El trabajo en la pandemia


El Metro de Madrid Sur en Hora Punta

A ver, cuando hace muchos años entré en contacto con el anarquismo, lo que me sedujo de su teoría, no fue el anhelo de libertad ni mucho menos. Yo sabía entonces que eso de ser libre, no era más que tener una cuerda un poco más larga atada al cuello. Ni la cuestión de participar en política y tomar decisiones, que es algo que en mi caso es bastante complejo, porque no sé lo que voy a hacer, hasta que lo hago. No digamos ya lo de la acción directa, que me resulta agotadora, y más y más a medida que más te metes en ella y adquieres habilidades portentosas… Hombre, está claro que si eres partidario de la acción directa, y en la primera semana te estrellas con la furgoneta de la megafonía y sale todo ardiendo en la caseta de feria pro-presos, no te llaman más ni para tomar cervezas. Porque mientras más sepas de algo, mientras más activo seas, mientras más problemas resuelvas, más trabajo te echan encima, lo juro. En fin, podría pasarme un rato hablando de lo que me aburren y fatigan las asambleas, las tareas colectivas y todo eso. Y por resumir, a mí lo que me atrajo del anarquismo fue su promesa de no tener que trabajar, simplemente organizando las cosas un poco.

La idea es muy sencilla. Si resulta que en un siglo la productividad se ha multiplicado por cien, la jornada de trabajo se podría reducir –es un poner– por cien. O sea, la CNT logró en la Huelga de la Canadiense las ocho horas de trabajo, que son 480 minutos diarios de curro, dividido entre cien, serían cuatro minutos y pico de trabajo al día. Redondeo a la baja: con cuatro minutos podríamos tener ropa, comida, vivienda, sanidad y educación para todo el mundo. Una vida muy larga, sana, optimista, cómoda y segura, cuidándonos los unos a los otros, y disponiendo de tiempo suficiente para dedicarlo de forma voluntaria al lujo, a la estética, o en mi caso, al sexo. ¿Qué es lo que impide que esta noble situación colectiva llegue por fin? Pues la avaricia de los ricos, el ansia de mandar de los poderosos, y la precariedad de los dominados. Como bien sabemos, poder y dinero suelen ir cogidos de la mano. Y ser antiestético, va con ser pobre.

Todo esto del trabajo viene a cuento, porque estamos viendo como en Madrid la pandemia se ha disparatado, y miles de contagios y cientos de fallecimientos evitables se están produciendo. Se demuestra así que las mascarillas son absurdas, si el currotariado sigue estando obligado a trabajar como bestias por un sueldo irrisorio, o a morirse de hambre. Hay –por lo tanto– un gran malentendido entre un proletariado obligado a llevar a cabo jornadas peligrosas y extenuantes, y un mundo en el que el trabajo necesario se puede repartir, y el trabajo innecesario se puede eliminar. Y se demuestra también la impotencia de un Gobierno de Izquierdas para proteger a la gente que dice representar, pues está maniatado por el entramado legal, por el presupuesto disponible y por su propia palabrería, así mientan aunque no muevan los labios.

Y esta es la propuesta del anarquismo: crecer. Que ya está bien de que los doctores del Gobierno aprueben limosnas que no dan ni para café con leche, y que para rellenar la solicitud y reunir el papeleo, haya que montar una expedición que ni para el Arca Perdida.

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