Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Anarquismo e Independentismo vs. Nacionalismo. ¿Cómo afronta el Anarquismo la existencia de "naciones" y "movimientos de liberación nacional"?
Oc
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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Oc » 25 Dic 2012, 15:50

ken_xeto escribió:Yo no sé a los demás, pero a mí no me la pegas. Quien habla de la voluntad del pueblo es porque le conviene puntualmente. Quién defenderá aquí la voluntad del pueblo de que se aprueben recortes, o de ir a trabajar el día de la huelga o de ir a las rebajas. Si es la voluntad del pueblo sagrada es pues. A mí no me enganas, político.
"ken_xeto", de la voluntad del pueblo han hablado y hablan todas las ideologías y fuerzas políticas e ideológicas. En la historiografía anarquista verás que puede que se lleven incluso la palma. Si no quieres que te llamen tonto del culo, es mejor que tu no faltes el respeto a los demás, y cuando a un compañero libertario le dices que te está engañando y que es un político, pues le estás perdiendo el respeto, le estás insultando y te puedes convertir en un "tonto del culo".
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Lebion
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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Lebion » 25 Dic 2012, 17:58

De hecho hay un libro con ese nombre:
http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l226.pdf
Eduardo Colombo:
La voluntad del pueblo
Tupac Ediciones, Buenos Aires 2006. 107 páginas.

Somos críticos con toda visión teleológica, y aun suponiendo que la historia tenga algún sentido, tal como se manifiesta en el prefacio de La voluntad del pueblo, las personas que componen los movimientos sociales pueden cambiar esa orientación gracias a las ideas y a la consecuente acción transformadora. La intención del autor, Eduardo Colombo, con los artículos que componen la obra es "oponer la fuerza de las ideas, heterodoxas, revolucionarias, al conformismo imperante". La gran pregunta es si algún día se llegará a construir esa fraternidad universal deseada, un mundo libertario organizado en la igualdad sociopolítica de los hombres, pero garantizando la pluralidad y la distinción de los individuos. Desgraciadamente, el "sentido de la historia" parece abundar en el presente en la miseria y en la opresión, debido a la institucionalización autoritaria, la globalización capitalista y la división de clases. Todo ello asegurado en la obediencia y el conformismo de la población.

Colombo nos dice que las revoluciones son esos momentos fuertes de la historia, en los que se reinstituye el orden social y la acción humana desplaza los límites de lo posible. Desgraciadamente, estas mismas etapas revolucionarias concluyen con una determinada forma histórica que acaba reprimiendo los movimientos alternativos y los relega a la marginalidad. La Revolución Francesa, después de la Restauración, de las insurrecciones populares de los años 30 del siglo XIX y de la Comuna de París de 1873 acabó siendo domesticada a finales de ese mismo siglo con el triunfo de la burguesía liberal y de los regímenes constitucionales. El fin del Antiguo Régimen supuso lo que Colombo denomina un nuevo bloque imaginario, organizado en torno a los siguientes principios generales: la división entre el Estado y la sociedad civil, la igualdad forma ante la ley, la democracia representativa o parlamentaria y "lo sagrado" de la propiedad privada. En otra obra de Colombo, El espacio político de la anarquía, se abunda impagablemente en los diferentes paradigmas, o los diversos bloques imaginarios, que se han producido a lo largo de la historia.
La nueva organización política que se consolida en el siglo XIX, lo hace sobre las bases del capitalismo de la Revolución Industrial, ejerciendo una tremenda represión sobre los movimientos obreros y su lucha de clases, y terminando por legislar para producir la "integración imaginaria del proletariado" en las nuevas instituciones. Pero este nuevo bloque imaginario no logró acabar con los deseos sociopolíticos de la plebe: igualdad de hecho (no solo de derecho), democracia directa, delegación con mandato controlable y revocable. Colombo hace un repaso del aplastamiento de las insurrecciones obreras ya en el siglo XX, muchas de ellas producidas en un contexto supuestamente revolucionario y supuestamente socialista. El resultado fue la convulsión del mundo, guerras y masacres, y la instauración de dictaduras y sistemas totalitarios. Al acabar los regímenes totalitarios, fue consolidándose una reformulación del imaginario sociopolítco que Colombo denomina "bloque de la democracia neoliberal" y que define como la imposición del "límite infranqueable" de los valores de la modernidad.

Al hablar de bloque imaginario, se alude al funcionamiento de la sociedad sobre la base de una serie de conceptos y valores organizados como un "campo de fuerzas", atrayendo y orientando los diferentes contenidos de todo un universo de representaciones (expresado en instituciones, ideologías, mitos, formas sociales...), que al consolidarse limitan el pensamiento y la acción. Este campo de fuerzas constituye un sistema de representaciones simbólico-imaginarias, aunque Colombo aclara que el imaginario social pretende ser una imaginación creadora que forma parte de la realidad que vivimos, y no ninguna fantasía o ilusión. Llegamos a lo que se denominó El fin de la historia, según el cual la revolución liberal mundial ha conducido a la humanidad a su máximo desarrollo, no ha posibilidad de pensar un mundo diferente ni mejor. Aunque esta idea se ha suavizado en los últimos años, debido con seguridad a su delirio extremista, el credo de la clase dirigente, del tinte político que sea, es que la democracia liberal y la economía de mercado son las únicas posibilidades en la sociedad moderna.

Después del mayo de 68, las esperanzas revolucionarios comenzaron a apagarse y el nuevo marco político tuvo un terreno abonado para crecer, sembrado de la aceptación popular y de la falta de crítica. Colombo afirma que los derechos humanos e individuales, puestos en el horizonte después de las dictaduras militares y los regímenes totalitarios, contribuyeron sin pretenderlo a la consolidación del derecho jurídico y a la privatización de las relaciones sociales. El capitalismo, para subsistir políticamente, privatiza a los individuos, relegándolos a una esfera de banalidad íntima. De forma concomitante, el espacio político donde podría ejercerse la "voluntad del pueblo" se desatiende y se extiende la apatía, la impotencia y la idea de que, tanto el pensamiento, como la acción individual no llevan a cambio alguno. El resultado es la atomización y aislamiento de los individuos. En este contexto, la libertad es un privilegio individual a costa de la capacidad para decidir sobre nuestros asuntos. El neoliberalismo niega que la cuestión social es central en emancipación humana y margina toda lucha por la autonomía, hay una negación de toda ruptura transformadora y una constante reafirmación del presente como única posibilidad.

El anarquismo, que nace en el siglo XIX en el seno de la Primera Internacional, luchó siempre contra toda dominación y explotación, incluidas sus nuevas formas en la democracia representativa. El neoliberalismo, como nueva situación, implica nuevas dificultades y algunas de ellas quiere verlas Colombo insertadas en los movimientos libertarios. A pesar de su heterodoxia y falta de sistematización, así como de la existencia en su seno de diversas facetas y grupos, el anarquismo siempre tuvo un conjunto consistente de ideas y proposiciones reconocibles por cualquiera que se considere libertario: libertad edificada en base a la igualdad, rechazo a dominar y ser dominado, desaparición del Estado y de la propiedad privada, antiparlamentarismo, acción directa, lucha de clases... Lo que Colombo denuncia es que en algunos medios libertarios se ha ideo desdibujando esas premisas libertarias, tal vez como consecuencia del poderoso neoliberalismo, dando lugar a un anarquismo rebajado y aislado de la lucha social. Ese mismo calificativo de lucha implica que la tarea sobrepasa a cualquier individuo aislado, situación a la que nos ha conducido en gran medida el sistema neoliberal, pero en la que tal vez tengamos algo de culpa. La desesperanza sobre un mundo mejor, la sensación de que nuestra incidencia en el mundo sociopolítico es nula, y al mismo tiempo esa intolerable falta de valores hace también que nos repleguemos tantas veces hacia una esfera privada en la que queremos ver que se salvaguardan esos valores. Los artículos de Eduardo Colombo, que integran La voluntad del pueblo, ayudan a revitalizar el movimiento anarquista, pero recuperando como valiosamente intemporales sus proposiciones de siempre. Es una confianza en las ideas como motor para la acción transformadora, algo que se presupone en ese deseo de franquear los límites de un proyecto de la modernidad inconcluso (o, más bien, pervertido). La voluntad del pueblo. Democracia y anarquía fue editado en 2006 por Tupac Ediciones, dentro de la colección Utopía Libertaria.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Jorge. » 25 Dic 2012, 19:23

josep angel escribió:Bueno el día que mi voluntad no coincida con nadie, ya me consideraré libre y original, lástima que creo que no me pasará nunca, es que soy normalito.
No sé, yo me considero una persona normalita. Pero el día que mi opinión coincida con la del pueblo en materia de razas, discriminación, género, patrias, trabajo, ricos y pobres..., tendré que hacer una fiesta o algo.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por ken_xeto » 25 Dic 2012, 19:43

Bueno ya me lo has dicho, y no me importa, no se puede estar de acuerdo con todo el mundo no? Quizás no me as sabido interpretar o no me quieres saber leer, el líder Mas y el de ERC están hablando de la voluntad de los ciudadanos catalanes, para justificar lo que hacen ya sea bueno o malo. Lo mismo hacen otros muchos, pero sirve no para otra cosa, manipular lo sepan o no, tengan buenas o malas intenciones. Es que queda precioso hablar de voluntad del pueblo en el discurso, aunque escondas parte de la verdad o toda la verdad.

Dices que eso lo de hablar de la voluntad del pueblo lo han hecho todas las ideologías. Y qué? En todas las ideologías hay tontos del culo, yo para ti soy sospechoso de serlo sino lo soy jaja, yo te reconozco que lo soy pero no por llamar político a alguien que dice medias verdades, osea que miente.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Jorge. » 25 Dic 2012, 19:58

ken_xeto escribió:Bueno ya me lo has dicho, y no me importa, no se puede estar de acuerdo con todo el mundo no? Quizás no me as sabido interpretar o no me quieres saber leer, el líder Mas y el de ERC están hablando de la voluntad de los ciudadanos catalanes, para justificar lo que hacen ya sea bueno o malo. Lo mismo hacen otros muchos, pero sirve no para otra cosa, manipular lo sepan o no, tengan buenas o malas intenciones. Es que queda precioso hablar de voluntad del pueblo en el discurso, aunque escondas parte de la verdad o toda la verdad.

Dices que eso lo de hablar de la voluntad del pueblo lo han hecho todas las ideologías. Y qué? En todas las ideologías hay tontos del culo, yo para ti soy sospechoso de serlo sino lo soy jaja, yo te reconozco que lo soy pero no por llamar político a alguien que dice medias verdades, osea que miente.
Sinceramente, estoy un tanto perplejo.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por ken_xeto » 25 Dic 2012, 21:43

Sinceramente, estoy un tanto perplejo.
por qué?

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Jorge. » 25 Dic 2012, 22:04

Bueno, por ejemplo, yo no he pensado ni dicho que seas tonto ni nada de eso.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por ken_xeto » 25 Dic 2012, 22:09

Oc escribió
Si no quieres que te llamen tonto del culo, es mejor que tu no faltes el respeto a los demás, y cuando a un compañero libertario le dices que te está engañando y que es un político, pues le estás perdiendo el respeto, le estás insultando y te puedes convertir en un "tonto del culo".
No lo he dicho por tí

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Jorge. » 25 Dic 2012, 22:13

Ah, hostias. Hay que intentar siempre tener un ambiente cordial en esto del hablar.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Oc » 25 Dic 2012, 23:33

Si claro. Hay que ser cordiales. Nada mejor para la cordialidad que andar acusando a los demás de "políticos" que quieren "engañar" y no se cuantas maldades más derivadas de lo mismo, en cuanto se tercia. Políticos creo que somos todos en la medida que luchamos por unos fines sociales, que nos oponemos a unas políticas, resistimos a las mismas o un montón de motivos más; pero siempre andamos con aquello de que los políticos son los demás (utilizado como insulto dado que el que lo suelta lo hace en término cuando no despectivo como dirigiéndose a un "enemigo"), y además engañando, claro, que menos, que es algo muy propio de los "políticos". No hay nada como la cordialidad de algunos.

Y ahora me voy a politiquear un rato, que he abandonado la faena un para entrar en estos foros, y al final me quedaré sin algún enchufe, prebenda, cargo, soborno, ... o sin la gran satisfacción de engañar "al pueblo", ese cuya "voluntad" es una falacia politiquera, siempre que no sea la nuestra, claro. Entre politiqueo y politiqueo, no me queda mucho tiempo últimamente, pero iré entrando, así que nos vamos "viendo" :wink:
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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Aquitania » 25 Dic 2012, 23:42

Lebion:
Españolistas estos de Luna Negra, ¿verdad josep angel?
Eso no es hacer un poco lo mismo que denuncia el texto este? Si no comulgas con eso es que estás llamando "españolistas" a los demás?
Tienen una bandera negra,
a media asta sobre la esperanza.
(Léo Ferré)

josep angel
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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por josep angel » 27 Dic 2012, 00:01

Jorge. escribió:/quote]

No sé, yo me considero una persona normalita. Pero el día que mi opinión coincida con la del pueblo en materia de razas, discriminación, género, patrias, trabajo, ricos y pobres..., tendré que hacer una fiesta o algo.
Lo de discriminación de razas, género, ricos y pobres, evidentemente identificado con la patria pasó en la Alemania nazi y es verdad que tuvo inicialmente un respaldo de una buena parte de la población, tampoco tan mayoritaria pero suficiente para hacer un golpe de estado, inducido por un psicópata paranoico pero con dotes de mando y capacidad para llevarlo a cabo. Además era un nacionalismo, aparte de racista, imperialista para ocupar otros territorios bajo el mando alemán y no para separarse de otro estado central, en esto coincidía bastante con el nacionalismo español que es imperialista.

En Catalunya, a pesar de las diversas ideologías que hay en el sobiranismo, lo de la raza y el género, a parte de 4 frikies que no pueden ir a ningún sitio sin que les rompan la cara, ni se vende ni está en ningún partido sobiranista o grupo que apoye el sobiranismo. Todo lo contrario, uno de los objetivos y gratificaciones más grandes que tienen la inmensa mayoría de los sobiranistas catalanes de todas tendencias es que gentes con origen en otras comunidades del estado Español o del resto del mundo que viven aquí apoyen y se integren en estas aspiraciones.

No sé que vende la prensa por ahí pero la realidad es totalmente distinta a esto y en los partidos o movimientos políticos favorables al sobiranismo es imposible no encontrar una gran cantidad de gente de estos orígenes, repito, no sé qué es lo que se vende en la prensa por ahí.

Lo de aceptar que hayan ricos y pobres, como en todos los sitios depende de la ideología de las gentes y no comulgaré con las favorables a estas diferencias ni con la voluntad de parte del pueblo que si cree y vota esto. En este sentido no es cuestión de decir, como una parte de la derecha es sobiranista yo como anticapitalista no lo soy, no tiene nada que ver. Por esta misma regla de tres como los del PP son españolistas por esto soy sobiranista. Si lo soy no es por esto.

El día que la voluntad mayoritaria del pueblo trabajador, que en realidad es la mayoría, sea una sociedad sin explotación capitalista ni el caciquismo del estado la sociedad que vendrá sobrepasará lo de los sobiranismos, ya no tendrán sentido, ya que todo serán pueblos libres del todo, o sea del capitalismo y del estado también, y confederados fraternalmente no por imposición. Quizá hace falta más cultura y menos miedo para que la mayoría de trabajadores entiendan esto pero no hay que perder la esperanza.

Si la voluntad mayoritaria del pueblo fuera derechismo, racismo o machismo, evidentemente yo me escondería, me iría o lo combatiría. Si la voluntad el pueblo fuera acabar con el capitalismo y con el estado ya de una vez me juntaría a ellos. Si la voluntad del pueblo es que se consideran un país quieren ejercer su autodeterminación y determinar la manera fraternal de relacionarse con sus vecinos sin imposiciones de conceptos de país, también estaría de acuerdo porqué lo considero justo.

Estoy de acuerdo que una voluntad de la mayoría no tiene porqué ser siempre buena, pero si estoy de acuerdo mejor, todo depende de cual sea esta voluntad, evidentemente.

De todas maneras la voluntad de un pueblo valdrá una mierda moralmente para algunos, como ha dicho alguien aquí antes, dependiendo de cuál sea, pero en la práctica es la que impulsa los cambios de la historia o al menos lo intenta. Todo es cuestión de si se considera una voluntad de liberación en algún sentido o de apoyo a una idea reaccionaria en sí. Si alguien piensa que una comunidad que mayoritariamente se considera país no quiere estar integrado en otro por obligación es reaccionario y no vale nada, allá él. Yo por mi parte no lo considero reaccionario y si en cambio considero reaccionario lo contrario, pensar que han de ser del país del estado central por obligación.

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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Almogaver » 27 Dic 2012, 01:40

Puf, el mismo cuento de siempre, catalanismo y españolismo es lo mismo, nada tiene que ver que la lengua que ha sido prohibida e incluso hoy está siendo perseguida és el catalán y no el español, que es la lengua en la que escriben...

Aparte que para escribir un artículo con los mismos argumentos que ya hace un siglo que los "no-nacionalistas" van repitiendo se podrían quedar en casa. Que continúen predicando en el desierto haber si Ciutadans les contrata y así parecerán más de izquierdas...

Ya pueden decir lo que quieran que los Paises Catalanes serán una nación libre, y ya veremos en que bando y con que gente se acabaran poniendo todos estos no nacionalistas que algunos ya hemos visto de todo.

PD: Me habría gustado verles el 12 de Octubre plantando cara al Fascismo, o a lo mejor estaban en la mierda de bicicletada "antipatriótica" esa que montaron algunos por Barcelona...
SOLO QUEREMOS GRUÑIR!!!!

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Jorge.
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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Jorge. » 27 Dic 2012, 07:49

josep angel escribió:Lo de discriminación de razas, género, ricos y pobres, evidentemente identificado con la patria pasó en la Alemania nazi
No necesito irme a la Alemania nazi, para estar en desacuerdo con lo que se llaman "costumbres populares". En materia de gastronomía, fiestas, religión, por ejemplo, no coincido en nada con mis paisanos. Así que a mí cuando me hablan los políticos de la "voluntad del pueblo" me entra la risa, porque en realidad están hablando de sus opiniones políticas y sus intereses particulares.

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Lebion
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Re: Españolista (G. Luna Negra - BCN)

Mensaje por Lebion » 27 Dic 2012, 11:00

http://www.escuelalibre.org/LaHoguera/I ... alismo.doc
1. Axiología del nacionalismo. Sobre patrias, nacionalistas y sus valores
Jaume Balboa (jbalboa@escuelalibre.org)

Hace unos años una niña me preguntaba aturdida por qué la gente colgaba esos trapos en los balcones. Era un 11 de septiembre, fiesta nacional de Cataluña, día en que mucha gente tiene por costumbre sacar las “senyeras” del armario y expresar su sentir patrio. No pude reprimir una sonrisa, mientras se escapaba por mis labios un “por estupidez” que dejó más aturdida aún a la niña, hasta que otras cosas le llamaron la atención, y la llevaron a nuevas preguntas. Años después, ya adolescente, su identificación con ese trapo es total. A ella le parece un hecho ya incuestionable, una Verdad sobre la que ya no puede ni tan siquiera hacerse esa pregunta sencilla y lapidaria que salió de una mente inquieta y abierta, aún no moldeada: “¿Por qué cuelgan esos trapos en las ventanas?”. Y ahora, ante ese trapo, ella sonríe y yo soy el aturdido. Alguien, sin duda, ha efectuado un buen trabajo.
Esta anécdota explica sobradamente la historia del nacionalismo y de su construcción, que es la Nación. Es decir, para que haya una Nación debe haber, previamente, la maquinaria ideológica que genere dicha creencia. Un discurso construido grupos insertos en determinada estructura social con suficiente poder y legitimidad para convertir una creencia en una apariencia de realidad.
La maquinaria propiamente nacionalista no aparece hasta el siglo XIX (si seguimos a Hobsbawn), aunque para otros autores su punto de partida es la Revolución francesa o incluso las revoluciones anglosajonas del siglo anterior. Lo que está claro es lo novedoso tanto de la ideología (el nacionalismo) como de su producto (la Nación). Anteriormente no existía Nación alguna. Nadie pensaba en estos términos, ni a nivel político, ni económico, ni mucho menos a nivel social y cultural.
Es más, parece claro que el mundo pre-nacional es un mundo que se arremolina alrededor de creencias religiosas, de los dioses y de los juegos de poder entre sus representantes en la Tierra. Esos reyes endiosados, escudados bajo su dios totalitario, impulsaban guerras y más guerras de poder y de dominio, legitimados por verdades providenciales.
El nacionalismo surge, precisamente, porque el mundo que se escudaba tras esos dioses para justificar una determinada estructuración social (que unos estuvieran por encima de los demás) estaba en plena convulsión. Ya sea por pugnas de poder intestinas, por colapso decadente, por las relaciones de fuerza que estaban emergiendo del mundo feudal, etc., toda esa estructuración social se estaba poniendo en duda. Y dudar de ello era, de una forma directa o indirecta, cuestionar esa verdad arrolladora que afirmaba que las cosas así estaban dispuestas por la gracia de dios.
Y el nacionalismo aparece en ese momento de transformación social, de eclosión de nuevos poderes que exigían una nueva organización del Estado, así como un cambio en las relaciones respecto a él y con él. En algunos lugares la mutación es lenta y poco traumática, en otros es de una profundidad sorprendentemente transformadora, e incluso revolucionaria, hasta el punto de cuestionar la necesidad del Estado mismo. Pero en general, se van produciendo cambios en todas las dimensiones de la sociedad, y se van definiendo nuevos puntos de apoyo sobre los que organizar una nueva dominación, una nueva forma de conducir los individuos y controlar sus conductas.
El siglo XIX es, pues, el siglo de esta mutación. Es la muerte de antiguos imperios y sus marcos simbólicos, y la emergencia de otros nuevos, de nuevas formas de entender el poder y su nueva territorialidad, así como de sus resistencias. De toda una nueva fronterización que impulsó a una nueva fase de conquistas basadas ya no en las verdades providenciales de reyes y sacerdotes, sino en la potencia tecnológica de las naciones y sus verdades científicas.
Al principio fue una frontera

En cierto sentido, así de entrada toda Nación se nos presenta como un signo prácticamente vacío, de allí su potencialidad simbólica, su adaptabilidad axiológica a casi todas las ideologías. Y quizás por ello en apenas tres siglos que funciona, se ha conseguido en su nombre generar toda una nueva configuración del planeta. Sin duda el Estado Nacional ha mostrado un éxito total en su replicación, pues en su corta existencia ha impregnado todo el planeta con su presencia. Del cadáver de una conquista, ha emergido una frontera, una nueva nación donde jamás fue pensada. Allí donde el Estado ha puesto un pie, ha emergido una bandera. Su color, y aquel que la empuña, ya es otra película. Es hora de desnudar la Nación.
Pues poca gente, muy poca, se para a reflexionar sobre qué es la Nación. Y no sobre lo que uno cree que es por el lugar donde ha nacido, o por quien le ha visto crecer, ni por lo que uno cree que está construyendo con su conversión nacionalista. No hablamos de si su nación es una u otra, sino de pararnos a pensar en la propia idea de Nación.
Pasa exactamente igual que con el tema religioso. Uno puede discernir sobre si cristiano, judío o musulmán, que si una secta o la del lado, pero sobre dios, la idea de dios (en definitiva, ¿qué es dios?) no se admiten demasiadas incursiones reflexivas. Es la funesta herencia de Platón y el idealismo, que lleva siglos maltratando la humanidad. De todo ese sistema de ideas puras, de verdades esenciales y totalitarias que están en una realidad que, según nos dicen algunos, no podemos alcanzar por nosotros mismos. Excepto por aquellos iluminados que, curiosamente, se dedican al negocio de descubrir, difundir y reproducir dichas ideas y creencias. Para nosotros, claro, la fe en las esencias y en sus representantes. Empieza a notarse cierto tufo autoritario...
Pues cuando la sociedad se ha estructurado a partir de las relaciones de poder, cuando su principio es una cadena de violentas imposiciones, su forma de legitimarse debe necesariamente esencializarse. Debe sacralizarse, hacerse ideológicamente acrítica. Y cuando las relaciones de poder se vieron cuestionadas hasta tal punto que ni el terror de dios, ni la amenaza de excomunión, ni de los infiernos eternos podían ya sostenerlo, se necesitó generar otra espiritualidad más acorde a los nuevos tiempos.
Y el nacionalismo saldrá al rescate de las nuevas formas de poder generando un nuevo objeto de culto: la Nación. Para ello el nacionalismo ha demostrado ser ideológicamente muy dinámico, como hoy podemos constatarlo por todas partes del planeta: desde la Europa del capital, al patriotismo chavista, pasando por los nacionalismos disgregadores, y los indigenismos etnicistas. Naciones históricas y otras totalmente nuevas; algunas neoliberales, otras “resistentes”; unas pocas laicas y otras naciones cada vez más tocadas por el capricho de dios. Da igual. Tremenda facilidad para producir naciones, para llenarlas de significado, cualquiera que sea.
Porque la Nación connota muchas cosas. Una misma de ellas puede inspirar para algunos auténticos paraísos, mientras que para otros no es sino el auténtico mal. Se las trabaja en lo simbólico, se las adapta a cada contexto histórico (que si democráticas que si socialistas, que si republicanas que si teocráticas....), pero, ¿qué denotan en realidad?
El denominador común de todo lo nacional, lo mínimo que nos señala toda nación, es un Estado. Independientemente de su marco jurídico, de sus especificidades históricas, hablamos de Estado en sentido lato, como forma organizativa moderna de gestión de un territorio, un pedazo de tierra (y su proyección en el mar y en el aire), y de una comunidad sedentaria allí establecida. Territorio, Estado y Comunidad se postulan como los ingredientes básicos del caldo nacional.

Primera dimensión: el territorio. Francia, España, Venezuela, Argentina, Euskadi. Cualquiera. Pensamos rápidamente en un pedazo de tierra, más o menos definido. Un pedazo de tierra, y sus límites fronterizos. Las fronteras. Una trinchera reconvertida a un muro con bandera. Principio y fin de todo lo nacional.
Principio, en primer lugar, porque lo nacional nace de una nueva territorialización, de una nueva organización sedentaria sobre el territorio. Primer cambio: fin de la fragmentación feudal, y expansión definitiva del Estado por el territorio que controla. Y llega por una profunda transformación en las relaciones de poder: fin de una tierra que poseía a los individuos, que los estructuraba y los ataba encima de ella, según ley divina. Ahora son los individuos y el Estado quienes pueden poseer la tierra, mediante un sistema de intercambio, de compra-venta, y el mecanismo hereditario de la propiedad. Todo un giro reptiliano que deja a muchos sin acceso directo a los productos de la tierra. Así se genera la carne de explotación para la nueva economía del salario: generalización definitiva del sistema de explotación basado en el intercambio de trabajo por un jornal. Imposición de otro sistema simbólico basado en la fe ciega a una moneda nacional que sustenta, para más sarcasmo, el propio Estado. El territorio es ahora un único mercado, con una sola moneda y una única política económica, sea cual sea (más o menos proteccionista, más o menos intervencionista; más neoliberal o socialista). Pero siempre, siempre, defendido y gestionado desde el Estado.
En segundo lugar, la frontera como fin, como objetivo. Toda nación no aspira más que al atrincheramiento, al levantamiento de sus fronteras. A poder ser, siempre un poco más lejos, ganando palmo a palmo territorialidad. Fuente de conflictos, puesto que los del otro lado no difieren mucho en los objetivos. Y si la zona de conflicto presenta algún interés geoestratégico (recursos, una posición militar aventajada,…), más aumentan las tensiones y las fricciones. Cuántas guerras han estallado por un pedazo de tierra…
Pero la tierra se mueve, y cambia. Por lo general, muy lentamente, lo que da apariencia de inmutabilidad. No obstante, desde la geología se recuerda que la Tierra no es lo que fue, y nada será seguramente igual. Esa base territorial nacionalmente reivindicada, ese principio nacional sacralizado, es en realidad de una naturaleza amorfa y cambiante. Todo se mueve, todo cambia. En este sentido, toda Nación no remite más que a un pedazo de barro por donde los nacionales se revuelcan con una fe ciega en que no se quede seco y estéril en el insignificante tiempo que duran las vidas humanas.
Por lo tanto, nos encontramos con la primera violencia de lo nacional: la relación entre Nación y Territorio es una simple ficción. No hay nada en el territorio que respire nacionalidad. Son los nacionalistas los que aspiran, y absorben, territorio.

Segunda dimensión: el Estado. Esa estructura gubernamental formada por centros autoritarios de decisión, y sus órganos de ejecución. Ese medio legitimador y reproductor del mundo sedentario, cierto, pero sólo después de garantizar su dominio por la violencia. En otras palabras, puede prescindir de todas sus funciones, excepto de la violencia que organiza todos sus procesos autoritarios. De la superioridad en las relaciones de violencia, de su capacidad de imponer ley y orden en ese territorio que ha hecho suyo, depende en última instancia su existencia.
Y cuando hablamos de Nación, hablamos de Estado. Lo instituido (la violencia), y lo simbólico (la patria). El Estado es pues el esqueleto de toda Nación. Lo que dice, ya de entrada, muy poco de todo nacionalismo, puesto que el Estado es indiferente a los matices ideológicos. Y tanto mejor se reproduce cuánto más de él se exija, pues más obligado (y legitimado) se ve para extender sus aparatos de violencia, para mejor imponer su ley y cumplir así con los objetivos de orden. Es por eso que todos los nacionalistas sienten una auténtica devoción por sus instancias de violencia. Y quién más lo manifiestan son los nacionalismos que están exigiendo un Estado propio, incluso aquellos que se presentan como revolucionarios. Ya sea por arriba o por abajo, con negociación o con agitación violenta, su proyecto es un Estado asentado con policía y ejército que porten sus emblemas.

Tercera dimensión: la comunidad. Por una parte, nos encontramos una herencia cultural, una mutación de esa concepción religiosa de comunidad conformada por pastores y rebaños. En definitiva de esa gestión autoritaria por la que los representantes de dios en la Tierra “conducían” al rebaño humano, cercado en una vida sedentaria de abnegación, hacia la salvación post-mortem. Pero todo este mundo es el que se rompe. Esa comunidad estructurada jerárquicamente por la mano de dios sucumbe a otras “manos invisibles”, igualmente humanas, que están tomando las riendas del rebaño. Es decir, los mandos del Estado.
Lo que estructura la comunidad ahora es la propiedad privada de la tierra (los que la poseen y los que no), y el acceso al pedazo de barro vendrá dado por nuevas relaciones de sometimiento y de abusos de poder contra la sociedad. El nacionalismo incipiente aboga claramente por la legitimación de esta nueva forma de jerarquización.
Por otra parte, en la corta historia del nacionalismo, la comunidad nacional ha cambiado su significado, adaptándose camaleónicamente a los tiempos y a los lugares. En sus inicios “transformadores”, en esa liquidación del orden feudal, lo que estructura la comunidad nacional es el elemento básico y exclusivo del nuevo orden: la propiedad privada. Los nacionales son aquellos con propiedades, los ciudadanos de primera, aquellos que pueden decidir sobre el resto porque tienen intereses en juego. El Estado es su Estado, y el acceso y participación activa en el sistema político vienen fijados por límites relativos a la posesión de propiedad privada. La mayoría de población queda excluida de esa primera y elitista comunidad nacional.
Posteriormente, se extiende la nacionalidad a gran parte de la población. Esta extensión viene impulsada por diferentes realidades que obligan a los poderosos a replantear el mecanismo de identificación nacional. En primer lugar, existe una férrea necesidad de control. Y ello porque aparecen movimientos internacionalistas que ofrecen una contestación al orden existente, manifestando una voluntad organizativa para enfrentarse a los Estados que organizan el sistema capitalista moderno. Y se encienden todas las alarmas.
Porque, además, hay una creciente necesidad de reclutamiento. Desde la segunda mitad del siglo XIX, ante un contexto internacional de escalada bélica y colonización, se empiezan a buscar los mecanismos para integrar ese sujeto histórico que aparece, la masa, dentro de la comunidad nacional. O se apacigua y somete, o se puede volver en contra. En otras palabras, se requiere carne de cañón, para la industria y para la guerra. Pero esta carne empieza a vender muy caro su pellejo. Se desarrollan mecanismos de identificación de esa masa de explotados con la estructura que perpetúa sus cadenas. ¿Cómo amar al amo? Entramos en la fase mística del nacionalismo, ese romanticismo embaucador que pone las bases del nacionalismo populista, de la moderna comunidad rebaño.
Es así como se van buscando los mecanismos de identificación de la población con ese Estado Nacional que hasta entonces se ha mostrado excesivamente elitista. En esta expansión nacionalizante, el centro de gravedad de lo que define la identidad nacional se traslada lenta y progresivamente de la propiedad privada a algo menos exclusivo como es el lugar de nacimiento y/o de desarrollo. Es el paso de lo estrictamente económico a lo puramente cultural. No es que la propiedad privada pierda peso específico, en absoluto, sino que se despliegan otros mecanismos para potenciar una mayor identificación con el Estado. El individuo nacional acabará siendo definido no tanto por lo que uno posee sino por donde le han visto nacer y crecer. Exaltación patriotera, mística nacional, esencia patria. Culto, bandera, sentimentalismo inducido. El nacionalismo se extiende por todas partes como si de una realidad se tratara.
Esta nacionalización masiva se desarrolla por el despliegue progresivo de los aparatos ideológicos: escuelas religiosas y estatales, la incipiente prensa de masas y literatura de la época, desde los púlpitos y desde las tribunas… Todos trabajan en lo simbólico la nueva estructuración jerárquica de la sociedad. Se produce una unión de viejos y nuevos pastores, de los curas y los políticos, ahora que éstos últimos controlan los asuntos de Estado. Una nueva mística comunitaria que une a ricos y pobres, banqueros y asalariados, al explotador con el explotado, al especulador con el esclavo. No se trata, en absoluto, de una relación simbiótica mutuamente interesada, en absoluto, sino de la naturalización de las nuevas relaciones parasitarias bajo el grito de Dios y Patria, Nación y Fe.
Este sentido vertical del nacionalismo choca con las propuestas horizontales que salen desde algunos sectores del movimiento obrero, y que será uno de los escollos que los Estados deberán superar. Luego llegarán en su ayuda la radio y la televisión, tecnologías que permiten una distribución a gran escala, continua y machacona, de las nuevas identidades en construcción.
La recuperación de la idea religiosa de comunidad, ahora modernizada con su nacionalización, será sin duda la clave del éxito nacionalista. Comunidad, Nación, Pueblo. Palabras que apelan al rebaño, a la fe hacia los pastores (ahora llamados líderes políticos) que lo gestionan, con la novedad que dicha comunidad puede ser religiosa, o no; democrática o dictatorial; liberal o socialista. Las combinaciones son múltiples y difusas, pues la idea de Nación es de un vacío escalofriante. Sólo el que tiene fe en ella, el que cree en ella, ve amor y esperanza donde no hay más que Estado.
La Verdad Nacional como apariencia de realidad

Para poder adentrarnos un poco en esa comunidad nacional, en la creencia de su existencia, debemos partir de los dos modos de entender toda Nación. Del cómo se cree poder formar parte de ella.
Ésta se puede imaginar bajo dos modelos que aún hoy persisten, se retroalimentan y dan empuje a todo nacionalismo. Por un lado, la Nación entendida como proyecto en construcción, lo que implica que exista la voluntad de ser nacionalista. Y, por otro, nos encontramos la idea de Nación esencial y determinista, como si viajara inmutable e independiente por los tiempos y sus gentes, y cuyo enclave viene fijado por el lugar de nacimiento. En este caso, se es nacional de ese lugar, se quiera o no.
Estos dos modelos no existen en estado puro. Más bien se retroalimentan para mayor confusión. En otras palabras, uno se puede preguntar por qué es nacional de un lugar (¿porque ha nacido allí? ¿Porque quisiera haber nacido allí?). Pero lo que se mantiene y se reproduce dentro del marco simbólico de ambos modelos, es la idea difusa, esencial y casi mágica de toda Nación.
¿Qué define en realidad cualquier Nación? ¿Qué le da cierta apariencia de realidad a esa construcción simbólica, a esa creencia? Somos una especie que nos movemos en dimensiones espacio-temporales, y allí es donde debemos encontrar su apariencia de realidad.
Ya hemos visto su clara referencia al espacio, esto es, al territorio sobre el cual se generan aspiraciones nacionales. Un nacionalista puede afirmar que el mundo está conformado de naciones, y esa es una realidad incontestable. Pero sólo hay que visionar mapas políticos, haciendo un recorrido atrás en el tiempo, para ver que todo el escenario político se dibuja y desdibuja hasta diluirse totalmente en los tiempos del nomadismo. Y no digamos si nos ponemos a escala geológica, donde los mapas nacionales no son sino una broma de mal gusto, demasiado recientes para haber escupido tanta sangre.
En todo caso, los nacionalistas presentan su Nación como una realidad independiente de si los juegos de poder le han dado cabida en los mapas políticos (esto es, si se han podido forjar un Estado propio). De este modo, lo que viene a fijar esta mística esencialista, es que si la Nación es una verdad indiscutible, tampoco es cuestionable la apropiación del territorio que se reivindica (otra cosa es hasta dónde llega dicha reivindicación, lo que genera histéricos debates entre nacionalistas del mismo credo).
Pero no sólo el espacio es despedazado en la mente nacionalista. El tiempo también sufre por igual una violenta manipulación, reproduciendo una linealidad artificiosa del transcurrir nacional sobre este planeta. Hacia el pasado, el nacionalismo explota la historia a su favor, para justificar su reivindicación actual. Como no deja de ser una novedad histórica, el nacionalismo rescata de otros tiempos hechos y personajes (la mayoría heroicidades bélicas), los refunda en sus pretensiones, los adapta a los objetivos actuales, los mitifica hasta tal extremo que la Historia misma pasa a ser otra Verdad dogmática sobre la que no se puede cuestionar.
Pero si esta sacralización del pasado sirve para decapitar pretensiones críticas a los objetivos actuales, quizás la potencia del nacionalismo se halla en la construcción del futuro. Ofrece, sin duda, objetivos imaginarios donde “llegar” cuando en realidad, y más el nacionalismo, es una ideología desgarradoramente sedentaria. De dónde venimos, a dónde vamos… en el tiempo. El lugar es en realidad estático, es el territorio a conquistar, a reconquistar, a recuperar, a cercar. A controlar y dominar.
El futuro nacional, pues, activa horizontes para impedir que los individuos se desvíen en los objetivos. El futuro… Lo imaginario se activa rápido en los cerebros, se asienta con comodidad, incluso lo más absurdo, y posee la terrorífica capacidad de inyectar miedos ficticios que siempre son disciplinantes. Lo crítico, como es lógico, requiere de tiempo para leer, reflexionar, valorar, discutir, dudar de esas construcciones, de esas verdades, que nos ponen como cebo. Construir un criterio propio y abierto requiere de un tiempo que los que disponen de poder no están dispuestos a conceder. La educación nacional tiene por objetivo parasitar en los cerebros dichas coordenadas espacio-temporales operativas, encerradas en lo sagrado de su Verdad. Maldita ficción de la Verdad.
Un pasado nacional para un futuro nacional. El presente debe estar cercado en lo más profundo. En el día a día lo nacional se trabaja, desde todos los medios ideológicos disponibles. En lo temporal, lo que une el pasado y el futuro no es el presente, que discurre a pesar de todo lo humano, incluso de lo nacional. Es la tradición lo que articula una manera de vivir la nación. Y lo nacional, en tanto que se construye, no cesa de reproducir la ficción de la tradición. Ficción que le permite enclavar en el pasado unas raíces de las cuales no goza. Cada nación rescata y reinventa para sí folclore, festejos, actividades lúdicas, cantos y bailes… Reconstruye y categoriza como estrictamente nacional lo que no deja de ser una verdad más que en lo simbólico. Fuera de ello, sin el velo nacional, no es más que un esperpento.
Lo tradicional aglutina, precisamente, a viejos y a jóvenes. Es la fuerza de la repetición, que no exige demasiada originalidad. Es el punto más oscuro de lo cultural, donde no brilla más que la simbología, donde se exalta todo inmovilismo, donde se sospecha de todo cambio. Así lo tradicional se adueña del presente, lo cerca dentro de la sociedad civil, que no es otra que la que aplaude y vive del Estado. Esa cultura estereotipada que se nutre y reproduce de la subvención.
De fiesta en fiesta, de festivo a festivo, de domingo a domingo, la tradición suplanta el tiempo libre, ya de por si cercado por los tiempos del tiempo. Y allí irrumpe con mayor fuerza toda la simbología, es cuando se hace más barroca, pues es cuando más tiempo hay para la reflexión, y cuando menos se quiere ejercitada. Banderas, emblemas, pancartas… colores. Desde la autoridad instituida hasta el combatiente caído, todo rezuma lo nacional, todo embauca, todo parece comunidad. Pero sólo existe en lo simbólico. Sólo existe una orgía identitaria, un “Somos” simbólico que únicamente tiene sentido por lo que se niega a todos los demás.
Y este “somos” enreda al individuo con la tradición inventada de un lugar donde, en el mejor de los casos, le ha visto nacer. Enreda porque, mermadas sus capacidades críticas respecto a lo que se ha instituido como su identidad, el individuo difícilmente podrá escapar de lo que se espera de él.


La salvaje comunidad nacional

Pero el éxito del nacionalismo es indiscutible. Es por eso que debe ofrecer a los individuos ciertas ventajas estratégicas para que se asuma con tanta naturalidad, o se padezca con tanta violencia. En otras palabras, hay que ver qué utilidad presenta el nacionalismo para que se reproduzca la creencia en esa imaginaria comunidad nacional. Y ésta no es sino la de proporcionar ciertos criterios de selección social. Es decir, decidir quién adquiere la categoría de nacional y, muy especialmente, quiénes no. Pero dichos criterios de selección nacional (y, por lo tanto, absolutamente artificiales), han mutado, y mucho, a lo largo del tiempo.
En primer lugar, cada nación adopta como criterio de selección nacional lo que más se adapta a lo que se quiere construir. El color de la piel, la práctica de determinada religión, el uso de un código lingüístico u otro, determinado pasado común... Todo vale para articular la manada nacional.
En segundo lugar, la comunidad nacional ha buscado fundamentarse a partir de distintos criterios de nacionalidad. Es curioso como desde sus inicios se le ha intentado dar base científica a la selección y diferenciación nacional (aunque sigue sirviéndose, no sin menor importancia, de toda mística religiosa). Así nos encontramos con el nacionalismo de base biológica, cuya aspiración residía en legitimar la jerarquía social a partir de divisiones de la especie en razas. Toda una teorización científica que partiendo de la biología se construía todo el edificio diferencial. Se desarrollaba en la antropología, pasando por la historia y la sociología… desde todas las ramas científicas se hacía florecer el árbol de la superioridad racial de unas naciones sobre otras, y de unos individuos respecto a otros.
No obstante, desde la misma ciencia se han ido dinamitando los postulados racistas. Biológicamente, no hay ninguna diferencia sustancial en la especie. No hay ningún criterio que fundamente la jerarquización y el autoritarismo más allá del mundo social. Es por ello que el elemento a partir del cual mejor se han desarrollado los criterios de selección nacional es la cultura. Y ello porque proporciona muchas ventajas que el nacionalismo de base racista ya no puede legitimar.
En primer lugar, porque permite abrir y cerrar el “grifo” según necesidades del momento. A diferencia del racismo (que se nace o no se puede ser), la cultura permite un aprendizaje, una asimilación claudicante. Digamos que permite al nacionalismo presentarse como más “amable”, “integrador”. En segundo lugar, permite imbricarse perfectamente con la religión, puesto que todo lo nacional, como lo religioso, se trabaja y no existe más que en lo simbólico e imaginario. Y lo simbólico, por artificial, permite desarrollar las diferencias que el racismo no ha podido desplegar. Esta imbricación, siempre presente, sigue siendo muy útil en la era de las civilizaciones. En tercer lugar, el nacionalismo cultural permite presentarse igualmente como “científico”, algo que el racismo ya no puede conseguir. Se pueden presentar estudios históricos, sociológicos, literarios, lingüísticos, incluso hasta étnico-antropológicos… que señalan lo muy diferentes que somos a nivel cultural. Efectivamente, el racismo cultural vigente se esconde muy bien tras metodologías y técnicas de investigación. Sólo basta con dar un vistazo por las universidades...
En todo caso, se ha pasado del racista biológico al fundamentalista cultural, cuya diferencia no se haya ni en los principios, ni en los objetivos. Ambos construyen y edifican la diferencia, la jerarquización social y el autoritarismo propio. La diferencia estriba en el criterio empleado para tales fines.
Esta selección nacional que tan bien funciona a nivel popular explota la estrategia de grupo ante los depredadores sociales, a quienes se da, precisamente, cobijo y centralidad dentro de la manada, y a quiénes se idolatra en las relaciones de poder: a nivel individual, este agrupamiento alrededor del Estado garantiza que si voy dentro del grupo más posibilidades habrá que otro salga socialmente más perjudicado. Por ejemplo, si hablo la lengua del Estado, tengo una ventaja estratégica respecto a aquellos que deben aprenderla. De aquí la exigencia nacionalista que institucionalmente se marque a ciertos grupos como los “otros”. Los cuales se ven constantemente señalados, simbólicamente pintados con cierta estigmatización que los conduce a los márgenes de la comunidad nacional. Allí donde se ejecuta la explotación y se cultiva la margi-Nación.
Nos acercamos a lo más profundo de lo nacional. Aquello que la identidad nacional, adoptada con mayor o menor voluntad, naturaliza, y que son los valores mismos que fundamentan la ideología nacional.
Axiología de la verdad nacional

Lo nacional, que surge de la quiebra religiosa como imaginario único del poder, moviliza unos valores que le son específicos y que, además, son lo suficientemente vacíos como para poder articularse con otros sistemas de valores, siempre que éstos sean “por el poder”. Ya sea nacional-catolicismo, nacional-islamismo, nacional-liberalismo, nacional-socialismo, nacional-comunismo… En todos ellos hay en común un repertorio de valores que, a fin de cuentas, no son exclusivos de lo nacional, pero sí han sido asumidos por él. ¿Qué valores esconde lo nacional?
El valor superficial del nacionalismo, que está en su misma génesis y que se exhibe con estridencia en la simbología, es el de la propiedad, que siempre expresa una privación. Es la reivindicación de un espacio nacional, privado a los demás, exclusivo de los propios. Subyace, dentro de esa ficción política nacional, una clara y evidente reafirmación del “esto es mío” dentro del “esto es nuestro”. Se gesta en lo social, de una apropiación individualizada (legalizada, por supuesto), hasta los límites de la organización legalizadora (el Estado), y fijando en lo simbólico los objetivos, que siempre son expansivos. Así, el nacionalismo funciona dentro de un péndulo alrededor de la propiedad, donde las pretensiones territoriales a veces despiertan dudas de dónde se sitúa cada cual. En realidad, todo es una ficción circular donde el epicentro intocable es el poder, como si estuviésemos manteniendo un fuego y todos, absolutamente todos, van echándole la leña de la propiedad al fuego de la vanidad.
Algunos de los llamados “extrema izquierda” se quejarán de esta afirmación, alegando que su lucha tiene por objetivo la abolición de la propiedad privada. Lo cual no deja de ser, por lo menos, algo tramposo. En realidad lo que se propone es una estatalización de la tierra, donde pasaría de ser de unos pocos a ser, en teoría, pública, es decir, de un “todos” imaginario, puesto que su propietario único, pero propietario, es el Estado. Esto no hace sino dejar en franca ventaja a los gestores del Estado, como han demostrado todos los proyectos de raíz marxista: desde la URSS a la China actual, pasando por los neopopulismos latinoamericanos actuales (extraña mezcla de fascismo y marxismo), donde ese “todos” imaginario sigue siendo una buena estrategia para cambiar las caras de los que mandan. En realidad, las tan aplaudidas, desde la izquierda, “nacionalizaciones” no son más que dar a la estructura del poder (¡al Estado!) la propiedad de aquello que se busca nacionalizar. Eso sí, una vez que sus defensores tomen el mando… Un juego de manos, un cambio de amos.
Todo este juego de política nacional girando alrededor del fuego del poder no hace sino impedir, deliberadamente, el debate sobre el problema social, que es la violencia entre los de arriba y los de abajo. No deja de ser lógico, pues, ¿cómo van a cuestionarse a sí mismos los que aspiran a ciertas alturas?
Esto nos lleva al valor fundamental y más profundo que subyace en lo nacional: el de la autoridad. En este caso, el nacionalismo define claramente quiénes tienen derechos autoatribuidos sobre el territorio que exigen para sí. Es decir, unos, llamados “nacional-lo que sea”, que se presentan ante el mundo como una comunidad que no existe, con un pasado por lo menos falseado, cuando no inventado, con alguna característica común (una lengua, el color de piel… lo que sea), dicen: “¡aquí debo de mandar yo!”
En base a un dios que los ha elegido como pueblo (¡esto sí que es que toque la lotería cósmica!), en base a una lengua, en base a supuestos rasgos físicos… en base a cualquier “elemento diferencial” (lo que construya una diferencia, a veces puramente inventado, otras sencillamente forzado hasta el esperpento) se exclama ¡aquí mando yo! La autoridad es el fundamento de todo nacionalismo. La propiedad sólo nos fija su ámbito de influencia en un momento histórico, su campo de poder.
Los unos y los otros. Arriba y abajo. Un destino común en lo nacional. El nacionalismo articula la estructuración jerarquizada de la sociedad en una comunidad imaginada. Para ello el nacionalismo explota otro valor, que se manifiesta en un plano intermedio entre la autoridad y la propiedad (la instancia simbólica que vincula poder con espacio) por eso más artificioso, más manejable, tanto para el individuo como por el Estado. Este valor es el de la identidad nacional.
La identidad es el cruce de caminos entre el Estado y el individuo, es la fuerza que vincula lo uno con lo otro, es el principio moderno de la relación de poder. Es la forma en la que el poder nos atraviesa, nos ata, nos atrapa. Nacional y extranjero, lo que identifica y la posibilidad de asimilarse. La identidad nacional es lo que pone en marcha el mecanismo de la exclusión.
Es por ello que el Estado siempre anda tras la identificación. “Quién eres”, reducido a “un de dónde vienes”, “cuándo naciste”. Espacio y tiempo. Ecuación de la probabilidad de una rebeldía que hay que vigilar. Para facilitar el ejercicio del control, plasmada en su necesidad de identificar quién se mueve, a dónde va, el Estado desarrolla la identidad. Ha convertido una circunstancia (dónde he nacido) en una cadena simbólica que privilegia a unos, y penaliza a otros.
La identidad. Esa doble faceta de identificar e identificarse. ¿Quién eres? ¿Quién soy? Con la identidad, lo nacional se asienta en el individuo como el soporte del poder instituido, generando desde ella toda la red nacional que fragmenta lo social, abriendo con su expansión el cisma de la exclusión.
La identidad nacional. Igual a unos y diferente a otros. Se filtra dentro de los individuos desde tempranas edades, desde lo más cercano. Desde la familia, desde la escuela, desde los medios. Se reproduce con tremenda facilidad dentro de nosotros. Aparentemente, llena vacíos, impide dudas y contradicciones molestas, ofrece cierto sentimiento de formar parte de una comunidad. Sobre todo cuando no podemos entender nada. Y luego, con los años, cuando no queremos entender nada ya…
En realidad, su funcionamiento es como el de un virus. Nacemos libres de cualquier identidad. Pero sólo al poner la cabeza en este mundo se pone en marcha un perverso mecanismo de identificaciones, toda una red de la que es casi imposible escapar. Se proyecta sobre nosotros un mundo que intenta acotar el margen de construcción, de edificación personal. Se establece una batalla de elementos simbólicos que nos llevan a la perpetua identificación: deportes, ídolos, dioses, sindicatos, partidos políticos… Líderes y dirigentes… patrias. La patria.
La identidad nacional lucha por reducir todas las identidades que nos conforman a la suya propia. Banquero y obrero, político y sindicalista, viejo y recién nacido. Una identidad que pretende englobar todo lo que bajo de esas etiquetas subyace, todas las relaciones que se tejen y que no hacen sino edificar la estructura de poder y sumisión.
Como lo nacional es una construcción en todas sus dimensiones, la identidad que forja imagina cierto modelo de pureza, dada por la posesión de ciertas características (ya sean biológicas, pero casi siempre culturales) que legitiman los no tan casuales privilegios sociales. En otras palabras: lo que acaba por definir la identidad nacional es una pureza construida por los que tienen (o quieren) el poder. Pero para no cuestionar dicha construcción, para esconder dicha pureza macabra que edifica la exclusión, el nacionalismo explota, reiteradamente, el sentimentalismo de la vanidad y del egoísmo, que parte del victimismo acrítico al orgullo ofensivo.
Efectivamente, todo nacionalismo respira, en mayor o menor grado, cierto victimismo. El otro del que uno se quiere diferenciar, al que se le quiere distanciar, debe presentarse como una amenaza: por sus modales, por su agresividad, por su cultura, por su lengua… todo él despierta una agresión a la identidad que uno ha asumido como propia. Tenga o no base histórica alguna, este victimismo está inserto en la tradición, se replica sin que decaiga la sensación de amenaza. El otro siempre está al acecho, quiere dominar, quiere someter, quiere intoxicar. Somos, nosotros, víctimas con heridas abiertas por donde se infiltra el dolor y la amenaza. El otro arrolla desde la cultura, desde la lengua, desde la política, desde la fuerza. La identidad está perpetuamente amenazada y hay que reproducirla, encerrarla, evitar contaminaciones e infiltraciones traicioneras. Miedo al otro, miedo a perder la identidad que se edifica. Pureza histórica, pureza lingüística, pureza biológica… Tanta pureza, tanta endogamia a tantos niveles, tan estancadas las aguas de la vida… Algo impulsa hacia lo muerto. Como en las viejas dinastías, que de tanta pureza dinástica, de tanta sangre azul, parían las reinas príncipes mermados…
Esta naturaleza endogámica del nacionalismo, de signo inevitablemente decadente, se atrinchera en la reafirmación, expirando y escupiendo orgullo por doquier, intentando esconder el tufo putrefacto de sus intenciones autoritarias. Los grupos de poder, que se escudan en lo nacional, buscan mantener las relaciones sociales de poder y privilegio, empujando a los otros hacia lo más bajo de la red de relaciones sociales, hacia los límites que fijan la exclusión.
El poder de excluir busca regular lo que es inevitable: la gente se mueve, salta fronteras, busca trabajar, sobrevivir… Lo nacional responde, en lo simbólico, al encierro de los privilegios que se niega a los demás. Y cuando más poder se adquiere, cuando más relaciones verticaliza, más atracciones recibe, más se codician sus privilegios. Así, la identidad nacional empuja al que llega hacia afuera, y cuando se necesita de su trabajo, hacia abajo.
Terrible mecanismo que destruye el individuo en lo social. Es la frontera legitimada (ya sea la establecida por la violencia, ya sea la simbólica que reúne fuerzas suficientes para instituirse) que busca incesante la jerarquización como principio del funcionamiento social.
Lo nacional construye la ficción de la integración donde se abre ante todo individuo una puerta a la asimilación claudicante, a una voluntaria conversión. Pero la integración no deja de manifestar que el mecanismo de exclusión funciona como engranaje, como lo realmente instituido. Desde el puro racismo hasta el clasismo más popular, el nacionalismo explota lo identitario en una especie de masturbación del ego de donde no sale más que un placer masoquista, un chorro de odio y vanidad que se lanza contra el otro, ya esté instituido como representante del poder, o sometido a él.
Este mecanismo de exclusión es el combustible que alimenta lo nacional, y lo que empuja hacia la violencia a generaciones enteras. El soldado, el combatiente, el caído, el preso. Ese ejército de individuos dispuestos a matar y dejarse matar por una identidad macabra que exige sacrificio, disciplina, obediencia. Ese agujero negro que se alimenta de su carne y que expresa un reverso de las fuerzas organizadas para el botín. El soldado se encuentra entre el otro y el nosotros. Entre la muerte y la traición.
La traición a la identidad nacional. A la patria. Se esgrime una polaridad ficticia, pues si no eres de los unos es que estás con los otros. El nacionalista no admite mestizajes, ni biológicos, ni culturales, ni sociales, pues allí donde se enriquece la vida social, es donde los que tienen poder pueden perder el control. Pues todos los avances sociales, lo que hace grande a la humanidad, contradicen siempre a la autoridad, se cultivan fuera de ella, de sus cadenas y sus claudicaciones. Evidencia que sus fundamentos son vanidosos en lo político, mezquinos en lo económico, decadentes en lo cultural y jerarquizantes en lo social.
En cierto sentido, el nacionalismo fija un punto máximo de implosión, un tope máximo de crítica profunda a las relaciones de poder establecidas. Tope máximo que fija los límites críticos a partir de los cuales cualquier cambio pueda amenazar en llevarse por delante a los poderes organizados, es decir, al Estado mismo. En otras palabras, el nacionalismo sólo habla un lenguaje, que es el del Estado.
Su visión económica, política y social sólo gira alrededor de éste, como única forma de organización social posible. En cierto sentido, el nacionalismo es un nuevo medio simbólico sobre el que desarrollar la dominación. A falta de dioses, buenas son patrias... Por eso cuánto más se quiere evitar crítica alguna, más oímos gritos de patria, patria, patria.
El nacionalismo es, pues, básicamente una ideología contrarrevolucionaria, neutralizante y represora. Contrarrevolucionaria porque se desarrolla siempre para el fortalecimiento y estabilización del Estado, en base a una simple acusación: la de la traición. Neutralizante porque se asienta acríticamente como visión del mundo, en un doble juego de integración-exclusión de consecuencias terribles para los individuos, en base a una única resolución: la de la conversión. Represora porque hace del encierro social un paradigma ilusorio donde el muro, la frontera, se alza como culminación de un proceso de purificación y salvaguarda social.
El nacionalismo, hoy

Desde la caída del bloque soviético, el mundo vive lo que se ha llamado globalización. Un proceso que ha hecho pequeño el planeta, donde las posibilidades de movilidad y de desarrollo de todos los procesos humanos han aumentado a escala planetaria. No obstante, paradójicamente siguen floreciendo nacionalismos por todas partes que sueñan en parcelaciones de nuevo cuño.
Todo ello no hace sino expresar la tensión con la que se articulan las relaciones de poder: por un lado, esa voluntad de seguir expandiendo sus ámbitos de influencia. Lo que lleva a alianzas y pactos claudicantes entre las élites que impulsan hacia la creación de nuevas identidades, como la Comunidad Europea, que exigen una paulatina conversión identitaria de las antiguas señas de identidad hacia nuevos imaginarios, algunos de ellos de raíz religiosa. Vuelven los dioses con fuerza… Esta lenta conversión convive en tensión con las identidades elaboradas durante los dos últimos siglos, y que habían llevado a guerras catastróficas difíciles de enterrar de la memoria humana.
Los millones de muertos en las dos contiendas mundiales deberían levantar la cabeza para ver de qué sirvió su patriotismo, a quien sirvió su muerte. Pero para los que disponen de poder todos esos millones de muertos realizaron su cometido, sacrificaron su vida por la nación, y los empujarían de igual modo allí donde se celebre un nuevo pulso militar.
Hoy las nuevas generaciones estudian ese descalabro de apenas 60 años atrás como quien habla del Big Bang. Como si ese mundo eclosionase por dos veces sucesivas porque a los muy malos (los que perdieron, por supuesto) se les tenía que frenar en sus pretensiones. Como si las pretensiones de los muy buenos (los vencedores que cuentan la historia) fueran de otro calibre.
De todas esas cenizas se levantan nuevas identidades, sin que se perciba el más mínimo cambio en las pretensiones iniciales. Americanos (todas las américas), europeos, chinos, indios, rusos, judíos, pakistaníes… hasta el más pequeño poder articulado o que quiere articularse. Un mundo extremadamente nacionalizado, y aún nacionalizante, sigue configurando fronteras y fronteras por donde se oyen rugir los ecos de la violencia.
Y ello porque, por otro lado, a las pretensiones imperiales le acompaña su inevitable destino: estallar en pequeños reinos de taifas. Así, de su interior emergen nuevas pretensiones, nuevas exigencias de dominio que se articulan en nacionalismos de más o menos trayectoria. Por ejemplo, del estallido del imperio soviético han eclosionado nuevos estados y nuevas nacionalidades, algunas de las cuales ya han dejado un buen baño de sangre en su estreno.
Pero no sólo de esa decadencia se han levantado fronteras. Dentro del mundo rico, emergen nacionalismos que hacen de la resistencia una excusa para levantar nuevas fronteras, para desatar odios y violencia contra los otros, para constituirse en Estado independiente justamente cuando esa independencia soñada no existe ya para nadie. Y así conocemos nuestro mundo, jamás tan parcelado, en una orgía de fronteras artificiales que recuerdan a cada instante las trincheras de las que parten, y donde amenazan en regresar.
En este marco de multiplicación de Estados, se ha vaciado el internacionalismo que apostaba por la eliminación de las fronteras, por un esperpéntico interculturalismo que sirve para potenciarlas. Cuando ya la pureza racial o cultural sólo existe en la mente retorcida de los que sueñan con encerrarse en sus privilegios, no hacemos más que generar encierros tras encierros, fronteras tras fronteras, esclavos de todo aquello que nos debería ayudar a liberarnos y que no hace más que esclavizarnos. Cuantas más posibilidades técnicas hay para desplazarse por el planeta, más fronteras emergen que dificultan su potencialidad. De hecho, tendemos más hacia un mundo videovigilado y cerrado, que no a un mundo abierto, rico en sus formas y contenido. Sin duda, el nacionalismo ha contribuido profundamente en este deplorable estado del mundo, habiendo proporcionado al poder político de turno una ideología con la que la gente encierre su mente y su corazón.
En la era nuclear, no obstante, se divisa un horizonte de lo más oscuro. El pasado reciente nos ha alertado de lo que nos aleja de las cloacas es un maldito botón en manos de los representantes de unos pocos Estados, cuyas amenazas cobran un sentido aterrador.
Esta capacidad autodestructiva de la especie ha hecho que el poder juegue sus partidas a microescalas, haciendo uso del terrorismo como arma y como enemigo, construyendo y financiando tanto grupos que siembran terror, como construyendo la figura del terrorista enemigo. Es difícil saber quién golpea, a través de quién, y desde dónde.
La lógica de las nuevas macro-identidades, eso llamado civilización, tiene demasiado que ver con la perpetua necesidad del enemigo. Al hacerse pequeño el planeta, con tanta inmigración y tantas posibilidades de contacto y movilidad, la identidad civilizatoria permite ahondar en diferencias con otra parte de la humanidad que está lejos y, por lo tanto, vencible y sometible.
Es por lo menos paradójico que cuando más pequeño se ha hecho el planeta, cuando más posibilidades de comunicación, de intercambios y de movilidad a todos los niveles, hay cierta tendencia a distanciarse, separarse, de pretender el aislamiento donde justamente se pudre lo social. Viejos y nuevos muros siguen levantándose para impedir un desarrollo social que escape a los que tienen poder.
A lo largo de esta corta historia de lo nacional, pero historia de tres siglos, hemos visto Estados de todo tipo y colores: gestionados por ultra-liberales, y por iluminados por dios; por revolucionarios de salón, y por revolucionarios de acción; por fascistas sanguinarios, y por populistas iluminados; por premios nobel de la paz belicistas, y por militares revolucionarios por la gracia de dios… ¿Por qué esperar que el siguiente Estado vaya a ser mejor? El único dilema existente es si queremos una sociedad orquestada por los autoritarios que imponen sus iluminadas visiones mediante la violencia, y de la que viven los sectores acomodados de la sociedad; o si empezamos a construir una sociedad alternativa desde sus fundamentos, esto es, desde sus propios valores. Lo que exige como premisa expulsar de nosotros mismos la admiración y apremio por las manifestaciones autoritarias. En este sentido, ninguna Nación, y ningún “naciona-listo”, tiene cabida. No se puede empezar a construir a partir de las diferencias que otros nos han impuesto para facilitar su dominio y gestión. Pues no se trata de averiguar quién tiene legitimidad para gobernarnos, sino de la necesidad misma de un gobierno.
La única opción que tenemos es transformar este mundo desde los valores y principios que nieguen a toda autoridad y explotación. Transformar para que se rompan definitivamente todas las cadenas con las que se construye este mundo de poderosos y destructores, y al que nos atan con sus construcciones imaginarias, sus identidades distanciadoras y sus violencias desgarradoras.
Despertar nuestro impulso nómada que todas las visiones sedentarias intentan aplacar. Desatar la rebeldía contra todo poderoso que nos encierra, a cada momento histórico, dentro de sus muros de piedra y tecnología. Liberar el pensamiento de las cadenas simbólicas que nos arrastran hacia el vacío de la nada.
En definitiva, enfrentarse a todas las mentes endogámicas cuyos pensamientos hacen el corto recorrido que va del ombligo al orgullo. Pues ante este mundo cada vez más encerrado en parcelaciones, exigimos poder desarrollarnos allí donde uno ha encontrado su lugar en el mundo. Pues el mundo no es vuestro. Sólo podéis destruirlo.

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Barcelona, 31 de enero de 2010
Tierra y Libertad
Todo por hacer
CS La Brecha
La Iconoclasta


Puede que lo que hacemos no traiga siempre la felicidad, pero si no hacemos nada, no habrá felicidad.

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