vendidas en el pasado reciente estaban en el litoral mediterráneo; entre 1995 y 2005 su precio casi se triplicó. La costa es el lugar donde más se construye y la llamada administrativamente Comunidad Valenciana es el caso más paradigmático del poder “constructor”. En total, el suelo urbanizado creció un 52% en la última década, bastante más que en el resto del país, mientras que el tejido urbano solamente lo hizo un 11%, lo que señala una urbanización difusa, destejida, echa a costa de terrenos robados a la agricultura, a los montes o a los humedales. En muchas poblaciones las nuevas urbanizaciones superan en número de casas al conjunto urbano y prácticamente todas las ciudades han entrado en una dinámica similar. El peso relativo de la “Comunidad” en el conjunto del Estado español ha aumentado en términos de stocks de capital, empleos y demografía, fundamentándose principalmente en la actividad turística y constructora, y todo indica que el futuro descansará sobre las mismas bases. En los quince meses últimos el Consell de la Generalitat ha dado el visto bueno a mil Programas de Actuación Integrada (PAI), fruto del sólido acuerdo existente entre constructores y corporaciones locales. No en vano la construcción genera en los municipios el 42% de los ingresos. Al ser la construcción casi la única fuente de financiación y de revitalización económica (y la primera causa de la corrupción política), los municipios han aprobado planes para los próximos años que implican la construcción de 700.000 viviendas, con las diversas infraestructuras que las acompañan, carreteras, líneas de alta tensión, incineradoras, centros comerciales, parques de ocio, puertos deportivos, campos de golf, etc. De llevarse a cabo la población pasaría en diez años de 6 a 15 millones de personas y el impacto ambiental sería mucho más banalizador y destructivo que todo lo realizado hasta ahora. La falta absoluta de agua no parece desanimar a los promotores, puesto que confían obtenerla con la supresión de huertas y regadíos, y en último extremo, mediante desaladoras.
Dentro de dicha “Comunidad”, la provincia de Alicante es la porción de territorio donde mejor observar el proceso de domesticación paisajística y social promovido por el nuevo desarrollismo a ultranza de una clase dominante local, encabezada por constructores y sostenida por la indiferencia o el consentimiento de una mayoría de la población, despolitizada, amansada y sin carácter. Cada ciudad emprende dentro de unas pautas uniformes su particular camino hacia la masificación y la dispersión, de acuerdo con el interés estrecho de sus dirigentes y hasta con los tópicos folklóricos al uso; es curioso cómo “Paquito el Chocolatero”, el “Misteri” o “Les Fogueres” han elaborado una falsa identidad que aún perdura, contribuyendo a la amnesia local y legitimando ideológicamente la política bárbara de los jerarcas, los primeros en disfrazarse de “rey mago”, de “moro” o de “foguerer”. Las seudo tradiciones son un arma contra la memoria, y por lo tanto, un factor ideológico de desarraigo. Cuando los individuos más se adentran en ellas, más se alejan de su historia verdadera y más indiferentes resultan a su entorno real. Alicante es el enclave desde donde parten decisiones de consecuencias territoriales más crueles; de las diez primeras empresas de la provincia, seis tienen su sede allí (cuatro son de la construcción). Además, ese no-lugar ofrece al observador todas las taras de esa especie asilvestramiento urbano que se apodera de la costa y la transforma en un continuum de ciudades basura, a destacar con notable en degradación Pego, Dénia, Benidorm, Altea, Teulada, Calp, Santa Pola, Torrevella, Almoradí, Guardamar, etc. Así pues, nos vamos a centrar en la historia de la conurbación alicantina.
Llamamos Alicante –Alacant en el idioma de sus anteriores habitantes- a la aglomeración urbana comprendida entre la autopista A-7 y el mar, limitada al norte por el pueblo de El Campello y al sur por Santa Pola. Dicho apelotonamiento de edificios conserva una trama residual que recuerda vagamente a la ciudad que llevó ese nombre, pero el elemento ordenador elemental no son las avenidas o las plazas, sino los ejes viarios rápidos que conectan a los habitantes con sus siete centros comerciales, sus cuatro o cinco campos de golf y sus diversas zonas de ocio, vigilados por los nuevos edificios emblemáticos, las imponentes moles de veinte o treinta pisos de altura. Se calcula un centro por cada setenta mil consumidores potenciales. Alicante está estructurado en torno a la ronda y a las carreteras de Murcia, Elx, Ibi, Alcoi y Valencia, segmentándose en función de siete centros comerciales, que sin contar los de la playa de San Juan son: el Corte Inglés, el Boulevard Plaza (en la estación de ferrocarril), el Gran Vía (en el norte de la ciudad), el Puerta de Alicante (en el Polígono de Babel), el Panoramis (en el puerto), el parque Vistahermosa (al este) y el Playa Mar 2/Alcampo, en La Goteta, justo encima del que fue “Campo de los Almendros”, donde en abril de 1939 se hacinaron sin que ninguna placa lo recuerde veinte mil presos republicanos. La conurbación Alacant-Mutxamel-Sant Vicent-Sant Joan-Campello cuenta en la actualidad con unos 430.000 habitantes, los que sumados a la conurbación cercana de Elda-Elx-Crevillent-Santa Pola daría un área metropolitana de más de 700.000, todavía insuficiente para pesar en la red de poder de la globalización, que exige empaquetamientos de millón y medio de personas para las economías terciarias viables. En efecto, su peso en la decisión regional todavía es poco. Solamente ubica 25 de las primeras quinientas empresas valencianas, lo que significa que su clase dirigente no pinta casi nada. En realidad no es siquiera una clase, no se trata verdaderamente una elite; son sólo de un puñado de empresarios depredadores, funcionarios mediocres y políticos arribistas que no parecen albergar otro proyecto que el de convertir la conurbación en una periferia residencial de Madrid gracias al AVE. No son responsables más que de seguir la dirección fijada desde hace tiempo, aquella que convertía a las ciudades en supermercados donde solamente se oía el discurso de la mercancía. Sus antecesores rediseñaron Alicante e impusieron a sus moradores un uso determinado del tiempo y del espacio, organizando su existencia en el aislamiento y la desposesión, a la que ellos han añadido el consumismo. Pues la ambientación urbana actual no permite otro uso social de lo que impropiamente llamamos ciudad que el trabajo embrutecedor, el consumo desaforado, el ocio industrial y la movilidad motorizada. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cuáles fueron los polvos que trajeron este lodo? Remontémonos al pasado franquista alicantino para observar después la evolución de la ciudad durante la transición del desarrollismo nacional al presente de la globalización.
En tiempos de la República el Alicante obrero constituía un área compacta muy concreta: la comprendida por el casco antiguo y las barriadas de San Antón, Las Carolinas, el Pla y el Raval Roig. De allí salieron la columna “España Libre” y el batallón “Alicante Rojo” para defender Madrid, y, sobre todo, de allí salió Francisco Maroto con sus centurias proletarias a liberar Granada. El grado de sindicación era alto; Alicante constituía la federación local de sindicatos únicos más numerosa de la “regional levantina” después de la de Valencia, y por delante de otras con tradición como las de Alcoi y Elda. Todo acabó aquel fatídico 1 de abril de 1939, cuando todo Alicante se transformó en cárcel. Maroto, que había representado a los trabajadores alicantinos en el Congreso de Zaragoza, al final de la guerra civil fue preso en una de las casas del Pla del Bon Repós. Poco a poco el orden franquista reinó en la ciudad y a la burguesía republicana sucedió una clase compuesta por oligarcas católicos y funcionarios fascistas encargada de disipar los humos del viejo proletariado vencido e impedir la amalgama con el nuevo. Alicante mantuvo un crecimiento sostenido durante los años cuarenta y cincuenta, lo que determinó una constante llegada de campesinos del sudeste en busca de la subsistencia que no hallaban en sus pueblos. Quienes dirigían la ciudad dieron luz verde a una serie de proyectos caracterizados por una ausencia total de ordenación y planeamiento, destinados más que a la acogida, al confinamiento de población obrera. Los nuevos bloques de minúsculos y deprimentes pisos hechos con material pésimo, eran levantados sin conexión unos con otros, lejos de la ciudad, ajenos a la trama urbana, sin servicios de transporte ni de recogida de basuras, a menudo sin alcantarillado y casi sin agua (Alicante tuvo serios problemas de escasez en la década de los cincuenta). Así nacieron para albergar la miseria y disimularla más de veinte “entidades singulares de población”, como Ciudad de Asís, núcleo de San Gabriel, grupo José Antonio en Benalúa, Los Ángeles, San Agustín, las mil viviendas del patronato Francisco Franco, grupo La Paz, Tómbola, Divina Pastora y Rabasa. Mención especial merece La Cooperativa de Casas Baratas que construyó en 1960 la “Ciudad Jardín”, denominación harto impropia, pues no tenía nada que ver con las ideas de Ebenezer Howard, aquel gran soñador anarquista, sino con las prosaicas realizaciones republicanas de vivienda social. Las ínfimas condiciones de entonces impedían a los trabajadores el menor ahorro y, por lo tanto, el pago de las cuotas de cualquier cooperativa, por lo que Ciudad Jardín devino un islote periférico de la incipiente clase media. A finales de los cincuenta, las autoridades franquistas, presionadas por un intenso movimiento migratorio, continuaron con la tónica constructiva precedente. Aunque en 1958 fue aprobado un Plan General de Ordenación Urbana, el primero con ese nombre, las ordenanzas municipales de edificación por las que se desarrollaban las normas del plan no lo fueron hasta 1967, momento en que éste era revisado para asegurar la continuidad de la anarquía urbanizadora que había gobernado hasta entonces. Alicante era un coto privado de los constructores y tan escandaloso resultó su proceder que en 1964 provocó un contencioso con el Colegio de Arquitectos de Valencia; la corrupción se institucionalizó, pero hubo que esperar a 1969 para que alguien de dentro denunciara el primer caso conocido, la entrega de 750.000 pts a un concejal. Con el embalse del Taibilla cubriendo el crónico déficit de agua se siguieron aprobando proyectos particulares de urbanizaciones y nuevos barrios de aluvión se superpusieron a los anteriores, como Juan XXIII, Virgen del Remedio y colonia Requena, consolidando un gueto exterior al norte de la ciudad. Al este, se construyeron viviendas sociales en el Fondo de Reones (el “Barrio Obrero”) y en La Sangueta. Los obreros con empleo estable podían quedarse en el Altozano, en las sucesivas extensiones de El Pla, o en alguno de los barrios reformados.
Durante los 60 Alicante pasó de tener 120.000 a 190.000 habitantes y de 34.000 a 79.000 viviendas, aunque las construidas fueron muchas más que lo que podría deducirse de restar ambas cantidades puesto que la destrucción del viejo caserío fue considerable. A los desmanes constructores se añadió la verticalidad, con el beneplácito de las autoridades franquistas, infringiendo las normativas de edificación de entonces. En principio, la idea correspondía a principios de racionalidad heredados de la moderna arquitectura burguesa de la República, en la que se formaron los profesionales que firmaron los primeros edificios altos de la Dictadura. A partir de los sesenta, aquellos fueron sustituidos por una nueva generación de arquitectos, únicamente motivados por la codicia: la verticalidad equivalía a dinero. En 1960 se remodeló la rambla Méndez Núñez con edificios altos presididos por la Torre Provincial de catorce pisos, y al año siguiente fue levantado el horrible hotel Gran Sol, falo prismático de cien metros de altura, que marcó la pauta para el Alicante desarrollista. La mole de Los Representantes, cerca del mercado, el complejo corbuseriano de 506 viviendas a la que la gente de San Blas llamó desde el primer día “la Colmena”, junto con uno de los edificios más feos de Europa, “la Pirámide”, fueron la culminación. La clase dominante se manifestaba arquitectónicamente de una manera tan pomposa como repulsiva. Alicante se pobló de rascacielos, hasta el punto de superar a Valencia en número. En 1980, solamente en el casco urbano, había seis edificios de más de 20 plantas y más de cien de doce, a los que había que añadir otros tantos en las playas. El frenesí constructor fue estimulado mucho más que por la continua llegada de emigrantes, por la demanda de las clases medias forjadas bajo el desarrollismo, que abandonaban el centro y se instalaban preferentemente al oeste de la ciudad cada vez más desfigurada, originando la aparición de impersonales barrios como Florida, Portazgo, San Blas, Polígono de San Blas, Polígono de Babel, etc, y forzando el uso del coche para sus desplazamientos. La emigración interior no quedó limitada allí. También se dirigió hacia el este (Vistahermosa, Nou Alacant) y hacia las playas, en primer lugar, a la de San Juan. Por otra parte, viejos barrios obreros céntricos fueron objeto de la codicia de los especuladores, que se aprestaron a destruirlos para en su lugar colocar enormes edificios de mal gusto, símbolos del poder de la nueva burguesía alicantina. Así fueron transformados parte de Benalúa, el Raval Roig, Campoamor, Santa Cruz o el Pla. Y de igual manera un “edificio singular” como el hotel Meliá levantó una barrera entre la playa de El Postiguet y el puerto. Otra mole singularmente aberrante, el edificio Feygon o “Alicante”, hizo lo propio en la Explanada; junto al Gran Sol y el edificio Riscal, definía la nueva skyline de los pelotazos inmobiliarios. El Alicante modernizado ya no era una ciudad pegada al puerto y contenida por la estación de ferrocarril, el castillo de San Fernando y el monte Benacantil. Ponía fin a su estructura radial para ser un aglomerado paralelo al mar dividido en tres pedazos: uno, atravesado por las carreteras de Santa Pola y Elx, con salida hacia Murcia o Madrid, era la zona de las naves industriales y de los almacenes; otro, estaba constituido por la ciudad propiamente dicha y su periferia; el tercero era la zona de las playas. Alicante fue en sus inicios una ciudad diseñada por una burguesía liberal ligada al campo y al comercio portuario, apenas molestada por los carruajes. El crecimiento salvaje que padeció durante el franquismo rompió no sólo el equilibrio interno entre los barrios, sino el que mantenía con su entorno rural. Lo peor fueron los coches. La administración desarrollista trató de adaptarla a la circulación de vehículos estructurándola alrededor de un eje viario principal, la avenida de Alfonso X el Sabio y un centro distribuidor, la plaza de los Luceros, pero la motorización de las clases medias hizo imposible cualquier solución racional a la cuestión del tráfico, y la continua expansión urbana no hizo más que empeorar las cosas. A partir de 1967 el automóvil vino a ser, junto con la verticalización y los suburbios, el tercer factor de destrucción de la ciudad, la herramienta más eficaz de la barbarie urbanística.
En la década de los 70 todavía la población aumentó en 60.000 personas. La edificación en los nuevos barrios prosiguió amparada en planes parciales. La finca Adoc, engendro vertical a orillas del mar inspirado en la arquitectura fascista (la Torre Pirelli de Milán), inauguró la desfiguración de la Albufereta, mientras en la playa de San Juan seguían construyéndose sin ton ni son enormes bloques de apartamentos. A diferencia de Benidorm, donde la verticalidad obedecía inicialmente a un plan de preservación del resto de la costa, por otra parte fallido, aquí era puro negocio, simbolizando de alguna forma el totalitarismo de la nueva sociedad, toda vez que los símbolos de una verdadera vida política y social habían sido borrados. En la capital de la provincia, el edificio Riscal, hoy Estudiotel Alicante, alcanzaba las treinta y cinco plantas; nos podemos imaginar el tipo de “diálogo” de formas que ese gigantesco paralelepípedo de hormigón entablaría con sus alrededores. A tal punto era antinatural el rascacielos, que, en contacto con la benignidad del clima alicantino elevó a categoría paisajística al elemento antiestético por excelencia: el toldo. La ciudad fragmentada devenía un espacio socialmente neutro, zonificado, sembrado de enhiestos zurullos arquitectónicos pero sin referencias, y por consiguiente sin memoria, incluso sin lengua: el valenciano era testimonial. Se había vuelto un lugar descohesionado y vulgar, escenario de negocios rápidos, idóneo para un modo de vida masificado, privatizado y consumista. Oficialmente la conurbación alicantina nació en 1973 con la creación de la Mancomunidad entre Alicante y los municipios cercanos, lo que significaba que el tráfico, la gentrificación del centro, la destrucción del paisaje, la desaparición de la huerta y la generación incontable de basura no eran ya problemas específicamente alicantinos. Toda la costa de la provincia se contagió de la misma enfermedad, particularmente en el sur, donde el agua del trasvase Tajo-Segura permitió la construcción de innumerables urbanizaciones. Cualquier aventurero podía montar una inmobiliaria en una de las ciudades costeras y enriquecerse en poco tiempo. En diez años las pequeñas promotoras y constructoras se habían convertido en poderosas compañías aliadas a los bancos, con gran influencia en la administración local. Los constructores eran la punta de lanza de la nueva burguesía y los verdaderos mandamases de la futura política “democrática”. Al proletariado combativo de los años republicanos había sucedido otro mucho más numeroso y también mucho más dócil. Sin tradición y sin pasado, había llegado a Alicante sin penetrar realmente en ella, quedándose aislado en los enclaves periféricos, verdaderos depósitos de mano de obra sin cualificar. No tenía medios para producir su propia identidad colectiva en las barriadas, y por lo tanto, no podían constituir una comunidad de intereses, es decir, establecer vínculos de clase. Tampoco podía ejercer como clase en los lugares de trabajo. En Alicante apenas había industrias, relacionándose la mayoría de empleos con los servicios, la construcción y la administración. Una economía terciaria no necesita especiales infraestructuras ni capacitación particular como la industrial; los trabajos no requieren el menor aprendizaje: se trata de peones de almacén, peones de obra, camareros, dependientes de comercio, empleados, mozos de limpieza, pinches, domésticos, etc. La dimensión de las empresas del sector terciario no suele ser grande, por lo que los trabajadores se hallan dispersos y aislados compitiendo entre sí, muchos con contratos temporales, otros trabajando en la economía sumergida. A la precariedad podíamos añadir el desarraigo; miles de obreros llegaban –y todavía lo hacen—justo para trabajar el verano y después irse, y la mitad al menos de los que se quedaban eran recién llegados, nacidos en otra parte. En tales circunstancias, el aporte proletario exterior sólo sirvió para acelerar la descomposición de la clase obrera autóctona. A pesar de que la masa asalariada constituía mas de las cuatro quintas partes de la población, nunca adquirirá la clase obrera en Alicante el protagonismo logrado en otras ciudades próximas como Elx, Alcoi o Elda.
El cambio político no alteró el panorama económico. La administración socialista no trató de librarse de la herencia franquista sino que se limitó a racionalizar el desarrollismo, a pulir su brutalidad, preparándolo para posteriores desafíos. Gracias a que la población se estabilizó en los ochenta, pudieron efectuarse zurcidos en los barrios y mejoras en sus infraestructuras, así como completarse la ronda de circunvalación (la Gran Vía) y confeccionarse un nuevo PGOU que aportó gran cantidad de suelo urbanizable a la voracidad de los promotores. A partir de 1986 las nuevas clases medias de la ciudad iniciaron un éxodo desde sus tradicionales barrios céntricos hacia la periferia este (El Garbinet, Vistahermosa) y las playas, relanzando la demanda de pisos, aparcamientos y vías de acceso. Eso significó el fin de parajes relativamente preservados como el Cabo de las Huertas o La Condomina. El precio de las viviendas se elevó enormemente y animó la construcción, otra vez motor de la economía local. Por otra parte, la apertura de El Corte Inglés arrastró toda la actividad comercial a la avenida Maisonnave, provocando la muerte del Centro -el histórico arrabal de San Francisco- que hasta entonces desempeñaba esa función, y que comenzó a degradarse en espera de su museificación y conversión en espacio de ocio. La nueva centralidad fue provisional pues en la década siguiente su peso se repartiría entre las demás “centralidades” emergentes. La vocación turística de Alicante que los socialistas reafirmaron no dejaba de ser un tópico, puesto que si bien El Altet ha llegado a ser el cuarto aeropuerto peninsular en volumen de viajeros durante el verano, no por ello aquél era el destino elegido por los cinco millones de turistas de sol y playa depositados en tierra. Los turistas nunca se quedaban. Alicante desde los sesenta era un lugar de paso incluso para quienes trabajaban allí. En realidad la principal actividad de la conurbación era la construcción de segundas residencias, en primer lugar para los mismísimos alicantinos, después, para los madrileños y la gente mayor del Norte. El gobierno socialista del país se encontró con una contradicción irresoluble. Su base electoral, la clase media, había contribuido lo suyo a la destrucción de la ciudad y no iba a apoyar políticas no desarrollistas, por lo que lejos de oponerse a fuerzas contra las que poco podía, trató de aliarse con ellas derribando el último obstáculo al mercado nacional de suelo, a saber, el pequeño propietario. La ley del Suelo de 1990 puso serias trabas al derecho de propiedad y proporcionó a los gobiernos autonómicos el instrumento más eficaz para suprimir las protestas contra los abusos urbanizadores. Efectivamente, la Generalitat valenciana, en manos de los socialistas, promulgó en 1994 una Ley de Regulación de la Actividad Urbanística que entregó a los intereses constructores los ayuntamientos. Mediante la figura del “agente urbanizador”, alter ego de los promotores inmobiliarios, los pequeños propietarios de terrenos o casas serían expropiados sin apelación y obligados a pagar los gastos de urbanización de su antigua propiedad, con tal de que el consistorio aprobara un Plan de Actuación Integral presentado por dicho agente. Los excesos fueron proporcionales a los intereses económicos en juego, o sea, numerosísimos, y caracterizaron el periodo siguiente.
Cuando el Partido Popular se hizo cargo de la Generalitat valenciana quienes realmente subieron al poder fueron los constructores. Con la crisis industrial golpeando las tres provincias y la agricultura en proceso de extinción, la clase dominante continuaba apostando por el ladrillo; en el caso de Alicante, no afectado por la deslocalización, se trataba de “la millor terreta del món” para especular. La clave de la especulación no residía en la resistencia de los propietarios a los promotores, sino en el régimen de valoración del suelo. La simple recalificación de terrenos multiplicaba automáticamente por 25 su precio, por lo que el negocio inmobiliario empezaba con la compra a precio irrisorio de suelo rústico, industrial, para equipamientos, ocio, zona verde, etc., y con su transformación en urbanizable. La conversión posterior en suelo urbano seguía multiplicándose, y elevaba tanto los costes que éstos habían de compensarse con la verticalidad. La Reforma de 1998 de la Ley del Suelo y Valoraciones hecha por el PP ofreció la posibilidad de convertir en urbanizable cualquier parcela de territorio, con lo que liberó suelo para el mercado en un momento en que la vivienda se convertía en simple inversión. En cierta forma institucionalizó la especulación. Al bajar los tipos de interés y caer la Bolsa, la constante subida de precios hizo muy rentable la compra de pisos (entre 1996 y 2005 el coste de una vivienda en la costa se triplicó). La prueba es que en 2001 el 16% de las casas en la provincia estaban vacías; tan sólo en Alicante había 22.000. Lo primero que hizo la administración “Popular” fue autorizar las obras paralizadas por una serie de ilegalidades, a destacar el edificio Alicante (antes Feygon), verdadero mastodonte arquitectónico situado en la zona comercial, y elevar la altura permitida de los futuros edificios a quince plantas. Las normas fijadas por el PGOU anterior se volvían trabas para los constructores, que presionaron para la confección de un nuevo PGOU más permisivo. Éste comenzó a confeccionarse en el 2000 y en 2002 fue publicado un avance. El boom inmobiliario fue prolongado por un fuerte desarrollo del crédito y por la llegada de capitales extranjeros, fruto de la internacionalización del mercado hipotecario y del mercado de segundas residencias. Ahora el negocio inmobiliario pasa por atraer a la clase dirigente europea, adaptando la oferta al modo de vida confinado de los ejecutivos en vías de jubilación: buenas comunicaciones, videovigilancia, piscinas, garajes, campos de golf y puertos deportivos. La política de las conurbaciones costeras se rige directamente por el negocio de la construcción. Tanto el parloteo sobre crecimiento “sostenible” como la nueva normativa (la Ley Urbanística Valenciana y la Ley de Ordenación del Territorio) no hacen más que anunciar que en lo sucesivo el abuso será disimulado y regulado. El segundo sector en influencia es el de la distribución (en Alicante el 44% de las empresas son comercios, y la mitad de la superficie dedicada al comercio corresponde a centros e hipermercados). Los centros comerciales no son lugares de aprovisionamiento sino verdaderos instrumentos urbanizadores. Son los actuales referentes urbanos, los auténticos puntos de orientación; definen los nuevos distritos funcionales de la conurbación y tienden a concentrar en ellos toda la actividad comercial, cultural o de ocio. Difícilmente hallaremos fuera de esos centros una librería o un cine en Alicante -y eso que uno de los proyectos temáticos de la corporación es una “ciudad del cine.” En ellos la vida cotidiana de las gentes se vuelve susceptible de tratamiento industrial. La globalización económica, ocurrida entre 1995 y 2005, ha producido cambios de alcance mayor que los precedentes en cuanto al trabajo, al modo de vida y al tipo de sociedad. En el periodo globalizador el alicantino medio simplifica radicalmente su modo de vida cotidiano. Recluido en su piso, sólo sale de él para ir en coche a los espacios privilegiados de encuentro con la mercancía, los centros lúdicos y comerciales, los paseos playeros o las calles de un centro tematizado, securizado y recalificado, de donde se han eliminado todas las trazas de pobreza, marginación y miseria. De ahí la demanda incesante de aparcamientos y locales comerciales. Alicante forma parte del mercado mundial y quien mejor podía ilustrarlo es la población emigrante que llega de países empobrecidos por el capitalismo para desempeñar los trabajos más volátiles y se hospeda en los huecos de los barrios degradados que abandonan los trabajadores con mejores perspectivas, como por ejemplo Virgen del Remedio, Virgen del Carmen, Juan XXIII, San Antón o San Gabriel. En Alicante ya hay unos treinta mil, y a ellos corresponde el último incremento de la población. No se trata de una subclase, de un nuevo lumpen. Son trabajadores arrancados por la mundialización capitalista de sus pueblos y ciudades y lanzados al mercado del trabajo internacionalizado en las peores condiciones posibles. Son la avanzada de un movimiento similar al que llevó a las ciudades a millones de campesinos entre 1940 y 1980, y los efectos que producirán en las zonas avanzadas del capitalismo serán considerables. La cuestión social no podrá plantearse de nuevo sin contar con ellos.
Si una crisis financiera no lo remedia, apoyada por una sequía brutal que paralice cualquier trasvase, la lógica capitalista empujará la conurbación alicantina a continuar creciendo indefinidamente, destruyendo más territorio y concentrando más población. Las 15.000 viviendas inútiles del Plan Rabasa serían el ejemplo más inmediato, pero no el peor, pues la oferta de suelo no para de crecer al descomponerse las economías pequeño industriales de los municipios del interior y convertirse éstos en satélites de la economía depredadora del litoral. Evidentemente si que quiere defender el territorio de la avalancha de planes que pugnan por realizarse habrá que detener el proceso urbanizador enfrentándose a los poderosos intereses inmobiliarios, ampliamente representados en los consistorios municipales por políticos corruptos y en los venales consejos directivos de las cajas de ahorro. Hará falta un movimiento de masas con un programa de lucha bien claro, que separe los bandos. Para empezar habría que desechar todas las reivindicaciones que impliquen desarrollismo, como por ejemplo las que propugnan los socialistas en la oposición, las plataformas de la izquierda “verde” o los ecologistas: compra municipal o regional autonómica de terrenos y edificios, turismo verde, construcción de vivienda de renta “baja”, valoración del suelo rústico, etc. Otras pueden servir para preparar la reapropiación colectiva del espacio si se sitúan en la perspectiva de la desurbanización y la ruralización: moratoria de proyectos, gravamen de casas no habitadas, agricultura biológica, huertos urbanos, rehabilitación de casas obreras…, a las que añadiríamos la ocupación de edificios vacíos, el rechazo del transporte privado, el boicot a las grandes superficies, la intervención del precio de la vivienda y el bloqueo de las cuentas de las empresas constructoras. Para hacer habitable Alicante habrá que desandar el largo proceso urbanizador que hemos descrito y demoler las dos terceras partes de sus edificaciones. La lucha social será fundamentalmente antidesarrollista y desurbanizadora, o no será. No obstante, ni la supresión del mercado de la vivienda, ni la reconstrucción del campo serían suficientes sin la compañía de un estilo de vida ajeno al consumismo, sin la abolición del trabajo asalariado, sin la reconstrucción del espacio público, sin la supresión del sistema de partidos, sin la vuelta a la asamblea ciudadana, sin la recuperación de saberes perdidos o de costumbres desusadas, sin los intercambios comunitarios, sin el establecimiento de formas de convivencia humanas, libres e igualitarias partiendo de lo local, y sin los demás aspectos de la autogestión territorial generalizada.