Mayo del 68 y sus circunstancias

Mayo del 68 y sus circunstancias

por Miguel Amorós

 

Charla en el Ateneo Libertario de Vallekas, 10 de noviembre de 2018.

 

Hoy en día, resulta difícil colocar la revuelta de Mayo del 68 en su sitio, o sea, en la historia de la lucha de clases, porque la generación titulada de la posmodernidad ya se ha apalancado en las instituciones y desde allí dicta doctrina al respecto. Su concepción del mundo –su “episteme”- es muy diferente a la que tenían entonces los rebeldes, con causa o sin ella. Para esa generación filistea y pragmática que erige el presente inmediato en realidad única, la memoria de las revoluciones no va más allá de una evocación estética y relativista que se puede estirar y retorcer a gusto del intérprete. Según ella, la verdad no existe, pues todo depende de la perspectiva con que se miran los hechos; el privilegiar una visión sobre otras no sería más que autoritarismo. Para quien ha crecido entre renuncias, falsedades y traiciones, la revolución, en tanto que irrupción de la verdad en la historia y destrucción de todo poder, no tiene ningún sentido: a aquella hay que verla simplemente como un “texto” susceptible de variadas lecturas, todas ellas perfectamente válidas. Pretender lo contrario equivaldría a mostrarse como un espíritu intolerante y antidemocrático. Cree el posmoderno a ciencia cierta que al Poder con mayúscula no puede destruírsele, pues todo el mundo forma parte de él. Es legítimo entonces introducirse en sus estructuras –“asaltarlas”- y jugar con ellas en su propio beneficio. A partir de ese momento, el oportunismo político recibe su consagración ideológica y en consecuencia la autoridad, el privilegio y la explotación, tratan de disimularse bajo conceptos nebulosos como empoderamiento, contrapoder o dispositivo. El pensamiento débil es la ideología dominante en el capitalismo crepuscular, debido a que la insatisfacción de un par de generaciones diplomadas de clase media se han convertido en un factor a tener en cuenta.

 

Desde que la filosofía universitaria se reconvirtió -primero en Francia, después en América y luego en el mundo entero- nos vemos inundados de exabruptos lingüísticos tales como multitud, rizoma, redes, diversidad, sistemas de intercambio simbólico o relaciones multidireccionales. Para alguien amamantado en ubres estructuralistas, un lenguaje autorreferencial es la herramienta mejor indicada para ocultar (se dirá “repensar”) los antagonismos de clase y negar la posibilidad de una conciencia de clase. Gracias a una obtusa terminología, la vida social concreta se vuelve biodegradable en un ininteligible universo especulativo. Corrigiendo a Orwell, podría decirse que quien “repiensa” el pasado de tal guisa prepara el futuro a medida. Por sus palabras los conoceréis, más que por sus cosas: si aquellas son espesas e indigestas, estas últimas son bastante ligeras y obvias. La vanguardia posmoderna está constituida por una legión de tecnócratas -vampiros “dialógicos”, máquinas deseantes, académicos ciudadanistas y dinamizadores culturales a sueldo- que por encima de todo son gente de orden (son la “nueva socialdemocracia”), y, por lo tanto, tecnófilos convencidos. En el momento en que el espectáculo se apodera de la sociedad, toda actividad desde las instituciones se vuelve espectacular, y, en el caso que nos ocupa, apologética: Nada adquiere visos de realidad desde fuera del Poder. Sin embargo, la verdad es tozuda y se abre camino gracias a quienes abominan de la deshonestidad y el postureo, esperando los estallidos de cólera popular que la volverán practicable. El Poder reina, pero no gobierna. Los trajes de neolengua están hechos de humo. En realidad, la historia existe, la verdad objetiva existe, y lo que para los posmodernos es peor, la clase proletaria pugna por recomponerse y la revolución, el “gran relato”, todavía es posible y deseable. La lucha por liberar espacios de la opresión del Estado y del Mercado sigue vigente.

 

Desde un punto de vista subversivo, el único que nos puede interesar, Mayo del 68 fue ante todo un hecho revolucionario. El tiempo transcurrido entre el cierre de la universidad de Nanterre y la vuelta al trabajo en la factoría Citroën -entre el 3 de mayo y el 23 de junio de 1968- fue una explosión de libertad (“Prohibido prohibir”), la mayor huelga salvaje de la historia, el fenómeno histórico reciente más influyente en Francia y fuera de ella, determinando la protesta social y condicionando la política, la cultura y la sociedad europea durante más de una década. El Poder tuvo que reinventarse, la economía hubo de reestructurarse, y al pensamiento dominante, el de la dominación, le tocó reelaborarse –“repensarse”- unas cuentas veces. Las distintas conmemoraciones oficiales u oficiosas del “gran acontecimiento” que han ido sucediéndose hasta hoy no son más que la recuperación y el reciclaje para el Estado, los mercados y la propaganda del sistema, de los fragmentos neutralizados del legado de Mayo. Filósofos, sociólogos, policías e historiadores han aunado sus esfuerzos con los de los expertos desinformadores, políticos, financieros, empresarios y altos ejecutivos para que, trascurrido el tiempo necesario, se contemple como una modernización lo que no fue otra cosa que una revolución.

 

Hay que considerar que los jóvenes que actuaron como detonante del movimiento provenían de una generación que no hizo la guerra, que no había conocido la escasez material y que accedía masivamente a los estudios superiores sin trabas clasistas de consideración. Una generación con puntos de vista enfrentados con las generaciones anteriores. Pero el conflicto generacional solamente fue el aspecto más superficial de una crisis que estaba a punto de manifestarse en todos los terrenos. El Estado gaullista se extendía por todas partes creando un vacío a su alrededor. En puridad, no había sociedad civil, sino solo poder administrativo. El conservadurismo de la dominación lo cubría todo, nada quedaba para la improvisación: “Francia se aburre”, dijo el diario “Le Monde”, calificado por algunos de “portavoz oficioso de todos los poderes”. Se vivían años de bonanza económica y de incipiente consumismo, pero no estaba claro si morirse de hambre era mejor que palmarla de tedio. Algo había que hacer, por ejemplo, reivindicar. Cualquier cosa, menos leer a Sartre, el amigo de los regímenes totalitarios, o a Althusser, el “sombrío demente” que postulaba “un proceso histórico sin sujeto”. A principios del curso 67-68, las demandas estudiantiles eran puramente académicas (libre circulación por las residencias, exámenes, horarios y cosas así); pero a mediados, se pondrían en solfa los principios sobre los que se asentaba la universidad. No se quería una universidad tecnocrática, es decir, integrada en la producción capitalista, sino una universidad “popular.” El movimiento estudiantil se transformó en un bastión del desorden donde los más osados querían vivir sin trabas, no sobrevivir en un mar de tiempos muertos. Sin embargo, ese rechazo de una vieja enseñanza que tendía a modernizarse dentro de un sistema anquilosado y autoritario, esa voluntad aperturista hacia “el pueblo” y esas ansias de vivir intensamente, escondían el miedo comprensible del estudiante a un futuro difícil una vez terminados los estudios. El ser y el devenir de los estudiantes en el medio capitalista –su “miseria”- habían sido ridiculizados en un célebre folleto editado primeramente en Estrasburgo que causó gran escándalo. El estudiante, destinado a no ser más que algo similar a un obrero de oficio, se refugiaba en una rebeldía ilusoria vehiculada por los grupúsculos, pensando que al fin y al cabo sus modestas expectativas estaban a salvo. Quería un cambio, una renovación lo más de acorde posible con sus intereses pero respetando sus fantasmagorías ideológicas; deseaba una reforma, una “democratización” en suma del sistema de enseñanza de clase, pero con todos los oropeles del radicalismo. En cambio, en los medios obreros no se abusaba del vocabulario extremista, pero se evidenciaban síntomas de disfuncionamiento sindical agudo, puesto que ya no eran infrecuentes las huelgas al margen de los desacreditados sindicatos e incluso contra ellos. El término de “salvaje”, usado para adjetivar las huelgas inesperadas, no autorizadas ni controladas por las organizaciones sindicales legales, devino de uso cotidiano.

 

En una universidad donde el sindicalismo estudiantil había tocado fondo, y por lo tanto, donde no existía el control social de los mediadores, el cierre de facultades, las expulsiones de alumnos y los ataques de la policía soliviantaron más los ánimos que el pretexto en boga de la invasión norteamericana del Vietnam. Las barricadas del Barrio Latino fueron el resultado. Tal como decía una famosa inscripción, “las barricadas cierran la calle pero abren el camino.” El adoquín tuvo un empleo apropiado (“Bajo los adoquines, la playa”). El problema de la violencia quedó a la orden del día como acto político. Los grupúsculos fueron superados pues sus dirigentes no tenían claro lo de ponerse al lado de un movimiento “pequeño burgués”. En verdad, preferían ponerse al lado del Partido Comunista “junto con los obreros”. Sin embargo, el embridaje de las masas obreras por parte de los sindicatos, no permitía esa convergencia burocrática. El nudo gordiano se deshizo gracias a la huelga general espontánea que se extendió por el país e indujo ocupaciones en las fábricas y lugares de trabajo. Hasta los empleados de la radio y televisión pública se apuntaron. El transporte quedó totalmente paralizado. En total, diez millones de operarios se vieron afectados. Durante el periodo de agitación previo a Mayo, los trabajadores se habían convencido de la eficacia mayor de la movilización comparada con la negociación sindical en la obtención de sus demandas. En fin, la aparición de los obreros como fuerza activa y numerosa cambió la finalidad del movimiento e hizo que apuntara hacia metas revolucionarias, por más que nadie exigiera un cambio de gobierno ni de nada. Parecía ser suficiente conque éste no se manifestara. “Fin de la universidad” fue la consigna correcta. Ya no bastaba con transformar la universidad: había que transformar la sociedad en su conjunto. La universidad no cambiaría mientras no cambiara el sistema, pero eso incumbía hacerlo a la clase revolucionaria mediante el poder absoluto de los consejos obreros y la realización de la sociedad sin clases. Las ocupaciones fueron el verdadero comienzo de la lucha contra el engranaje capitalista.

 

En plena revuelta, los estudiantes ya no querían formar parte del sistema. Se formularon teorías sobre la explotación que padecían en los centros y sobre su carácter potencialmente proletario. Los llamamientos a solidarizarse con los trabajadores fueron constantes (“Vuestra lucha es la nuestra”), pero no se confluiría en un mismo terreno. Cada cual se quedó en el suyo, aislado, unos en la calle y otros en las fábricas, talleres y oficinas ocupadas. Mientras tanto, las paredes tuvieron la palabra y la imaginación subió al poder. La originalidad y exuberancia de los contenidos indicaban que los autores de las pintadas eran individuos anónimos, no militantes. Las asambleas fueron abiertas, libres, alegres y gozosas, aunque los intentos de manipularlas por parte de los grupúsculos se hicieron constantes. La barrera entre los sexos se difuminaba. La gente se hablaba, la comunicación tenía lugar sin intermediarios y el deseo se liberaba. “Tomad vuestros deseos por realidades” decía una pintada muy recordada. Se trataba de hacerlo todo en común, de discutirlo todo, de no delegar (“Todos somos delegados”) ... Y en tal original medio se cuestionaba hasta el mínimo detalle el imperialismo, el capitalismo, la burocracia, las jerarquías, los dirigentes, los partidos, el militantismo, las ideologías, la sexualidad, las elecciones (“Elecciones, engañabobos”), etc. Durante un par de semanas, el Estado, la tele y los coches fueron los grandes ausentes. Entonces, cualquier cosa pudo ser posible.

 

La revuelta de Mayo no fue un fenómeno exclusivamente francés, puesto éste que se daba en todas las universidades del mundo y repercutía o amenazaba con hacerlo en los sectores desfavorecidos de la población. Los estudiantes tomaban las facultades y salían a la calle en Estados Unidos, México, Japón, Alemania, España, Italia, y un montón de países más, pero su protesta no encontraba los aliados suficientes para emprender una ofensiva. Algunos marginados, vecinos, jóvenes trabajadores y empleados con ganas de pelea, subproletarios del suburbio, periodistas, intelectuales y artistas desclasados, etc.: un medio muy heterogéneo. La salida de la crisis estaba en manos de los obreros, pero a estos el sistema de enseñanza, por muy popular que deseara ser, no les interesaba. A los sindicatos, menos. Estos eran todavía muy fuertes y se bastaban para encauzar el malestar obrero manteniendo a distancia a los irregulares. La creatividad sin trabas, la vida cotidiana sin constricciones, el deseo liberado, la comunicación directa, la poesía hecha por todos, etc., eran conceptos difíciles de penetrar en una mentalidad prosaica y esclava de convenciones determinadas por el capitalismo. En Francia, los estalinistas y los sindicalistas profesionales tuvieron relativamente éxito. La tentación de las mejoras pecuniarias es efectiva cuando no se vislumbran mejores salidas inmediatas, y la mayoría de los obreros, demasiado atada a los imperativos del consumo, no contemplaba una revolución como algo factible. El control obrero, los consejos y la autogestión nunca figuraron en las tablas reivindicativas, como tampoco, en otro orden de cosas, la equiparación salarial entre hombres y mujeres. En cuanto al campo, la ruralidad simplemente se ignoraba. Aun así, muchos obreros, empezando por los de la Renault, fábrica señera del proletariado francés, rechazaron los Pactos de la calle Grenelle y se negaron a poner fin a la huelga. Por si acaso, el presidente De Gaulle, en un discurso a la nación, tuvo buen cuidado en señalar la posibilidad de escoger entre unas elecciones legislativas o un ejército en la calle. Era el momento en que el proletariado tenía que dar un paso adelante en su autonomía o echarse para atrás.

 

Nadie creyó posible resistir a los tanques, ni consideró viable una revolución consejista con tantos enemigos internos. El movimiento quedó sentenciado. La normalidad regresó con la apertura de las gasolineras y el tránsito rodado. El automóvil por la calle fue todo un símbolo del retorno del orden. La universidad se volcó en sí misma y se preparó para absorber todas las innovaciones reclamadas. De factor desencadenante, se convertirá durante los meses posteriores en factor regresivo de primera magnitud, o dicho en lenguaje político, en “laboratorio de la participación.” En el curso siguiente, bajo una cobertura seudo radical, se readaptaría y se reafirmaría como elemento clave en la formación de pequeños “cuadros” y en la fabricación de ideología. El izquierdismo contribuyó en gran medida. Los filósofos posmodernos entonces tomaron posiciones en los departamentos universitarios para poder vender luego su quincalla al gran público. Una vez que Mayo dejó de considerarse un peligro, la literatura posmoderna acaparó los medios y se volvió imprescindible en todo estudiante que quisiera estar al día. Su principal característica, la irracionalidad, encajaría perfectamente con la falta de sentido de una vida orientada por las necesidades de un mercado mundializado y controlada por un sistema de estados-gendarme.

 

En Mayo del 68 se puso de manifiesto un pensamiento subversivo, un estilo libertario de expresión, muy ligado a la práctica. Sus precedentes no hay que buscarlos en los catecismos izquierdistas que constituían el alimento principal de los militantes grupusculares. Mucho menos en las andanadas estructuralistas y existencialistas de la reacción universitaria. Desde los años cincuenta existía una corriente marxista crítica que partía de la desmitificación del estalinismo, denunciado como el régimen totalitario de una clase dominante, la burocracia de partido, que explotaba a los proletarios apropiándose colectivamente de la plusvalía. Los beneficios se traducían en privilegios y ascensos dentro del aparato estatal. El llamado socialismo soviético no era sino un capitalismo burocrático de Estado, sin separación de poderes ni intermediaciones democrático-parlamentarias reales. La crítica del estalinismo implicaba el rechazo del partido único, del vanguardismo y del centralismo orgánico. La crítica del reformismo cuestionaba el sindicalismo de concertación y el parlamentarismo. En un contexto revisionista crítico, los marxistas heterodoxos, Lukacs joven, Korsch, Pannekoek, Rosa Luxembourg, Wilhelm Reich, Georges Sorel, etc., llamaron la atención, al igual que los escritos del joven Marx y de Freud, los tratados sobre la guerra de Clausewitz, las diatribas contra el Estado de Bakunin, el “único” de Stirner y las Lecciones de Filosofía de la Historia de Hegel. El concepto de alienación, especialmente como lo formulaba Marx en “El fetichismo de la mercancía”, una sección del primer capítulo de “El Capital”, volvió a ocupar un lugar destacado en la crítica teórica. Con tal bagaje se puso de relieve la gran mentira de la ideología marxista-leninista, una especie de determinismo económico y cientismo mecánico derivado de la concepción materialista burguesa del mundo. Y al mismo tiempo, se revalorizó el papel del anarquismo y del sindicalismo revolucionario en el movimiento obrero.

 

En el ámbito de la crítica moderna de los años sesenta, encontramos a grupos como los surrealistas; a revistas como Socialisme ou Barbarie, Noir et Rouge, Invariance o l’Internationale situationniste; a editoriales como Cahiers Spartacus o Éditions de Minuit; y a intelectuales como Albert Camus, Henri Lefebvre, Herbert Marcuse, Daniel Guérin, Guy Debord o Raoul Vaneigem. El estudio del capitalismo de posguerra trajo a la palestra temas como el urbanismo, la tecnología, la política sexual, la vida cotidiana o el espectáculo. Un nuevo concepto de miseria, una caracterización más profunda de la oposición de clases y una nueva definición de proletariado resultaron más adecuadas para el análisis de la situación presente. Se criticó a los sindicatos como instrumento capitalista regulador del mercado laboral tal como ya habían hecho la izquierda consejista y el tándem Péret-Munis. Fueron redescubiertas formas de organización no estatista y de emancipación del trabajo como los soviets, los consejos obreros y las colectividades de la revolución española, y se rescataron del olvido formas de autogobierno como los realizados por los marinos de Kronstadt, por el ejército makhnovista o los revolucionarios húngaros de 1956, o sea, la parte no vencida de un proyecto revolucionario provisionalmente derrotado. El camino hacia el comunismo habría de apoyarse en el fin de la división entre obreros nacionales y foráneos, entre trabajadores manuales e intelectuales, entre campesinos y urbanitas, y entre dirigentes y dirigidos, es decir, habría de pasar por la supresión de fronteras, por la democracia directa, por la autogestión generalizada y por la abolición del Estado. “Fin de la separación”, retorno a la dialéctica.

 

En Mayo del 68 no llegaron a criticarse los estereotipos de género. Bien que la presencia de mujeres abundase en comisiones de trabajo, asambleas y manifestaciones, estas no subían a la tribuna ni ejercían casi nunca de representantes o portavoces. Sí, en cambio, pasaban a máquina los comunicados, preparaban bocadillos y gestionaban las improvisadas guarderías. Solamente un grupo compuesto exclusivamente por mujeres, Femenino Masculino Porvenir, FMA, se dará a conocer a finales de junio, pero sin llegar a cuestionar la mayoría masculina en la dirección del movimiento, y, por consiguiente, sin poner en la picota al patriarcalismo. La cuestión femenina no se desplegará en toda amplitud, siempre dentro de parámetros revolucionarios, hasta la constitución durante la primavera de 1970 del Movimiento de Liberación de las Mujeres, MLF. Mayo no hizo más que desbrozar el camino. Distintos asuntos como la ecología, el feminismo, las comunas, la antipsiquiatría, el budismo, las drogas y los derechos de los homosexuales, llegarán desde Estados Unidos por la vía el rock y la contracultura y por desgracia se amalgamarán con el izquierdismo -sobre todo con el de los “mao-spontex”- cuyo discurso ayudarán a modernizar.

 

Dado los rasgos libertarios de Mayo del 68 como por ejemplo el rechazo a toda clase de dirigentes, la subjetividad radical, la negación del Estado (la frase “Nosotros somos el poder” iba por ahí), el rechazo del consumismo, etc., podría suponerse la existencia de un movimiento anarquista de alguna envergadura. En efecto, las banderas negras ondeando en las barricadas fueron numerosas, pero no las sostenían anarquistas organizados. Tampoco destacó la propaganda específicamente anarquista. Solamente tres o cuatro panfletos podrían calificarse así. Hubo anarquistas en el Movimiento 22 de Marzo, en el Consejo por el Mantenimiento De las Ocupaciones que sentaba sus reales en el Instituto Pedagógico Nacional (con los situacionistas), en algún que otro comité de instituto, en los ocupantes de la Casa de España y en el Comité de acción Trabajadores-Estudiantes instalado en el anexo Censier. El anarquismo tradicional de la Federación Anarquista fue en gran medida indiferente al movimiento y el resto, mayoritariamente hijos de refugiados españoles de la CNT, era demasiado exiguo como para llamar la atención entre los miles de activistas. Cierto es que la literatura anarquista floreció después de Mayo y que se crearon nuevos grupos y publicaron revistas más interesantes que “Monde libertaire” -incluso se fundó un partido, la ORA, a imagen de los partidos izquierdistas-, pero el anarquismo en sí, ni en Mayo ni después, brilló con luz propia y no consta que escribiera páginas especialmente memorables. Se le abría por delante, eso sí, un largo debate interno que nunca concluiría, y un porvenir con grandes altibajos.

 

Mayo del 68 no fue una revolución al uso y tuvo un impacto mayor que el de muchas revoluciones. A pesar de fracasar, repercutió durante años en toda la sociedad francesa. En ese sentido, no fracasó. “Esto no ha terminado, la lucha continúa” fue una consigna perfectamente válida durante mucho tiempo. Si bien no acabó con el sistema a pesar de tenerle entre las cuerdas, le obligó a reconvertirse hasta extremos imprevisibles. Las escuelas, las facultades, las fábricas, las profesiones, los medios de comunicación, las fuerzas represivas, la propaganda política y el sinfín de instituciones que dan forma al control social, experimentaron cambios notorios. Solamente así el dominio formal del capital pudo convertirse en dominio real, y la mercancía logró ganar la partida. La capacidad contrarrevolucionaria del estalinismo en el medio obrero quedaría agotada para siempre. La revuelta finalmente no triunfó, pero sus huellas tardaron en borrarse. Su recuerdo sobrevive por encima del maquillaje con el que se pretende liquidar su herencia mientras continúa asediando la mala conciencia de las elites y sus servidores, y son precisamente esos continuos esfuerzos por enterrarlo y cerrar su sepulcro bajo siete llaves los que revelan su innegable naturaleza revolucionaria. Como decía un conocido cartel: “Burgueses ¡no habéis comprendido nada!”. Cámbiese la palabra “burgueses” por la de “dirigentes”, “posmodernos”, “políticos” o “ejecutivos” y la frase será perfectamente válida en este siglo, cincuenta años después de haber sido pronunciada.

 

 

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