Científicos del poder, al menos en lo que se refiere al tema el tema la dominación másculina, como Engels que mostró a los iroqueses como matriarcales cuando tú mismo has dicho que eso es falso.
En fin, paso de contestar disparates. Bachofen en el siglo XIX enunció la posibilidad de un matriarcado primitivo. Esa creencia la tuvieron otros científicos sociales. Esa idea actualmente ha sido abandonada ya que no existe evidencia al respecto.
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Voy a seguir plantando autores y monografías, de la gente que ha estudiado esto del sexo en sociología. Lejos de ser las mujeres las que han aportado puntos de vistas feministas del tipo "las mujeres son dominadas por los hombres", han sido ellas las que más se han esforzado por mostrar las formas mediante las cuales eluden la dominación, obtienen estatus de prestigio... Llegaron a mostrar a los investigadores masculinos como "androcéntricos" al mostrar a las mujeres como simples sujetos pasivos. Téngase paciencia, porque estoy colocando capítulos enteros de literatura fácilmente accesible, de cara a que se comprenda qué en temas de dominación, hay que distinguir también la sociedad y el tiempo en que se vive, dado que la discriminación funciona mayormente en sociedades belicosas, o en sociedades estratificadas por clase social y propiedad. La idea que aportan, es que el futuro no está escrito, y la igualdad plena entre hombres y mujeres es un objetivo que podemos lograr.
Todo lo anterior, para decir:
Que la dominación hay que verla en su contexto.
Que el que los hombres ejerzan la dominación, no quiere decir que la ejerzan en todos los ámbitos.
Que eludir o sortear la dominación, no es lo mismo que ejercerla.
Religión y política sexual
Con frecuencia, las mujeres se hallan excluidas de las principales fuentes del poder religioso. Incluso donde predominan los rituales de tipo individualista, las mujeres suelen tener menos acceso que los hombres a lo sobrenatural. Rara vez toman parte en las búsquedas de visiones que confieren a los varones la seguridad necesaria para ser agresivos y matar con impunidad. Y rara vez se les permite ingerir las sustancias alucinógenas que otorgan a los hombres un conocimiento directo de la realidad que subyace en las apariencias mundanales.
De todos los complejos comunitarios, uno de los más difundidos tiene como objetivo explícito la conservación de un monopolio masculino sobre los mitos relativos a los orígenes humanos y la naturaleza de los seres sobrenaturales. Este complejo comprende ritos de iniciación de carácter secreto para los hombres, residencia separada de los varones en casas especiales de las que están excluidos niños y mujeres, danzantes masculinos enmascarados que personifican a los dioses y seres espirituales, la bramadera, de la cual se dice que es la voz de los dioses y que es agitada entre los matorrales o en la oscuridad para atemorizar a las mujeres y muchachos no iniciados; el almacenamiento de las máscaras, bramaderas y de- más objetos sagrados en la casa de los hombres; la amenaza de muerte o ejecución efectiva de cualquier mujer que admita conocer el secreto del culto, y la amenaza de muerte o ejecución de cualquier hombre que revele los secretos a mujeres o muchachos no iniciados.
Por último, las religiones de tipo eclesiástico también se caracterizan por una interconexión funcional entre los rituales y mitos dominados por los varones, de una parte, y la supremacía masculina, de otra. Tanto en Roma, Grecia, Mesopotamia, Egipto y el antiguo Israel como en los mundos musulmán e hindú, los sumos sacerdotes eran hombres. Las sacerdoti- sas de alto rango con control autónomo sobre sus propios templos, como en la Creta minoica, son en todas partes la excepción, incluso cuando los cultos eclesiásticos comprenden deidades femeninas. Hoy en día, los hombres siguen dominando la organización eclesiástica de todas las grandes religiones mundiales. Las tres grandes religiones de la civilización occi- dental —cristianismo, judaismo e islam— hacen hincapié en la prioridad del principio masculino en la formación del mun- do. Identifican al dios creador con «Él», y en la medida en que admiten deidades femeninas, como sucede en el catolicismo, les asignan un papel secundario en el mito y el ritual. Todas sostienen que primero fueron creados los hombres, y después, las mujeres a partir de una pieza del hombre.
Roles sexuales y etnografía: las mujeres son desiguales, pero no tanto.
Es importante estar prevenido frente al empleo de formas de jerarquía política estratificadas de nivel estatal avanzado como modelo de todas las políticas sexuales. Además, no se puede pasar de la proposición de que «las mujeres están subordinadas en cuanto a la autoridad política en la mayor parte de las sociedades» a «las mujeres están subordinadas en todos los aspectos en todas las sociedades». Como señala Eleanor Leacock (1978:247), la misma idea de «igualdad» y «desigualdad» puede representar una errónea comprensión etnocéntrica del tipo de roles sexuales que existen en muchas sociedades. Leacock (1978:225) no discute el hecho de que «cuando se desarrolla un control desigual de los recursos y una subyugación por la clase y por el sexo», son las mujeres quienes, en general, quedan sometidas a los hombres (reconociendo, evidentemente, que el grado de subyugación variará dependiendo de las condiciones ecológicas, económicas y políticas).
Pero en ausencia de clases y del Estado, Leacock sostiene que los roles sexuales son simplemente diferentes, no desiguales. Ciertamente, hay una gran evidencia que indica que el poder de cualquier tipo, ya sea de los hombres sobre los hombres o de los hombres sobre las mujeres, fue trivial o inexistente en muchas (pero no en todas) sociedades organizadas en bandas y aldeas, por las razones discutidas en el Capítulo 9. Ley, orden y guerra en las sociedades igualitarias. Y hay también una gran evidencia, aportada principalmente por mujeres etnógrafas (Kaberry, 1970; Sacks, 1971; Sanday, 1981), de que el poder de las mujeres ha sido sustancialmente subestimado, mal comprendido por los hombres antropólogos que, hasta hace poco, eran las fuentes principales de datos transculturales sobre roles sexuales (Cuadro 14.2).
El punto de vista de una mujer !kung san (cazadores recolectores hasta los años sesenta)
Las mujeres son fuertes, las mujeres son importantes. Los hombres zhun/twa* dicen que las mujeres son los jefes, las ricas y las prudentes. Ello es debido a que las mujeres poseen algo muy importante, algo que permite a los hombres vivir: sus genitales. Una mujer puede hacer que un hombre viva incluso si está casi muerto. Ella le puede dar sexo y hacer que viva de nuevo. Si ella se nega- ra a hacerlo, él moriría. Si no hubiera mujeres disponibles, el semen mataría a los propios hombres. ¿Lo sabías? Si sólo hubiera hombres, todos morirían. Las mujeres hacen que ellos vivan.
*Zhun/twa es uno de los nombres por los que se conoce a los !kung san. Fuente: Palabras de Nisa, mujer !kung san, según grabación de Marjorie Shostak (1981:288).
Nuevamente los trobriandeses
Incluso uno de los más grandes etnógrafos, Bronislaw Malinowski, pudo quedarse corto a la hora de evaluar los roles sexuales en su clásico estudio de los trobriandeses. Como ya se puso de manifiesto en el Capítulo 10. La economía política del Estado, durante la época de recolección los hermanos trobriandeses dan a los maridos de sus hermanas regalos a base de batatas. Estas batatas proporcionan gran parte del poder político de los jefes trobriandeses.
Malinowski consideraba este tipo de regalos como una especie de tributo anual por parte de la familia de la esposa hacia su marido, y, por tanto, un medio de resaltar y consolidar el poder del varón. Sin embargo, Annette Weiner ha mostrado que estas batatas se dan en nombre de la mujer y en realidad sirven tanto para resaltar el valor de ser mujer como para conferir poder a los hombres. Malinowski pasó por alto el hecho de que el regalo de batatas tenía que ser recíproco y que cuando se devolvía el regalo éste tenía que dirigirse no al hermano de la esposa sino a la esposa de un hombre. A cambio de las batatas recibidas en nombre de su mujer, el marido trobriandés tenía que proporcionarle una clara forma de riqueza que podía consistir en faldas de mujer y fardos de «pandanus» y hojas de banana que se usaban para hacer faldas. Gran parte de la actividad económica del marido se dedica al comercio de cerdos y otras mercancías con objeto de proporcionar a su esposa la mayor riqueza posible. Las faldas y los fardos de hojas se exhiben públicamente y se dan para las grandes ceremonias fúnebres conocidas como sagali (que Malinowski conocía, pero que no le pareció oportuno describir con detalle). Weiner (1977:118) afirma que el sagali es uno de los acontecimientos públicos más importantes en la vida en Trobriand. «Nada es tan dramático como ver a las mujeres de pie en un sagali, rodeadas de miles de fardos. Ni hay nada más impresionante que el observar la forma de andar de las mujeres cuando se dirigen al sitio de distribución. Cuando las mujeres van hacia el centro [de la plaza] para arrojar sus riquezas, se mueven con un orgullo tan característico como el de cualquier gran hombre melanesio.»
Si un marido no es capaz de proporcionar a su mujer las suficientes riquezas femeninas como para hacer una buena demostración en el sagali, eso afecta adversamente a sus propias posibilidades de llegar a ser un gran hombre. Sus cuñados pueden reducir o incluso eliminar completamente su regalo de cosecha de batatas si su hermana no puede exhibir y entregar un gran número de fardos y faldas a los familiares del muerto. Según la versión de Weiner no solamente los hombres son más dependientes de las mujeres en cuanto a su poder que en la versión de Malinowski, sino que también las mujeres parecen tener mucha más influencia por derecho propio. Ella termina diciendo que demasiado a menudo los antropólogos «han permitido que la “política hecha por los hombres” estructure nuestra forma de pensar sobre otras sociedades... llevándonos a pensar de forma errónea que si las mujeres no son dominantes en la esfera política de interacción, su poder, en el mejor de los casos, sigue siendo periférico» (1977:228).
Revisión del machismo. Habilidad de los dominados para eludir la dominación.
En Latinoamérica, los ideales de supremacía masculina se conocen como machismo. En toda Latinoamérica, a los hombres se les exige ser machos —es decir, valientes, sexualmente agresivos, viriles y dominantes sobre las mujeres—. En casa, controlan el dinero a sus mujeres, comen primero, esperan obediencia inmediata de sus hijos, especialmente de sus hijas, van y vienen a su antojo, y toman decisiones que la familia entera debe seguir sin discusión. «Llevan los pantalones», o al menos eso piensan ellos. Sin embargo, como May Díaz ha demostrado en su estudio sobre Tonalá, un pequeño pueblo cerca de Guadalajara, México, existen importantes discrepancias entre machismo como un ideal masculino y machismo como práctica real en el seno de la familia. Aunque las mujeres, aparentemente, parecen aceptar el ser dominadas por sus padres, maridos y hermanos mayores, poseen ciertas estrategias para superar el control del nombre y para salirse con la suya. Una de esas estrategias es enfrentar a un macho con otro.
El caso de Lupita, una joven soltera tonalá, ilustra cómo funciona.
Un día, el hermano casado de Lupita la vio hablando con un joven a través de la ventana de la fachada de su casa. El hermano le preguntó quién era el chico, pero Lupita se negó a decírselo, temiendo que su hermano se lo dijera al padre y le convenciera para que pusiese fin al romance. Lupita decidió manipular las reglas del machismo en su propio beneficio. Mientras ayudaba a su madre a preparar la cena, Lupita se quejó de que la mujer de su hermano era una cotilla y había obligado a su hermano a entrometerse en sus asuntos. Lupita sabía que esto provocaría una respuesta de solidaridad por parte de su madre (más solidaria que si hubiese protestado directamente acerca de su hermano). Ella sabía que su madre estaba en contra de su nuera, que había conseguido mucha influencia sobre el hermano de Lupita y se había interpuesto entre madre e hijo. Esa noche, tan pronto como el padre se sentó a cenar, la madre de Lupita empezó a reñirle por dejar que su hijo se adueñara de su autoridad y por no llevar los pantalones en la familia. Esto hizo que el padre no escuchara lo que su hijo le iba a decir sobre Lupita y se marchó de casa tan pronto como acabó de comer, sin prohibir a Lupita continuar con sus planes de conseguir un pretendiente. De esa forma Lupita y su madre consiguieron sus fines, a pesar de su falta de poder, apelando a la misma norma que supuestamente les priva del poder —un padre debería ser el jefe de su propia casa (Díaz, 1966:85-87).
El reparto de poder entre los sexos rara vez consiste simplemente en que las mujeres estén a merced de los hombres (o viceversa). Como demuestran los estudios realizados sobre Trobriand y Tonalá, los antropólogos varones en el pasado puede que no hayan comprendido los aspectos más sutiles de las jerarquías sexuales. Sin embargo, no debemos caer en la trampa de minimizar las auténticas diferencias de poder que conllevan muchas jerarquías sexuales, poniendo demasiado énfasis en la habilidad de los subordinados para manipular el sistema en su favor. Todos sabemos que, a veces, los esclavos pueden superar a sus amos, que los soldados pueden frustrar a sus generales y que los niños pueden tomar a sus padres como criados. La habilidad para amortiguar los efectos de la desigualdad institucionalizada no es lo mismo que la igualdad institucionalizada.
La guerra y el complejo de supremacía masculina
Como hemos visto (La guerra y la regulación del crecimiento demográfico p. 89), la supremacía masculina puede estar asociada a la guerra. En el combate preindustrial con armas de mano, la victoria pertenece al grupo que puede poner el máximo número de combatientes fieros y musculosos en pie de guerra. Por término medio, los hombres gozan de una ventaja física sobre las mujeres en lo que atañe a la fuerza con que pueden manejar una maza, la distancia a que pueden arrojar una lanza, disparar una flecha o tirar una piedra, y la velocidad con que pueden recorrer distancias cortas (véanse Tabla 14.1 y Fig. 14.2). Esto significa que el grupo que pueda poner el máximo número de combatientes masculinos en el combate será el que tendrá más probabilidades de alcanzar la victoria según los modos de guerra preindustriales. ¿Cómo se logra esto? En las sociedades organizadas en bandas y aldeas y en las jefaturas, las constricciones ecológicas limitan drásticamente el crecimiento de la población. No sólo son los guerreros enemigos los que amenazan la supervivencia, sino también la superpoblación. El problema, por tanto, es doble: maximizar el número de guerreros masculinos y, al mismo tiempo, minimizar la presión demográfica sobre los recursos.
La solución a este problema consiste en criar preferentemente muchachos en vez de muchachas. Esto es lo que indica la correlación entre la guerra, la proporción de sexos favorable a los varones en el grupo de edad más joven, el infanticidio femenino, la preferencia por los niños varones y las tasas de mortalidad infantil más elevadas para las mujeres debidos al trato negligente que reciben y a las privaciones que sufren en su nutrición.
Resta aún la cuestión de cómo entrenar a los varones en la ferocidad y la agresividad de tal modo que arriesguen sus vidas en el combate. Como la preferencia por la crianza de varones supone que existirá una escasez de mujeres y esposas, una forma de asegurarse de que los hombres mostrarán agresividad en el combate es hacer las relaciones sexuales y el matrimonio dependientes de la ferocidad del guerrero. Lógicamente, cabría suponer que la solución al problema de la escasez de mujeres es la poliandria, pero, como hemos visto, esta fórmula es extremadamente rara. De hecho, ocurre justamente lo contrario: en las sociedades preestatales que practican la guerra se da una fuerte tendencia a que los hombres tomen varias esposas; es decir, existe una fuerte tendencia hacia la poliginia. Así, en lugar de compartir las mujeres, los hombres compiten por ellas y la escasez de las mismas se agrava por el hecho de que hay hombres que poseen dos o tres esposas. Esto provoca celos, adulterio y un antagonismo cargado de sexualidad entre hombres y mujeres, así como una hostilidad entre los propios hombres, especialmente entre los jóvenes, que carecen de mujeres, y los mayores, que tienen varias a la vez (Divale y Harris, 1976,1978a, 1978b; Divale y otros, 1978; Howe, 1978; Lancaster y Lancaster, 1978; Norton, 1978).
Adviértase que esta teoría vincula la intensidad del complejo de supremacía masculina preindustrial con las intensidades de la guerra y la presión reproductora. Predice que dondequiera que la intensidad de la guerra y la presión reproductora sean bajas, el complejo de supremacía masculina será débil o estará prácticamente ausente. Esta predicción concuerda con la visión, ampliamente aceptada, de que muchas sociedades cazadoras y recolectoras tenían no sólo bajos niveles de guerra, sino también una considerable paridad sexual y que tanto la guerra como la desigualdad sexual aumentaron con el desarrollo de la agricultura y el Estado. Además, también explica la presencia documentada de fuertes complejos de supremacía masculina en sociedades cazadoras y recolectoras de carácter belicoso, como, por ejemplo, las halladas en Australia. No todas las sociedades cazadoras y recolectoras afrontaban condiciones ecológicas y grados de presión reproductora similares (Leacock, 1978).
Masculinidad, guerra y complejo de Edipo
La explicación anterior invierte las relaciones causales en las explicaciones freudianas de la guerra. Para Freud, la agresividad y los celos sexuales de los hombres eran instintivos. Tanto la guerra como el complejo de Edipo son productos de este instinto de agresividad. Sin embargo, se dispone de numerosos elementos de juicio que indican que la agresividad y los celos sexuales característicos de la personalidad masculina son causados por la guerra, en tanto que ésta viene determinada por tensiones ecológicas y político-económicas. Del mismo modo, el complejo de Edipo no puede ser considerado en sí mismo como la causa de la guerra, sino como la consecuencia de tener que entrenar a los hombres para que arriesguen sus vidas en el combate. Dondequiera que el objetivo de las instituciones de educación infantil sea producir varones agresivos, manipuladores, valientes, viriles y dominantes, es inevitable alguna forma de hostilidad cargada de sexualidad entre los varones más jóvenes y los de más edad. Pero esto no significa que el complejo de Edipo sea una expresión inevitable de la naturaleza humana. Más bien es un resultado predecible del entrenamiento que sufren los hombres a fin de ser combativos y «masculinos».
Modalidades de experiencia sexual
La anatomía no destina a hombres y mujeres a continuar exhibiendo en el futuro las características de personalidad del pasado. Es cierto que los hombres son más altos, fuertes y corpulentos que las mujeres y que tienen niveles más altos de testosterona (la hormona sexual masculina); que las mujeres menstrúan, quedan preñadas y segregan leche. Sin embargo, la moderna antropología se opone al punto de vista de que la anatomía es el destino. Ni los varones han nacido con una tendencia innata a ser cazadores o guerreros, o dominar sexual y políticamente a las mujeres, ni las mujeres han nacido con una tendencia innata a cuidar de las criaturas y niños y a ser sexual y políticamente subordinadas. Más bien ha sucedido que bajo un conjunto amplio, pero finito, de condiciones culturales y naturales, se han seleccionado ciertas especialidades ligadas al sexo en un gran número de culturas. Cuando cambien las condiciones demográficas, tecnológicas, económicas y ecológicas subyacentes a las que están adaptados estos roles ligados al sexo, surgirán nuevas definiciones culturales de los mismos.
La investigación antropológica presta fuerte apoyo al punto de vista de que las definiciones concretas de masculinidad y feminidad halladas en muchas sociedades contemporáneas pueden ser innecesariamente restrictivas e imponer demandas poco realistas. El vigente temor a la desviación sexual, la preocupación del varón por la potencia sexual y la obsesión de la hembra por la maternidad, la competencia sexual y el atractivo sexual no se pueden explicar o justificar a partir de factores puramente biológicos. Patrones alternativos de masculinidad y feminidad que muestren una mayor sensibilidad hacia las diferencias individuales son perfectamente compatibles con la naturaleza humana (Murphy, 1976; Hite, 1976). Realmente, sobre la sexualidad humana en relación con la cultura se sabe muy poco. Sin embargo, los antropólogos tienen la certeza de que los conocimientos sobre la sexualidad obtenidos del estudio de gentes que viven en una determinada cultura nunca se pueden considerar representativos de la conducta sexual humana en general (Gregersen, 1982).
Todos los aspectos de las relaciones sexuales, desde las experiencias infantiles hasta el noviazgo y el matrimonio, manifiestan una enorme variación cultural. Existen numerosas combinaciones diferentes del «libertinaje» y la «mojigatería» de que nos habla Meggitt. Por ejemplo, según Donald Marshall (1971), entre los mangaianos de Polinesia, los niños y niñas nunca se cogen de la mano, y los maridos y esposas nunca se abrazan en público. Los hermanos y hermanas nunca deber ser vistos juntos. Las madres e hijas y los padres e hijos no hablan de cuestiones sexuales entre sí. Con todo, ambos sexos tienen relaciones sexuales antes de la pubertad. Después de ella, ambos disfrutan de una intensa vida sexual premarital. Las muchachas reciben diferentes pretendientes nocturnos en la casa de sus padres, y los muchachos compiten con sus rivales para ver el número de orgasmos que pueden conseguir. A las muchachas mangaianas no les interesan las declaraciones amorosas románticas, las caricias prolongadas o los juegos amorosos preliminares.
La relación sexual no es una recompensa del afecto masculino, sino que el afecto es la recompensa de la satisfacción sexual:
La relación sexual no se alcanza demostrando primero el afecto personal; más bien ocurre lo contrario. La muchacha... mangaiana recibe una demostración inmediata de virilidad y masculinidad sexuales como la primera prueba del deseo de su compañero por ella y como el reflejo de su propia deseabilidad... El afecto personal puede o no provenir de actos de intimidad sexual, pero los últimos son requisitos para el primero, exactamente lo opuesto a los ideales de la sociedad occidental (Marshall, 1971:118).
Según un consenso alcanzado por los informadores de Marshall, los varones buscaban obtener al menos un orgasmo cada noche, y las mujeres esperaban que cada episodio durara al menos quince minutos. Estaban de acuerdo en que los datos que se ofrecen en la Tabla 14.2 eran indicativos de la actividad sexual masculina típica.
Una actitud muy diferente hacia la actividad sexual parece caracterizar a los hindúes. Hay una creencia muy difundida entre los hombres hindúes de que el semen es una fuente de fuerza que no debe malgastarse:
Todo el mundo sabía que el semen no se podía encontrar fácilmente; hace falta cuarenta días y 40 gotas de sangre para hacer una gota de semen... Todos estaban de acuerdo... en que el semen está finalmente almacenado en un depósito en la cabeza cuya capacidad es de 20 tolas (unos 200 g.)... El celibato era el primer requisito en la verdadera salud, puesto que todo orgasmo sexual significa la pérdida de una cantidad de semen laboriosamente formado (Carstairs, 1967; citado en Nag,
En contra de los estereotipos populares relativos al erotismo hindú, hay indicios de que la frecuencia del coito entre los hindúes es considerablemente menor que entre los blancos estadounidenses en grupos de edad comparables. Moni Nag da un resumen (Tabla 14.3) de la media de la frecuencia del coito por semana entre mujeres hindúes y estadounidenses blancas. Queda claro, pues, que, en contra de las impresiones populares, el alto nivel de fertilidad y crecimiento demográfico de la India no es el resultado de un exceso sexual provocado por «no tener otra cosa que hacer para entretenerse por la noche».
La homosexualidad
Las actitudes hacia la homosexualidad oscilan entre el horror y el entusiasmo chauvinista. El conocimiento de la homosexualidad masculina es más completo que el de la femenina. Diversas culturas estudia das por los antropólogos incorporan la homosexualidad masculina en su sistema de desarrollo de la personalidad masculina. Por ejemplo, el berdache u hombre afeminado de los crow concedía sus favores sexuales a los grandes guerreros sin disminuir el estatus masculino de éstos. Por el contrario, ser servido por un berdache era prueba de hombría. Del mismo modo, entre los azande del Sudán, famosos por sus proezas guerreras, los hombres pertenecientes al grupo de edad de los guerreros solteros, que vivían separados de las mujeres durante años, tenían relaciones homosexuales con los muchachos pertenecientes al grupo de edad de los guerreros aprendices. Después de sus experiencias con los «chicos-esposas», los guerreros ascendían al siguiente estatus de edad, se casaban y tenían muchos hijos (Evans-Pritchard, 1970).
La homosexualidad masculina estaba altamente ritualizada en muchas sociedades de Nueva Guinea y Melanesia. Se justificaba ideológicamente de una manera que no tiene equivalentes en las nociones occidentales de sexualidad. No se contemplaba como asunto de preferencia individual, sino como obligación social. Los hombres no eran clasificados en homosexuales, heterosexuales o bisexuales. Todos los hombres estaban obligados a ser bisexuales por deber sagrado y necesidad práctica. Por ejemplo, entre los etoro, que viven en las laderas de las tierras altas de Papua-Nueva Guinea, la visión ende de la homosexualidad gira en torno a la creencia de que el semen es no sólo la fuente de donde proceden los niños, sino también la vida del hombre. Al igual que los hindúes, creen que cada hombre tiene sólo unas reservas limitadas de semen. Cuando se acaban las reservas, se muere. Aunque el coito con su propia esposa es necesario para prevenir un excesivo descenso de la población, los maridos están separados de sus mujeres la mayor parte del tiempo. En realidad, la relación sexual es tabú entre marido y mujer durante doscientos días al año. Los hombres etoro miran como brujas a las mujeres que quieren quebrantar este tabú. Para complicarlo más, las reservas de semen no son algo que nace con el hombre. El semen sólo puede ser obtenido de otro hombre. Los muchachos etoro obtienen sus existencias de semen mediante relaciones de coito oral con hombres mayores. Sin embargo, a los jóvenes se les prohibe tener relaciones sexuales entre ellos y, como en el caso de la mujer excesivamente sexual, a los muchachos ardientes se les considera brujos y se les condena por robar las reservas de semen de sus camaradas. Estos muchachos díscolos pueden ser identificados por el hecho de crecer más rápidamente que los muchachos normales (Kelley, 1976).
La homosexualidad ritual en Nueva Guinea y Melanesia está estrechamente asociada a un elevado nivel de antagonismo sexual entre hombre y mujer, al temor por la sangre menstrual y a los rituales y viviendas exclusivamente masculinos. Desde una perspectiva etic, parece haber una fuerte asociación entre homosexualidad socialmente obligatoria y guerra. Las sociedades de Nueva Guinea que tienen en mayor medida homosexualidad masculina ritualizada parecen estar entre los refugiados procedentes de regiones más densamente pobladas (Herdt, 1984a:169). Como en otras sociedades de aldeas amantes de la guerra, sus ratios de sexo relativos a jóvenes muestran un marcado desequilibrio a favor de los varones, ratios que llegan hasta los 140:100 (Herdt, 1984b:57).
Es difícil evitar la conclusión de que la homosexualidad ritual en Nueva Guinea y Melanesia es parte de un sistema de retroalimentación negativa regulador de la población (véase Orígenes de los estados p. 95). Como ha mostrado Dennis Werner (1979), las sociedades que son más fuertemente antinatalistas tienden a aceptar o a animar la homosexualidad y otras formas no reproductivas de sexo. Además, Melvin Ember (1982) ha demostrado que la guerra en Nueva Guinea está correlacionada con la competición por recursos escasos y/o agotados. Sin embargo, hay mucha controversia en torno a estas relaciones.
Cualquiera que sea la explicación que pueda darse a la homosexualidad obligatoria, su existencia debería servir como una llamada de alerta contra el intento de confundir expresiones de sexualidad propias de una cultura determinada con la naturaleza humana.
Roles sexuales en la sociedad industrial
Bajo condiciones industriales, no se puede decir que la mayoría de las especialidades dominadas por el varón en la agricultura, industria y gobierno se beneficien de la cantidad extra de fuerza muscular asociada a su constitución física. Aunque la menstruación, embarazo y lactancia implican desventajas en algunas situaciones que exigen una rápida movilidad o un esfuerzo continuo bajo estrés, los modernos gobiernos y sociedades anónimas están ya ajustados a altos niveles de absentismo y cambio frecuente de personal. Además, con la tendencia, hace tiempo establecida, hacia la disminución de la fertilidad bajo condiciones industriales, las mujeres están embarazadas, por término medio, menos del 3 por ciento de sus vidas.
A veces se argumenta que la menstruación obstaculiza la capacidad de las mujeres de tomar decisiones racionales bajo estrés y, por tanto, que la exclusión de las mujeres de las posiciones de liderazgo en la industria, el gobierno o el ejército continúa basándose en un ajuste realista a los hechos biológicos. El liderazgo más alto del establishment militar-industrial- educativo estadounidense, y de grupos equivalentes en la Unión Soviética y en otras grandes potencias contemporáneas, está integrado por hombres que cronológicamente han pasado la flor de su vigor físico. Muchos de estos líderes sufren una tensión arterial alta, enfermedades de los dientes y las encías, digestión difícil, vista defectuosa, pérdida de audición, dolores de espalda, encorvamientos y otros síndromes clínicos asociados a una edad avanzada. Estos desórdenes, al igual que la menstruación, también producen con frecuencia un estrés psicológico. Ciertamente, las mujeres sanas premenopáusicas gozan de una ventaja biológica sobre el típico «estadista varón anciano». Las mujeres de más edad, postmenopáusicas, suelen gozar de una mejor salud que los hombres y tienden a ser más longevas que éstos en sociedades industriales.
Una de las más significativas tendencias del siglo XX ha sido la rápida redefinición de los roles sexuales y la reestructuración de la vida familiar en las naciones industriales. Todo el mundo es consciente de los profundos cambios de actitudes hacia las experiencias sexuales y los nuevos modos de vivir. Las parejas viven frecuentemente juntas sin estar casadas; hombres y mujeres se casan cada vez más tarde; cuando lo hacen, el marido y la esposa continúan trabajando; los matrimonios tienen menos niños, y se divorcian con más frecuencia. Las familias con un niño, las unidades domésticas sin niños, los hogares con un solo progenitor y los «matrimonios» de homosexuales van en aumento (Westoff, 1978). En el Capítulo 16 prestaremos más atención a cómo y por qué han ocurrido estos cambios.
Resumen
Cultura y personalidad son conceptos estrechamente relacionados que se ocupan de las pautas de pensamiento, senti- miento y conducta. La personalidad es, sobre todo, una característica de los individuos, la cultura lo es de los grupos. Sin embargo, es posible hablar de la personalidad de un grupo, es decir, de una personalidad básica, modal o típica. Sin embar- go, los dos enfoques utilizan diferentes vocabularios técnicos para describir las pautas de pensamiento, sentimiento y con- ducta.
Los antropólogos que estudian la personalidad aceptan, en general, la premisa freudiana de que aquélla es moldeada fundamentalmente por las experiencias infantiles. Esto ha llevado a un interés por los modos en que los adultos interactúan y se relacionan con infantes y niños, en especial en materias como el adiestramiento de la higiene, la lactancia, el destete y la disciplina sexual. Con arreglo a algunas teorías, estas experiencias determinan la naturaleza de instituciones «secunda- rias» como el arte y la religión.
Otros enfoques de la cultura y la personalidad tratan de caracterizar las culturas enteras en términos de temas centrales, pautas, personalidades básicas o caracteres nacionales. Hay que tener cuidado de no generalizar excesivamente la aplicabi- lidad de tales conceptos. Toda población de gran tamaño da cabida a una gran variedad de tipos de personalidad.
Hay fuertes diferencias de personalidad asociadas a los roles masculino y femenino. Los freudianos subrayan el papel de los instintos y la anatomía en la formación de una personalidad «masculina» activa y agresiva y una personalidad «fe- menina» pasiva y subordinada. Estas diferencias reflejan expresiones típicamente masculinas y típicamente femeninas de lo que Freud llamaba el complejo de Edipo. Los datos antropológicos han puesto en tela de juicio las ideas de Freud respecto a las personalidades masculina y femenina típicas debido a su excesivo etnocentrismo. Los estereotipos sexuales de la Vie- na decimonónica no pueden representar la personalidad ideal masculina o femenina en todas las demás culturas.
La relación entre cultura y enfermedad mental sigue siendo problemática. Desórdenes clásicos como la esquizofrenia y la psicosis maníaco-depresiva son en parte modificados por las influencias culturales, aunque ocurran en muy diferentes sociedades y probablemente sean el resultado de interacciones entre variables culturales, bioquímicas y genéticas. Las psi- cosis específicas de una cultura tales como el pibloktoq indican que los factores culturales pueden influir poderosamente en el estado de salud mental, pero, como muestra el caso de la psicosis Windigo, hay que ser cautos a la hora de evaluar argu- mentos relativos a la existencia de tales psicosis.
Una gran variedad de indicios sugieren que, en la mayoría de las sociedades, los varones tienen una personalidad más agresiva y dominante que las hembras y que hay un núcleo residual de verdad en las nociones freudianas de antagonismo entre generaciones sucesivas de varones. Los indicios en cuestión consisten, en primer lugar, en la preeminencia general de los varones en las formas de liderazgo basadas en los cabecillas, la redistribución y las jefaturas y en instituciones políticas de tipo monárquico e imperial, por un lado, y en la ausencia de matriarcados, por otro. En segundo lugar, la persistente creencia masculina de que la mujer es foco de contaminación y brujería refleja diferencias reales de poder. Tales creencias, como en los casos de Bangladesh o los foré, forman parte de un sistema para privar a las mujeres del acceso a los recursos estratégicos (por ejemplo, alimentos animales) y no capacitan a las mujeres para alcanzar una autonomía o un equilibrio de poder. En tercer lugar, hay un persistente control masculino sobre los cargos, rituales y símbolos religiosos en todos los niveles, desde el culto chamanista al eclesiástico.
No obstante, los antropólogos han empezado a considerar la posibilidad de que se haya exagerado o entendido mal la extensión y naturaleza de la dominancia masculina. Como se ha visto en las elaboradas distribuciones del funeral trobriandés que corren a cargo de las mujeres, incluso los mejores etnógrafos masculinos pueden pasar por alto datos relevantes para el estatus de las mujeres. Y, como se vio en la vida doméstica de Tonalá, incluso en las sociedades de carácter marcadamente machista, las mujeres pueden ingeniárselas para manipular las «reglas del juego».
En las sociedades preestatales, el complejo de supremacía masculina se puede explicar por la persistente necesidad de criar un número máximo de varones valientes dispuestos para el combate en hábitats superpoblados. La teoría predice que la intensidad del complejo de supremacía masculina variará directamente según la intensidad de la guerra y la presión re- productora. También puede explicar por qué se produce el complejo de Edipo, invirtiendo las flechas causales de Freud al considerar la guerra como causa, y no efecto, de la agresividad y los celos sexuales. Esto demuestra que la anatomía no es el destino. Es la cultura la que determina cómo se han de usar las diferencias anatómicas entre varones y hembras en la definición de la masculinidad y feminidad.
Los estudios antropológicos corroboran el punto de vista de que las definiciones contemporáneas de masculinidad y feminidad pueden ser innecesariamente restrictivas. Las variaciones transculturales en las pautas y conductas sexuales impiden que una sola cultura sirva como modelo de lo que es natural en el campo de las relaciones sexuales. Las pautas heterosexuales mangaianas contrastan con las de la India hindú, y éstas con las de las sociedades industrializadas contemporá- neas. La homosexualidad también desafía los estereotipos nítidos, como se puede ver en los ejemplos de los crow y azande. La homosexualidad ritual, como ocurre entre los etoro y otras sociedades de Nueva Guinea y Melanesia, es una forma compleja y compulsiva de sexualidad que no tiene equivalente en las sociedades occidentales. Probablemente fue causada por la necesidad de criar guerreros masculinos en condiciones de estrés ambiental y de competición.
Los roles sexuales en la sociedad industrial no se pueden atribuir a diferencias anatómicas y fisiológicas. Al cambiar la tecnología de la producción, también lo hace la definición de roles masculinos y femeninos ideales. Ha alterado fundamentalmente el matrimonio y la vida doméstica. La continuación de estas tendencias modificará las personalidades ideales del hombre y la mujer del futuro.