Será siempre a los pensadores del siglo XVIII a quienes pertenece la gloria de haber adivinado, en parte por lo menos, el origen del sentimiento moral.
En un libro soberbio, alrededor del cual la clerigalla ha hecho el silencio, y es, en efecto, poco conocido de la mayor parte de los pensadores, hasta de los antirreligiosos, Adam Smith ha puesto el dedo sobre el verdadero origen del sentimiento moral. No va a buscarlo en las ideas religiosas o místicas; lo encuentra en el simple sentimiento de simpatía.
Veis que un hombre pega a un niño; comprendéis que el niño apaleado sufre; vuestra imaginación hace sentir en vosotros el mal que se le inflinge, o bien sus lloros, su compungida carita os lo dice; y, si no sois un cobarde, os arrojáis sobre el hombre que pega al niño, se lo arrancáis a la fuerza.
Este ejemplo por sí solo explica casi todos los sentimientos morales. Cuando más poderosa es vuestra imaginación, mejor podéis comprender lo que siente un ser afligido, y más intenso, más delicado será vuestro sentimiento moral, más compelido os veréis a sustituir a ese otro individuo; con mayor agudeza sentiréis el mal que se le haga, la injuria que le ha sido inferida, la injusticia de la cual ha sido víctima; mayor será vuestra inclinación a impedir el mal, la injuria o la injusticia; más habituado estaréis por las circunstancias, por los que os rodean, o por la intensidad de vuestro propio pensamiento y de vuestra propia imaginación a obrar en el sentido en que el pensamiento y la imaginación os empujan. Cuanto mayor sea en vos ese sentimiento moral, mayor predisposición tendrá para constituirse en hábito.
Eso es lo que Adam Smith desarrolla con abundancia de ejemplos. Era joven cuando escribió ese libro, infinitamente superior a su obra senil La economía política. Libre de todo prejuicio religioso, buscó la explicación en un hecho de la naturaleza humana: he ahí porqué durante un siglo la clerigalla con o sin sotana ha hecho el silencio alrededor de este libro.
La única falta de Adam Smith está en no haber comprendido que tal sentimiento de simpatía, convertido en hábito, existe entre los animales al igual que en el hombre.
No desagrada esto a los vulgarizadores de Darwin, ignorando en él todo lo que no había sacado de Malthus; el sentimiento de solidaridad es el rasgo predominante de la existencia de todos los animales que viven en sociedad. El águila devora al gorrión; el lobo, a las marmotas; pero las águilas y los lobos se ayudan entre sí para cazar; y los gorriones y las marmotas se prestan solidaridad también contra los animales de presa, pues sólo los poco diestros se dejan expoliar. En toda agrupación animal la solidaridad es una ley (un hecho general) de la naturaleza, infinitamente más importante que esa lucha por la existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses en todos los tonos, a fin de mejor embrutecernos.
Cuando estudiamos el mundo animal y querernos comprender la razón de la lucha por la existencia, sostenida por todos los seres vivientes contra las circunstancias adversas y contra sus enemigos. Cuanto mejor cada miembro de la sociedad comprende la solidaridad para con los demás, mejor se desarrollan en todos esas dos cualidades que son los factores principales de la victoria y del progreso: de una parte, el valor, y la libre iniciativa del individuo, de la otra. Y cuando más, por el contrario, tal colonia o tal grupillo de animales pierde ese sentimiento de solidaridad (lo que sucede a consecuencia de una excepcional miseria o bien de una gran abundancia de alimento) tanto más los otros dos factores del progreso, valor y la iniciativa individual disminuyen, concluyendo por desaparecer, y la sociedad en decadencia sucumbe ante sus enemigos. Sin confianza mutua no hay lucha posible, no hay valor, no hay iniciativa, no hay solidaridad, no hay victoria; es la derrota segura.
Volveremos algún día sobre este asunto, y podremos demostrar, con lujo de pruebas, cómo en el mundo animal y humano la ley del apoyo mutuo es la ley del progreso; y cómo el apoyo mutuo, cual el valor y la iniciativa individual, que de él proviene, aseguran la victoria a la especie que mejor lo sabe practicar. Por el momento nos bastaría hacer constar el hecho. El lector comprenderá por sí mismo toda su importancia en la cuestión que nos ocupa.
Imagínese ahora ese sentimiento de solidaridad obrando a través de los millones de edades que se han sucedido desde que los primeros seres animados han aparecido sobre el globo; imagínese cómo ese sentimiento llegaba a ser costumbre y se transmitía por herencia desde el organismo microscópico más sencillo hasta sus descendientes -los insectos, los reptiles, los mamíferos y el hombre-, y se comprenderá el origen del sentimiento moral, que es una necesidad para el animal, como el alimento o el órgano destinado a digerirlo.
He ahí, sin remontarnos más lejos (pues aquí no sería preciso hablar de los animales complicados, originarios de colonias de pequeños seres extremadamente sencillos) el origen del sentimiento moral. Hemos debido ser en extremo concisos para desarrollar esta gran cuestión en el espacio de algunas páginas; pero eso basta ya para ver en ello que no hay nada de místico ni sentimental. Sin esa solidaridad del individuo con la especie, nunca el mundo animal se hubiera desarrollado ni perfeccionado. El ser más adelantado en la tierra sería aún uno de esos pequeños grumos que flotan en las aguas y que apenas se perciben con el microscopio. Ni aun existirían las primeras agregaciones de células: ¿no son ya un acto de asociación para la lucha?
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Esa fecundidad del genio, de la sensibilidad o de la voluntad toma todas las formas posibles. Ya es el investigador enamorado de la verdad, que, renunciando a todos los demás placeres de la vida, se entrega con pasión a la investigación de lo que él cree ser verdadero y justo, en contra de las afirmaciones de los ignorantes que le rodean; ya es el inventor que vive de la gloria póstuma, olvida hasta el alimento y apenas toca el pan que una mujer, toda abnegación, le hace comer como a un niño, mientras persigue su invención, destinada, según él, a cambiar la faz del mundo; ya es el revolucionario ardiente, para quien todos los goces del arte, de la ciencia, de la misma familia, parecen áridos en tanto no estén compartidos por todos, trabajando en regenerar el mundo a pesar de la miseria y de las persecuciones; ya es el mozalbete que al oír relatar las atrocidades de los invasores, creyendo a ciegas en las leyendas del patriotismo que le han contado, va a inscribirse en un cuerpo franco, anda por la nieve, sufre el hambre, y concluye por caer bajo las balas.
Es el granujilla de París, que, mejor inspirado y dotado de inteligencia más fecunda, escogiendo mejor sus aversiones y sus simpatías, corre a las murallas con su hermanito, resiste la lluvia de los obuses y muere murmurando: ¡Viva la Communa!; es el hombre que se subleva a la vista de una iniquidad sin preguntar qué resultará de ello, y, cuando todos doblan el espinazo, desenmascara la iniquidad, hiere al explotador, al tiranuelo de la fábrica o al gran tirano de un imperio; son, en fin, todos esos sacrificios sin número menos llamativos, y por eso desconocidos casi siempre, que se pueden ver constantemente, sobre todo en la mujer, a quien se quiere encargar el trabajo de abrir los ojos y notar lo que constituye el fondo de la humanidad, lo cual le permite también instruirse bien o mal a pesar de la explotación y la opresión que sufre.
Aquellos fraguan, unos en la oscuridad, otros en campo más amplio, los verdaderos progresos de la humanidad. Y la humanidad lo sabe. Por lo mismo, rodea sus vidas de respeto, de leyendas. Hasta los embellece y los hace héroes de sus cuentos, de sus canciones, de sus novelas. Ama en ellos el valor, la bondad, el amor y la abnegación que falta a la mayoría. Transmite sus recuerdos a sus hijos, se acuerda hasta de los que no han trabajado más que en el estrecho círculo de la familia y de los amigos, venerando su memoria en las tradiciones familiares.
Aquellos constituyen la verdadera felicidad -la única, por otra parte, digna de tal nombre-, no siendo el resto sino sencillas relaciones de igualdad. Sin esos ánimos y esas abnegaciones, la humanidad estaría embrutecida en la ciénaga de mezquinos cálculos. Aquellos, en fin preparan la moralidad del porvenir, la que vendrá cuando, cesando de contar, nuestros hijos crezcan con la idea de que el mejor uso de toda cosa, de toda energía, de todo valor, de todo amor, está donde la necesidad de esta fuerza se siente con mayor viveza.
Esos ánimos, esas abnegaciones, han existido en todo tiempo, se las encuentra en los animales, se las encuentra en el hombre hasta en las épocas de mayor embrutecimiento: y en todo tiempo las religiones han procurado apropiárselas, acuñarlas en su propia ventaja, y si las religiones viven todavía es porque, aparte la ignorancia, en todo tiempo han apelado precisamente a esas abnegaciones, a esos rasgos de valor. A ellos apelan también los revolucionarios, sobre todo los revolucionarios socialistas. y otros, han caído a su vez en los errores que ya hemos señalado en cuanto a explicarlos, los moralistas religiosos, utilitarios
Pertenece a, ese joven filósofo, Guyau -a ese pensador anarquista sin saberlo- haber iniciado el verdadero origen de tal valor y de tal abnegación, independiente de toda fuerza mística, independientes de todos esos cálculos mercantiles, bizarramente imaginados por los utilitarios de la escuela inglesa.
Allá, donde las filosofías kantianas, positivista y evolucionista se han estrellado, la filosofía anarquista ha encontrado el verdadero camino.
Su origen, ha dicho Guyau, es el sentimiento de su propia fuerza, es la vida que se desborda, que busca esparcirse. «Sentir interiormente lo que uno es capaz de hacer es tener conciencia de lo que se ha dicho el deber de hacer.»
El impulso moral del deber que todo hombre ha sentido en su vida -y que se ha intentado explicar por todos los misticismos-, el deber no es otra cosa que una superabundancia de vida, que pide ejercitarse, darse es al mismo tiempo la conciencia de un poder.
Toda energía acumulada ejerce presión sobre los obstáculos colocados ante ella. Poder obrar es deber obrar. Y toda esa obligación moral, de la cual se ha hablado y escrito tanto, despojada de toda suerte de misticismos, se reduce a esta verdadera concepción: La vida no puede mantenerse sino a condición de esparcirse.
«La planta no puede impedir su florecimiento. Algunas veces, florecer para ella es morir. ¡No importa, la savia sube siempre!»; concluye el joven filósofo anarquista.
Lo mismo le sucede al ser humano cuando está pletórico de fuerza y de energía. La fuerza se acumula en él; esparce su vida-, da sin contar, sin lo cual no viviría; y si debe perecer, como la flor, deshojándose, no importa; la savia sube, si la hay.
Sé fuerte: desborda de energía pasional e intelectual, y verterás sobre los otros tu inteligencia, tu amor, tu actividad.
He ahí a qué se reduce toda la enseñanza moral, despojada de las hipocresías del ascetismo oriental.
Me gusta Jean Marie Guyau y lo recomiendo leer, es muy interesante. Ah, los extractos son de Kropotkin.