Otro que -bastantes años antes que Maqua- se tiró una reflexión muy interesante sobre cines imperiales y periféricos fue el mismísimo Fernando Fernán-Gómez en el siguente artículo, "La colonización del gusto". Se reproduce sin fecha en la antología
Nosotros, los europeos, estamos tristes y atemorizados. No como individuos particulares –que en eso cada uno está según le pinta el día-, sino como europeos. Y es natural que lo estemos, porque Europa, por primera vez en su historia, se encuentra emparedada entre dos imperios enfrentados el uno con el otro. Esta situación es para quitarle el resuello a cualquiera. Algunos europeos, por ejemplo, los españoles, cuando éramos sólo eso, españoles, no estábamos tan tristes y atemorizados, porque no nos sentíamos emparedados entre Francia y Marruecos, ni entre Portugal y la isla de Córcega, ni entre Andorra y Gibraltar. Los posibles enemigos los teníamos en casa, y con esos siempre hay más confianza.
Gente que quizás peca de optimismo piensa que nuestra tristeza, nuestro temor y nuestros presupuestos de defensa son exagerados, porque la guerra no está tan cercana. A lo mejor aciertan en lo que se refiere a la guerra armada, pero en cuanto a la guerra de la industria, el comercio, la cultura y la diversión no cabe ninguna duda de que ya está desencadenada y, de momento, vencida sin resistencia por el imperio de la izquierda, según se mira el mapa.
No voy a hablar ahora de los entristecidos y temerosos europeos, sino de los cinematografistas en particular, que se reunieron a llorar hace un mes. Se lamentan –nos lamentamos- de que el gran público menosprecia el cine europeo. Hubo tiempos en los que en España gustaba el cine americano y también el alemán, el francés, el inglés, el austriaco. En los primeros años de nuestra postguerra alcanzó gran auge entre el público popular el cine mexicano. Lilian Harwey, Anny Ondra, Jean Kiepura, Marta Eggerth, Hans Albers, Heins Rhuman, Anabella Fernandel, Jean Gabin, como antes Max Linder o Francesca Bertini fueron populares sin ser americanos ni pasar por Hollywood. Ahora en cada país gusta sólo el cine americano, con un poco de suerte el del propio país, y nada más. El público vuelve la espalda al resto del cine europeo. Naciones que tanto contaron en la historia del cine, como Hungría o Suecia, ya no existen para el espectador común. Europa, la de Murnau, Fritz Lang, Pabst, Duvivier, Feyder, Machaty, Carné, Rossellini, Buñuel, De Sica, Fellini, René Clair, Bergman, no encuentra los relevos. Y si los relevos existen, el público no les ve o no les aprecia.
En nuestro tiempo, para invadir con el cine propio o con cualquier arte otros países, para seducir a otros públicos, no basta con que los artistas tengan genio, belleza, inspiración; es preciso colonizar el gusto del público y persistir en esa labor colonizadora. Para convencer a cualquier muchacho español de que olvide las albóndigas y convierta las hamburguesas en su manjar cotidiano, es absolutamente necesaria una operación previa: la colonización del gusto. Si a un ciudadano cualquiera, a finales del siglo diecinueve, le gustaba la música de las óperas italianas, se vestía con arreglo a la moda francesa si era señora, inglesa si era caballero; leía a Zola, a Dickens, a Tolstoi, a Dostoievski y a Galdós no diríamos de él que tenía el gusto colonizado. Pero si un ciudadano europeo de nuestro tiempo disfruta con el rock, gasta pantalones vaqueros, se alimenta de hamburguesas, lee a Chandler, a Robbins, incluso a Hemingway, a Faulkner, a Scott Fitzgerald, fuma tabaco de Virginia y sólo ve en la tele o en el cine películas americanas, sí podremos decirlo.
A esta labor se han dedicado, desde hace muchos años, desde la primera guerra mundial, y sobre todo desde que acabó la segunda, los especialistas americanos de promoción. Han invertido en ella cantidades ingentes de energía, de dinero y de talento. Han recibido, también hay que decirlo, ayuda de las más altas esferas del Estado. Y, en justicia, han cosechado los frutos.
Ahora los entristecidos y atemorizados cinematografistas europeos cantamos la palinodia. No hemos sabido conquistar otros mercados, ni siquiera el nuestro. Los que teníamos, hemos ido perdiéndolos. Esto se acaba. ¿Qué hacer? Se le pide ayuda a los respectivos gobiernos, y los gobiernos la prestan. Pero es sólo ayuda económica; ya se sabe que los gobiernos de los países pobres no manejan más que dinero. Los de los ricos manejan poder. Con ese dinero se pueden hacer películas. Pero, ¿de qué sirven, si los públicos no quieren verlas? Por otro lado, no van a seguir haciéndose siempre a fondo perdido. Y hoy día amortizar una película en un solo país, pobre y pequeño, como suelen ser los europeos, o pobre, pequeño y atrasado, como suele ser el nuestro, es imposible. ¿Y a quién vamos a colonizar nosotros a estas alturas? Quizás, ya que no en atacar, haya que pensar sólo en defenderse. Pero, ¿cómo vamos a defendernos los europeos de los imperialistas norteamericanos, si al mismo tiempo les pedimos que vengan aquí a defendernos del inminente ataque de los rusos?