De cuando los refugiados éramos nosotros: un gallego en Uruguay

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adonis
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De cuando los refugiados éramos nosotros: un gallego en Uruguay

Mensaje por adonis » 04 Ago 2018, 14:07

http://sincasaca.com/2018/08/03/de-cuan ... n-uruguay/

Han cerrado la pequeña tienda de fotocopias que había cerca de mi casa. Era un lugar curioso, que frecuenté bastante en mis primeros meses uruguayos, cuando para regularizar nuestra situación y convalidar el título precisábamos de toneladas de documentos. El propietario era un tipo bastante peculiar, ni joven ni viejo, callado y con una cierta querencia por todo lo británico. Así, la tienda estaba decorada con banderas de Inglaterra, fotografías del Big Ben y anuncios en inglés: todo bastante bizarro.

Un día, tras hacerme cinco copias del pasaporte, me dijo “ah, sos español” y, cuando me preparaba para la pregunta inevitable (“¿Por qué Uruguay?“), me dijo que su abuelo también lo era así que, hasta cierto punto, éramos compatriotas. Como en este país lo extraordinario es conocer a alguien que no tenga antepasados que emigrasen desde España -o Galicia, para ser más exactos- no le dí mayor importancia. Mientras guardaba las hojas en una carpeta, le pregunte si sabía de dónde había venido su abuelo. “Del puerto de Ferrol, allá por el año 1936“. Sería bastante joven, entonces, le respondí. Si él tenía más o menos unos cuarenta años, su abuelo tendría que haber sido prácticamente un niño. “Si, si, el abuelo vino para acá con 13 o 14 años. Y vino solo, después de que mataran a su hermano y a su padre“.

Me quedé helado. Uruguay había vivido nuestra guerra civil de manera intensa, ya que la enorme colonia española se volcó, en general, con la República. Hubo centenares de comités de apoyo, se hicieron manifestaciones e incluso llegó a montarse una liga de fútbol con equipos llamados “Miaja C.F” o “Azaña”. Un pequeño grupo de uruguayos fueron a España para combatir con el ejército republicano y cuando el ejército franquista ganó la guerra, la dictadura renunció a controlar las decenas de casas regionales españolas en Uruguay (en su mayoría abiertamente prodemocráticas) y procedió a fundar otras tantas ideológicamente afines. Por eso, hoy en día, existen dos centros asturianos -por poner un ejemplo- y, aunque el paso del tiempo y la avanzada edad de sus integrantes han hecho mucho por adormecer las tensiones, todavía sigue habiendo resquemores y heridas mal cerradas.

Sin embargo, a pesar del impacto de la guerra civil, no hubo un flujo considerable de refugiados españoles en Uruguay. La guerra coincidió con la dictadura de Gabriel Terra, cuyo gobierno reconoció el régimen franquista desde el minuto uno (a pesar de que este no tuvo empacho en fusilar al cónsul uruguayo en Palma de Mallorca) y, tras el colapso del Ejército Popular republicano, la inmensa mayoría de quienes pudieron escapar de la feroz represión aplicada por los vencedores eligieron México. Un día, por cierto, habría que hacerle un monumento en cada plaza al general Lázaro Cárdenas y al pueblo mexicano en general, que no tuvieron el menor problema en acoger a decenas de miles de personas y darles todas las facilidades posibles para que rehicieran sus vidas al otro lado del mar, pero esa es otra historia.

Así que la peripecia del abuelo del señor de la tienda de fotocopias era interesante. Dejé las cosas sobre el mostrador y le pedí que me contase con detalle la historia. “No sé mucho más“, se disculpó. “Déjeme preguntar a mis tíos y la semana que viene te cuento“. Le dí las gracias y, como suele ocurrir, me olvide totalmente del asunto. Pasó un mes y, cuando volví a entrar en la tienda, el señor de las fotocopias me recibió con una sonrisa. “Tengo la historia“, me dijo. “Si tenés cinco minutos, te la cuento“. Me costó un poco darme cuenta de a qué se refería, pero entonces añadió algo que captó inmediatamente mi atención: “A mi abuelo le salvaron la vida unos marineros anarquistas ingleses“. Me apoyé contra el mostrador y él empezó a contar una historia alucinante que transcribo aquí tal y como él me la relató:

“No sé mucho de mi familia. Mi abuelo vino sin nada y pasó mucho tiempo sin que hablase de su historia. Lo que he hecho ha sido como armar un rompecabezas: su papá y su hermano mayor trabajaban en el puerto o en los astilleros, probablemente como estibadores o algo parecido. Su madre, mi bisabuela, debió morir al poco de nacer mi abuelo. Eran militantes del sindicato anarquista (la CNT) y, al menos mi bisabuelo, era bastante activo políticamente, en una época de bastante tensión, con muchas huelgas y enfrentamientos con la policía. Cuando estalló la sublevación la represión fue muy grande. Ferrol tenía una masa de trabajadores portuarios, entre ellos mi bisabuelo y su hijo mayor y el ejército fusiló a mucha gente. A mi abuelo lo detuvieron en su casa. Tenía 13 o 14 años y se lo llevaron junto a su hermano mayor, que tendría 17 0 18. Su padre, mi bisabuelo, había desaparecido el día anterior: parece que fue el mismo día de la sublevación, fue al puerto a organizar la huelga revolucionaria que, durante tres o cuatro días, tuvo a los militares en jaque y no lo volvieron a ver.
El draconiano bando de guerra publicado el 22 de julio en Ferrol.

Mi abuelo no contó nada de los días que estuvo en prisión. No fueron muchos. Una noche lo sacaron junto a su hermano y otras veinte personas más. Los ataron y los subieron a un camión. Llegaron a un bosque, los bajaron a culatazos y los pusieron frente a un pelotón de fusilamiento. No veían a sus verdugos: el camión y un coche les enfocaban con sus faros, deslumbrándolos totalmente. Él estaba al lado de su hermano, muy asustado. Cuando iban a dar la orden de disparo, un señor de uniforme mandó que bajasen las armas. Se acercó a él y le preguntó qué edad tenía. El hermano mayor reaccionó rápido y le dijo que tenía 12, mintiendo para que pareciese más joven. El oficial, porque era un oficial de la Armada, con una guerrera blanca, sin decir nada, sacó a mi abuelo de la fila, agarrándolo de la oreja y llevándolo hacia el coche. El pobre estaba tan asustado que no se resistió. Mientras entraba en el vehículo oyó la orden de “¡Fuego!” y la descarga. Después, disparos aislados que, más tarde, comprendería que se trataban de los tiros de gracia. El oficial puso el auto en marcha. No sé si hablaron por el camino: mi abuelo nunca contó nada al respecto. Si que nos dijo que el viaje se le hizo interminable y que pasaron varios controles sin problema. En uno, el oficial dijo que era su sobrino y que lo llevaba a Coruña con su madre. Llegaron cuando amanecía. El auto entró en el puerto (de nuevo, el oficial hizo valer su rango para que les dejasen pasar) y cuando se detuvo el militar se bajó, abrió la puerta del copiloto, sacó a mi abuelo, le dio un bofetón y le dijo algo así como “súbete a un barco, vete de aquí y no vuelvas más”. No sé si fueron sus palabras exactas: mi abuelo solo recuerda el bofetón, porque le espabiló, le recordó de pronto lo que había pasado, sacándolo de una especie de estupor que había durado desde el día anterior. Salió corriendo hacia los muelles y se refugió entre un grupo de grandes cajas de madera que estaban esperando a ser embarcadas. Entonces, contó una vez, fue consciente de que habían matado a su hermano y, probablemente a su padre. Y se puso a llorar en silencio hasta que se quedó dormido.

Le despertó un empujón gentil. Era de noche y, al principio, no sabía donde estaba. Le miraban dos hombres, vestidos de marinero, uno con un gorro de lana a pesar del calor del verano. Eran altos y rubio y llevaban una linterna, de esas de carburo. Le preguntaron algo en un idioma que no entendió y señalaron hacia la salida. Mi abuelo debía de dar pena, sucio, lloroso y asustado. Le volvieron a decir algo, agarrándolo para llevarlo hacia el portón de acceso. Mi abuelo, entonces, hizo algo: El suelo estaba cubierto de una arena sucia, imagino que para proteger los cajones de mercancías cuando las grúas los depositaban en el muelle. Soltándose, se arrodilló y dibujó con la mano la “A” inscrita en el círculo, el símbolo de la anarquía, la ideología que profesaban su padre y su hermano.

Los marineros entendieron la situación. Imagino que llevarían unos días atracados y habían asistido al golpe de estado y la represión posterior, que fue durísima entre los estibadores. Mi abuelo estaba convencido de que ellos mismos eran anarquistas, pero andá a saber. El hecho es que lo agarraron y lo llevaron, casi en volandas, a un buque que le pareció enorme. Subieron la pasarela y lo tuvieron esperando en un cuartito mientras hablaban con alguien (el abuelo recordaba escuchar las voces en un idioma extraño a través de la puerta). Cuando volvieron por él, le sonrieron. Le hicieron bajar a la bodega y allí lo instalaron en un camarote aun más pequeño del anterior, donde guardaban sacos de algo que podría haber sido harina. Le dieron comida, agua y le obligaron a que se pusiese una ropa de marino, parecida a la que llevaban ellos, que le quedaba enorme. Luego le hicieron señales de que no hiciese ruido y cerraron la puerta.

Unas horas después, las máquinas del barco se pusieron en marcha. Zarpó al amanecer, con la marea y durante los días siguientes mi abuelo ayudó en la cocina: lo pusieron a pelar papas, a limpiar baños… lo trataron bien, pero nadie hablaba español y él no hablaba otro idioma que no fuese gallego. Por las noches lloraba pensando en su hermano y en su padre. Estaba muy asustado: no tenía ni idea de qué sería de él. Por fin, un día, vieron tierra. El buque entró en un puerto casi tan grande como el de Ferrol y los marineros le dieron dinero (luego sabría que eran libras esterlinas inglesas), comida y un hatillo con ropa. Y lo hicieron bajar del barco. Cuando salió del muelle mi abuelo, con 14 años, se encontró en una ciudad desconocida. Había niebla y hacía frío, pero las calles estaban llenas de gente. Le preguntó a un señor que dónde estaban. El tipo le miró extrañado: “pues en Montevideo”. ¿Eso era Argentina?, preguntó el pobre chico. No sabía donde estaba Montevideo. “No, cómo va a ser, es Uruguay”. Y así llegó mi abuelo a este país. Unos días después conoció a un señor de Galicia, que lo entregó a las autoridades. Pronto pudo ponerse a trabajar y recibió ayuda de la comunidad gallega: un señor de Ourense lo empleó en su tienda de comestibles, en el barrio de La Unión. Unos años después conoció a mi abuela, aprendió a remendar zapatos y abrió una zapatería en el barrio. Tuvo cuatro hijos, entre ellos mi padre, y murió en el año 97, sin volver jamás a España. Esa es la historia de mi abuelo“.
Puerto de Montevideo a finales de los años 30 (foto del Centro de Fotografía de Montevideo)

Le dí las gracias y me fui en silencio. La historia me había impresionado: que maten a tu familia, que te metan en un barco, que te manden al otro lado del mundo, dónde no conoces a nada ni a nadie. Pensé en la contradicción, el momento de humanidad del militar que no dudaba en fusilar a decenas de personas, pero que sintió la piedad suficiente por un crío como para salvarlo. Y pensé en los marineros -luego supe que eran noruegos: al menos es la mejor probabilidad, vistas las entradas a puerto de buques mercantes en la segunda quincena de julio de 1936-, que con su decisión posiblemente también le salvaran la vida.

Y hoy, tras ver la fotocopistería cerrada, me he vuelto a acordar de esta historia. Estaba desayunando mirando las noticias, y he pensado que, en el fondo, los tiempos no han cambiado tanto. Lo han hecho los lugares y las personas, pero sigue habiendo gente que huye de la guerra, de la violencia y de la pobreza. Sigue habiendo niños que cruzan desiertos y océanos, solos o acompañados, con un dolor inmenso. Hace 82 años uno de ellos se encontró con gente buena y con un país que lo acogió. Deberíamos plantearnos, como sociedad, en qué lugar nos deja que quienes pasan por una tragedia similar, hoy se encuentren con vallas llenas de alambre de espino y la desmemoria de un país que, no hace tanto tiempo, supo lo que era el dolor de sus refugiados.

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