A estas alturas de mi cinefilia y de lo que no es cinefilia, todavía no sé a qué carta quedarme con la obra de Alejandro Jodorowsky. Y el breve artículo que dedica Pilar Pedraza a Poesía sin fin (Alejandro Jodorowsky, 2016) -en el número de octubre de 2017 de 'Cuadernos de cine'- me ayuda, pero no del todo.
Servidor, que no soporta al Jodorowsky chamán televisivo, sí tiene cierto respeto al Jodorowski cineasta, que a veces no le parece la misma persona. Y, por decir algo que no menciona Pedraza, tiene mucho respeto al Jodorowsky guionista de cómic -y muchísimo por El corazón coronado, uno de sus mejores mano a mano con Moebius; un cómic no tan importante como soterradamente bello-. No diría de Jodorowsky tanto como lo que dice aquí Pilar Pedraza, pero sí le concedo una opción. Lo curioso es que leyendo el texto de Pilar Pedraza, las películas me salen cambiadas: La danza de la realidad no sólo no me pareció plana, sino interesante en su cachondeito delirante a costa de la política revolucionaria -alguien tenía que hacerlo-; por contra, Poesía sin fin, que contiene ciertamente cosas muy hermosas en formas de homenajes a la rareza, no deja de ser un endiosamiento de la presuntamente sincera bohemia disparatada y, como tal, un encadenamiento bastante plano de anécdotas más o menos conocidas sobre una carrera de provocación artificiosa - la del propio Jodorowsky.Una nube mágica y psicomágica nos enturbia la visión de Alejandro Jodorowsky, situándolo en la burbuja epocal de la "New age", ya de museo. ¿Qué queda de tal parafernalia mística? Constelaciones familiares, psicogenealogía, arquetipos, expansión de la conciencia, tarot… Todo está ya en el mercado de forma abyecta. La cultura del siglo XXI no tiene como nutriente la puesta en escena mística y pánica de Jodorowsky ayudante de la sanadora Pachita y discípulo del esotérico Gurdjieff, aunque el personaje sigue interesando por la fuerza de su persona y por su cine. He asistido al Cabaret Místico, donde es capaz de emocionar a un teatro abarrotado con una energía increíble a sus casi noventa años. Me ha interesado, pero no admirado, su performance.
Sin embargo, estos días he visto su última película, Poesía sin fin, estrenada en Cannes el año pasado, y he encontrado una vez más al artista creador de maravillosas imágenes, capaz de influir en sus sueños. Para cerciorarme de que no admiro en vano al autor de El Topo, La montaña sagrada o Santa Sangre, he vuelto a ver todas sus películas, incluida la curiosa Tusk. He comenzado por Fando y Lis, su primero y primerizo trabajo, de vanguardia recalentada, que todavía debe mucho al surrealismo histórico y cuya calidad es indudable. Fando y Lis es puro cine, influido tardíamente por el Buñuel de La Edad de Oro y por otros creadores que comenzaron sin medios, rodando los fines de semana con amigos, con algo nuevo que decir en la pantalla de los sueños y las pesadillas. En ella están latentes, como en una crisálida, buena parte de los temas y obsesiones del futuro en un estado de pureza y con algo que me atrevo a bautizar como ‘calopismo’.
Llamo ‘calopismo’ a la visión deslumbrante por su rara belleza, lo contrario del espectro, que es fantasma de fealdad. El cine de Fellini se compone de epifanías de lo imaginario y de falsas memorias; el de Jodorowsky, de calopismos encadenados por un orden onírico. Parecía haber perdido mano en su última película, La danza de la realidad, basada en el libro del mismo nombre, donde se entrega sin recato a una autobiografía plana, sin fuelle salvo en la estupenda secuencia de los peces y las aves, en el cromatismo y en ocurrencias geniales como la de que el personaje de su madre hable cantando. Pero he aquí que aparece con energía el calopismo en la segunda parte de su díptico biográfico, Poesía sin fin, cuando el joven Alejandro se convierte en poeta y donde el creador es capaz de recuperarse y poner en pie sus hermosos fantasmas como en un árbol de fotos. Poesía sin fin rebosa de calopismos en las secuencias del Café Iris y otras. Reinventa su primera juventud con Nicanor Parra y los surrealistas chilenos de La Mandrágora antes de marchar a París. No puede librarse de la obsesión de matar simbólicamente al padre –o al menos reconciliarse con él- en la última secuencia. En un contexto testamentario como éste, persevera en la creación de estupendas imágenes visionarias, por las que sin duda puede continuar llamándosele mago.
Es curioso que vuelvan a comparecer aquí como personajes padre y madre de Jodorowsky, en acción posterior a la de La danza de la realidad pero como si no hubieran pasado por el aprendizaje por el que pasaron entonces. Los progenitores siguen igual, y en el caso de la madre incluso con empeoramiento. Me pregunto si no será un autochiste de Jodorowsky sobre las curaciones místicas, sobre todo cuando el padre dice al principio que sigue igual porque ha tenido que sobrevivir.
Aquí hace un manifiesto: