El castigo muchas veces, está asociado a la falta de libertad que padecen los individuos. Actualmente, el empleo de la fuerza se ha visto relegada a un segundo plano, pero esto no quiere decir qué todavía no se ejerza indiscriminadamente.
En las sociedades antiguas, el castigo era una pieza clave de la megamáquina destructiva... el ejercicio del mismo estaba relacionado con la tradición teológica y la representación del poder como un ente implacable, cuya fuerza se afligía, sobre todo, al cuerpo.
El cuerpo era el eje del castigo en las sociedades antiguas. El rey y las instituciones monárquicas, incluyendo la Iglesia, hacían funcionar los engranajes de su organización social a través de los castigos.
Por otro lado, el resto de la sociedad, consideraba al mismo, como la perpetuación de un status inherente al individuo, cuya necesidad de aplicar el “ojo por ojo” facilitaba la continuación de la tradición vengativa.
El poder era el castigo, el suplicio, la guillotina (Revolución Francesa). La base por la cual se engendraba el poder era el castigo, en tanto en cuanto, su reserva era el núcleo sustancial de creación de la propia comunidad.
Los señores monopolizaban el derecho jurisdiccional y los mismos campesinos tendían a vincularse a su protección para su supervivencia. Con la llegada de las democracias burguesas, el poder de castigar lo va asumiendo cada vez más el Estado, frente a la dispersión de la violencia de antaño, ahora las nuevas estructuras de vigilancia van apropiándose de ese derecho para justificar los ideales burgueses de familia, trabajo, ahorro etc.
Actualmente, la necesidad de castigo aún perdura, no hay duda, pero bajo un nuevo signo. Su nueva significación, corresponde a la nueva etapa de consolidación posmoderna de la permeabilidad cool.
La trasgresión de la concepción del cuerpo como objeto de castigo se traslada al imaginario de la elección de la represión a la carta, self-service.
De tal manera, que el individualismo castiga los pecados, no por medio del látigo, sino a través del fármaco, del asilamiento, de la autorepresión. La abundancia de objetos para elegir tu particular “represión” que garantice tu personalidad, es la que construye tu existencia (gustos estéticos, psicológicos). La peor cárcel no es aquella que te han obligado a estar, sino la que tú “libre” y “democráticamente” has elegido. Pero, ésta ya no aparece como una tortura, sino como una necesidad. Por todo ello, rechazar el castigo es desvincularse de la ejecución autoritaria del suicidio moderno. El individuo autómata, depresivo y narcisista es el nuevo modelo de ser humano que se autoejecuta.
Rechazar el poder en todas sus formas, es apartarse del imaginario del “ojo por ojo”. Sin embargo, la violencia puede servir para defenderse de los abusos pertrechados por un sistema que mata y anula por igual. La violencia adquiere un rango revolucionario, cuando su aparición en escena pretende aniquilar y extipar de raíz la maquinaria de castigo espectacular. Pues entonces, ya no se la puede considerar “violencia”, sino autodefensa colectiva. Parafraseando a Vaneigem “La autodefensa es el primer derecho de los revolucionarios. Mientras las armas no hayan pasado a ser inútiles, todos tendrán derecho a estar armados.”
El castigo es la espada visible o invisible, que desde hace siglos, traspasa los horizontes de la violencia, porque su asimilación a la propia sociedad, impide el redescubrimiento del castigo como una condición chantajista del propio poder. En este terreno, el enemigo puede ser cualquiera y castigador, también. En fin no me quiero alargar más… Estoy de acuerdo con la cita de Regocijo en el fango “¿Qué sería de las armas si no existiera enemigo?
Un saludo!!