Demasiada luz para la caverna
Nacido en Madrid (se desconoce en qué fecha), grabador de profesión, se convirtió en uno de los más activos militantes de la I Internacional y en uno de los miembros de la Alianza de la Democracia Socialista más cercano a Bakunin (teórica y personalmente) del Estado español. A continuación intentaré hacer una cronología de su vida, hasta llegar al momento de su desgraciada muerte en prisión en 1885 [Granada], valiéndome casi exclusivamente de un par de textos clásicos. He intentado rescatar también algunas anécdotas que darán viva cuenta de su peculiar e interesante personalidad, así como los pocos documentos (discursos y manifiestos) que de él se conservan.
Empiezo por el mejor documento del que disponemos: El Proletariado Militante, tomos I y II, 1901-1923, de Anselmo Lorenzo:
D. José Flores Laguna obtuvo autorización para formar un Orfeón en aquella misma sociedad, y a inscribirse en él acudimos unos sesenta jóvenes, que por la simpatía que inspiraba el carácter bondadoso del maestro y por las amistades que entre nosotros trabamos los coristas se constituyó poderoso y fuerte.
Entre todos descollaba Tomás González Morago, por varias circunstancias, y principalmente por su inteligencia, a la par que por la mezcla extraña de actividad e indolencia de que alternativamente se hallaba poseído. Contribuía a esa superioridad su posición: era grabador, tenía su tallercito en el portal de la casa Nº 8 de la calle del Caballero de Gracia y vivía en un cuartito interior del patio. Gozaba de gran independencia: trabajaba sin prisa, alternaba su labor con la conversación, y a veces pasaba días enteros en la cama entregado a un sueño soporífero del que no le sacaban ni su paciente mujer, ni sus amigos, ni los compromisos que pudiera tener con su trabajo. Su taller era el punto de reunión de todos sus amigos desocupados, y allí, constituidos en sesión permanente, se trataba de cuanto apasionaba de momento. Con todos amable y condescendiente, a todos excedía en inteligencia y subyugaba con la fogosidad de su imaginación y la grandiosidad de sus concepciones. Si a su inteligencia y a su imaginación hubiese correspondido en talento organizador para dar forma práctica y viable a un pensamiento de aquellos que, basados en la inteligencia y en la voluntad, se desenvuelven en el tiempo e influyen poderosamente en la sociedad, nadie en mejores circunstancias que Morago para haberle practicado, porque llegó a alcanzar gran prestigio entre sus jóvenes amigos, los cuales hubieran podido constituir un apostolado decidido a todo. Por desgracia era una contradicción permanente: lo que he dicho de su actividad y su pereza puede decirse de las alternativas de su idealismo y de su escepticismo. Como idealista rayaba en lo sublime, y cuando más elevado se manifestaba transportado por la más amplia concepción de la justicia en la sociedad y de la fraternidad humana, súbitamente se desempeñaba en el escepticismo más desesperante. Sin duda en él dominaba la imaginación al pensamiento el arte a la razón, y cuando veía a Ios que le escuchaban esforzarse penosamente por seguirle sin lograr conseguirlo, antes por el contrario, por sus dudas y objeciones se mostraban torpes e incapaces, su genio de artista se rebelaba contra la fealdad moral de sus contradictores mostrándose escéptico tal vez por sarcasmo. Así le vimos en el Orfeón trabajar como uno de sus más entusiastas organizadores al mismo tiempo que enviaba anónimos al maestro poniendo de relieve faltas, defectos y palabras, a la vez que ridiculizando a los individuos, para darse el gusto de reírse a costa de los que dirigían amenazas al ignorado autor de los anónimos. Esa misma conducta siguió después, movido por la idea de burlarse de los que juzgaba demasiado pequeños para realizar cosas grandes.
El mismo refería a sus amigos algunos episodios importantes de su vida, que puede decirse le retrataban de cuerpo entero: era su padre católico ferviente y entusiasta carlista. Respecto de las ideas políticas se emancipó por completo de la influencia paterna con el trato de los amigos; no así de las religiosas, puesto que surgió gran lucha en su inteligencia entre el dogma y sus dudas. Esta situación de ánimo le llevó a cometer ciertas extravagancias hasta dar en la fe del ateo, ya que no pudo conseguir la del cristiano. La popularidad del famoso P. Claret le decidió un día a confesarse con él, presentándose como un hereje a su pesar, toda vez que sus errores provenían más de su inteligencia que de su voluntad. De tal modo expuso sus dudas ante el obispo de Trajanópolis in partibus infidelium, que éste pareció más dispuesto a atraérsele por la ambición que a persuadirle por la fe, invitándole a estudiar teología y hacerse cura, para lo cual le facilitaría los medios, y dado su talento podría llegar a ocupar lugar preeminente en la Iglesia. A esta proposición contestó Morago levantándose, y repitiendo estas palabras del Evangelio: ¡Apártate, Satanás, me eres escándalo! salió a la calle dejando corrido al confesor.
[…]
Los individualistas, se alistaron en el batallón de García López; entre ellos se contaba Morago, a quien vi alguna vez con un uniforme que me causó risa, porque me pareció que participaba de militar y de eclesiástico, por lo que le pregunté:
- ¿Te han nombrado capellán de tu batallón?
- ¿Por qué me preguntas eso?
- Porque ese traje negro, la corbata tricolor en forma de alzacuello destacándose sobre el chaleco blanco, y aun el sombrero, que parece una teja de ala corta, te dan cierto aspecto de capellán castrense.
La broma no fue de su agrado, a juzgar por el tono con que me respondió y tal vez eso fuera la gota de agua que hizo rebasar el fondo de disgustos y desengaños que le ocasionó su pasajera afiliación a la fuerza ciudadana, porque pocos días después supe que él y los amigos que le seguían se habían dado de baja, retirándose de un instituto al que no les ligaba la vocación.
Poco tiempo después me hallaba un domingo por la noche en compañía de mi amigo Manuel Cano en el Café de la Luna, y se nos presentó Morago diciéndonos:
- Vengo a buscaros.
- ¿Qué ocurre? -le preguntamos.
- Deseo haceros partícipes de una gran satisfacción, a la vez que cuento con vosotros para llevar a cabo un gran pensamiento.
- Te agradecemos el deseo y puedes contar con nosotros para lo que sea bueno, en tanto que nuestras facultades nos lo permitan.
- ¿Tenéis noticia de la existencia de La Internacional? -preguntó.
Cano dijo que no; yo sí había leído algo y tenía vaga noticia de esa asociación.
- Pues se trata, continuó Morago, de organizar a los trabajadores del mundo civilizado para destruir la explotación capitalista a que se halla sometido el trabajo. Grandes agrupaciones obreras existen ya en Inglaterra, Alemania, Suiza y Bélgica. En Francia es difícil la organización por ahora a causa de la tiranía del imperio, y por la misma razón de la tiranía gubernamental en los demás países, pero España que goza de la infeliz oportunidad de hallarse en el período de una revolución triunfante está en excelentes condiciones para cooperar a ese gran movimiento.
Cano y yo, aunque jóvenes y dispuestos a admitir fácilmente lo que se presentase con caracteres de nobleza y grandiosidad, retrasamos la contestación favorable que desde el primer momento habíamos formado propósito de dar, sólo con objeto de obligar a nuestro amigo a ser más explicito, y al efecto le dije:
- Destruir la explotación capitalista a que se halla sometido el trabajo, que dices ser el objeto de esa asociación, es una frase cuyo valor es difícil precisar: puede significar tanto que involucre una revolución radicalísima en que se vuelva de arriba a abajo la sociedad, y para esto lo primero que se necesita es que los explotados sepan que lo son y quieran dejar de serlo, o puede reducirse a uno de esos programas ampulosos semejantes a los que oímos todos los días a los propagandistas políticos. Y como eso es poco concreto y definido, me parece que no sirve para objeto de una asociación que se propone remover tanta gente y unida en una acción común.
Cuando Morago se hallaba poseído de entusiasmo y se le contrariaba sentía arrebatos sublimes. Es imposible recordar lo que dijo para quitar todo valor a mi objeción, y era lástima que tanta elocuencia se derrochara para persuadir a dos convencidos. Precisamente Cano y yo, por la lectura de algunas obras de Proudhon, por el extracto de las obras de Fourier y por la campaña socialista de Pí y Margall en La Discusión, y además por nuestros comentarios sobre aquellos trabajos, nos hallábamos perfectamente preparados para la gran empresa que se trataba de acometer. Naturalmente sólo conservo el recuerdo del efecto que me causó aquella hermosa réplica: muchas veces le oí discursos de propaganda, pero nunca me pareció tan razonador ni tan inspirado como aquella noche. Si aquel discurso se conservara escrito tendríamos uno de los mejores en pro de la emancipación obrera.
[…]
A pesar de ello, Cano quiso prescindir de otra observación que se le ocurrió, capaz de molestarle.
- Me extraña, dijo, verte ahora tan entusiasta y decidido socialista, cuando antes te he visto siempre acérrimo individualista y como tal nos has hecho la contra.
- Te refieres, replicó, a nuestras conversaciones sobre la polémica entre La Discusión y La Democracia. Eso ya pasó como cosa de escasa importancia. Lo cierto es que ni vosotros erais socialistas ni yo individualista; lo que en realidad éramos es, piistas vosotros, y castelarista yo, es decir, sectarios; hoy se trata de tener un pensamiento propio, coincidir muchos en un ideal común y constituir una fuerza con que obtener una transformación social para hacerle práctico.
- Lo que te dijimos al principio antes de explicarte, repetimos ahora que has manifestado lo que de nosotros solicitas, dije yo. Estamos a tu disposición.
- Pues se trata de asistir a una reunión en que, en unión de otros amigos, seremos presentados a Fanelli, diputado italiano y delegado de la Alianza de la Democracia Socialista, que tiene la misión de dejar constituido un núcleo organizador de la Sección española de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Habiéndose presentado este señor a algunos diputados republicanos en demanda de jóvenes obreros para formar ese núcleo, cuenta con nosotros, y es necesario corresponder a ese deseo.
Quedamos convenidos, y Morago se dirigió al Fomento, y luego al Teatro Real, a citar a otros amigos con el mismo objeto.
Al día siguiente todos los citados comparecimos al sitio de la cita, menos Morago, que debía presentarnos, y esta falta, motivada por el hecho de haberse echado a dormir algunas horas antes y no haberse levantado a la hora precisa, como dijo uno de los presentes que venía de casa de aquél, es un rasgo característico de los muchos que ofrecía su modo de ser.
[…]
Nos dejó ejemplares de los Estatutos de La Internacional, programa y estatutos de la Alianza de la Democracia Socialista, reglamentos de algunas sociedades obreras suizas y algunos periódicos obreros órganos de La Internacional, entre ellos unos números del Kolokol con artículos y discursos de Bakunin, y antes de despedirse de nosotros quiso que nos retratásemos en grupo, como así se hizo, reuniéndonos todos el día convenido, menos Morago, que también tuvo sueño y no pudo recobrar la voluntad de despertarse a pesar de que todos fuimos a su casa y el mismo Fanelli le invitó a que nos acompañara, por eso en el grupo fotográfico no figura su retrato y sí solo su nombre.
[…]
No tardó en presentársenos ocasión de insistir en nuestro empeño de recurrir a la publicidad. Transcurridos pocos días de la anterior reunión de la Bolsa, los carteles anunciaron otra, y en su vista propuse al núcleo intervenir nuevamente en ella, pero esta vez para hacer crítica del régimen social y exponer de una manera más concreta nuestras aspiraciones. Aprobada la idea fui otra vez designado para cumplida, y al efecto tomé la declaración de principios de la Alianza de la Democracia Socialista que nos dejó Fanelli, y la estudié detenidamente con el propósito de exponerla ampliándola tan cumplidamente como me fuera posible.
[…]
Se levantó a contestarme Gabriel Rodríguez, y lo hizo apelando a un recurso de mala ley: rehízo mi discurso a su manera, falseándolo por completo, y sobre aquella falsedad se despachó a su gusto construyendo una refutación que fue muy del agrado de la concurrencia burguesa, terminando con esta declaración: Es sensible que estas reuniones que nos imponen grandes sacrificios se vean interrumpidas por la injerencia de elementos extraños; si los obreros quieren hacer propaganda socialista, háganla en buena hora; están en su derecho; pero háganla por su cuenta y a su costa, que nosotros tendremos el gusto de acudir donde se nos invite a combatir los errores socialistas.
Cuando aún no habían cesado los bravos y aplausos de los burgueses, que celebraban como un triunfo el pobre recurso del sabio economista, como calificaban a Gabriel Rodríguez, se levanta Morago lívido, agitado por sacudimientos nerviosos y pide la palabra.
Al concedérsela el presidente, rehúsa pasar al estrado, y desde su sitio dice:
Señores: Hemos venido, no cometiendo un acto de interesada y censurable injerencia, sino porque hemos sido invitados. En vuestros carteles de convocatoria se invita al pueblo de Madrid, y respecto de la intervención en las discusiones no se expresa excepción ni limitación alguna. Por ellos se entiende que aquí puede asistir y discutir todo aquel a quien interesen los estudios económico-sociales y tengan una idea que exponer o un error que refutar. Todos los aquí presentes lo han entendido así de seguro, y vosotros los organizadores de estas reuniones, y la misma presidencia, lo habéis demostrado con la benévola acogida que dispensasteis en la reunión anterior a mi amigo Lorenzo. ¿A qué se debe que nos habléis de sacrificios para celebrar actos como el presente y que nos consideréis como intrusos, sin reparar que destruís los efectos de vuestra invitación al pueblo de Madrid y negáis vuestra palabra, que es lo primero que hace todo hombre que pierde el honor? (La concurrencia recibió con voces de rabia la severa lección que le infligía el joven orador. Por su parte éste, en el colmo de la excitación que le hacía capaz de las grandes acciones, tenía un aspecto magnífico; su actitud y su expresión correspondían a la de un gran tribuno.) ¿Por qué ayer halagabais y aplaudíais al mismo a quien hoy habéis interrumpido groseramente llegando hasta proferir palabras de expulsión? Esa conducta tan contradictoria, que revela la cortedad de vuestro alcance intelectual, tiene una explicación, y ella confirma la justicia de nuestros propósitos, la santa aspiración a la emancipación social. Ayer, cuando visteis que para realizar la gran obra de armonizar la igualdad política con la social, se apelaba a vuestra buena voluntad y a vuestra sabiduría pidiéndoos vuestro concurso, pensasteis, sin duda, que éramos buenos para dejarnos dirigir y que estábamos en el caso de tolerar una decepción más entre las infinitas que los que sufren llevan inscritas en el catálogo de los siglos; pero hoy que habéis visto claramente que tenemos un ideal concreto, una doctrina bien definida y una voluntad firme de llevarlo a la práctica, no podéis sufrir la negación de lo que sustenta vuestros privilegios ni la afirmación en que fundamos nuestro derecho, queréis pasar por liberales cuando no sois más que egoístas, ya que pisoteando la tolerancia, virtud predominante en todo liberal; habéis demostrado que por encima de los principios ponéis vuestro interés de clase. ¡Y aun habláis de errores socialistas! ¿Es que en el mundo ha de pasar siempre por verdad lo mentiroso y por justicia lo inicuo? Atreveos a calificar de erróneo o de utópico nuestro ideal de establecer la sociedad de modo que cobije a todo el mundo un derecho común, sin distinciones privilegiadas, sin que el hombre explote al hombre, sin que el soberbio tiranice al humilde, sin que el rico expolie al pobre, sin que la honra de la doncella y de la matrona exija la prostitución de tanta infeliz que en el lupanar pagan tributo al Estado y sacian la infame lubricidad del incontinente; atreveos, yo os invito a ello, pero antes habéis de ser lógicos; renegad del progreso, abominadle, porque el progreso nos da la razón. No es el progreso un movimiento inconsciente, no gira eternamente alrededor del que abusa y del que usurpa, sino que va siempre hacia adelante, partiendo de la ignorancia primitiva por perfeccionamientos relativos hasta la perfección absoluta, hasta las sublimes concepciones de la justicia, tal como la concibe la mente del creyente cuando se abisma en la contemplación de su Dios, la del naturalista cuando estudia la grandiosidad de la naturaleza, la del filósofo cuando lee a los grandes pensadores que son como los precursores de la justificación universal. En cambio, si tomáis por bueno, por justo, por cierto, por científico lo existente, nuestra presencia aquí, las palabras de mi amigo Lorenzo y las mías desvanecen esa supuesta bondad, esa falsa justicia, esa hipócrita certidumbre, esa ignorancia con pretensiones de sabiduría, porque nosotros por nuestras reclamaciones y nuestras quejas, que son las de muchos millones de oprimidos y explotados que reclaman su derecho a la libertad y su parte en las riquezas y en los beneficios de la civilización, de los que vosotros queréis tenerlos alejados, son una protesta viva que os acusa de equivocados, de erróneos, por no decir de cómplices.
No se nos hable de cosas que hoy están al alcance de todos y de que antes carecían hasta los poderosos. Nos decía el Sr. Moret que en cierta ocasión una princesa estrenó el primer par de medias que se vio en su país y esto causó admiración a cuantos vasallos se enteraron de aquella novedad, y hoy llevan medias todas las mujeres; que en otro tiempo hasta en los palacios de los reyes se sentían las inclemencias atmosféricas, porque las ventanas no tenían cristales, cuando los tienen hoy las buhardillas de los proletarios y las barracas de los gañanes; porque si con esto quiso decirnos que hoy los pobres vivimos como príncipes, aparte de hallarse esto en contradicción con la miseria que deshonra la actual civilización, lo cierto es que la desigualdad es una ignominia que destruye la solidaridad humana tal como la concibe la razón, y la fraternidad tal como la enseña la doctrina religiosa, y no hay ni puede haber ventaja material ni progreso relativo que lave la mancha de la desigualdad. ¿Y estas cosas son nuevas para vosotros? ¿Y os llamáis cristianos, y queréis pasar por demócratas, y necesitáis que nosotros, los que apenas hemos recibido la instrucción primaria vengamos a enseñároslo, y aun nos calificáis de intrusos y queréis arrojarnos de vuestra presencia? Mereceríais que, recordando las lecciones del apóstol Pablo a Bernabé, os abandonásemos sacudiéndonos el polvo de las sandalias.
He de decir al Sr. Rodríguez que no imitaremos en esto al apóstol de las gentes, porque no somos depositarios de la luz de la verdad para ocultarla bajo el celemín. Yo recojo, en nombre de mis amigos, el reto que nos habéis lanzado; tal vez algún día recibiréis una invitación para asistir a reuniones organizadas por nuestra cuenta y a nuestras expensas, y ya veremos cómo arregláis vuestros sofismas y vuestros recursos oratorios para luchar contra lo que llamáis nuestros errores socialistas; porque yo os aseguro que de los pobres y de los humildes, inspirados por la idea de justicia, salen los organizadores y los héroes en los momentos de las grandes crisis. Los pobres y los humildes reunidos en el Cenáculo, según la leyenda mística que vosotros aceptáis como revelada, recibieron el Espíritu Santo en la solemnidad de la Pentecostés, y valiendo tan poco para los poderosos y para los escribas y los fariseos, cambiaron el mundo con el poder de su palabra. Quizá nos hallamos hoy en la plenitud de los tiempos y os esté reservado el triste papel que por entonces representaron los sabios y los doctores. He dicho.
Quedaron los burgueses y sus corifeos verdaderamente anonadados y corridos, sin saber si manifestar su rabia o su admiración, porque de los dos sentimientos participaban.
Nuestro triunfo era patente. Mientras nosotros con valentía, con más previsión y hasta con mayor elocuencia habíamos excedido nuestros propósitos, ellos se mostraron indecisos, cobardes, y no se les ocurrió otra cosa que levantarse y formar corrillos; sin que ninguno se atreviera a replicar, viéndose el presidente obligado a levantar la sesión, que fue como el grito de sálvese el que pueda.
No sé qué hizo después la Asociación para la reforma de Aranceles; lo cierto es que no se presentó más en público; sin duda tuvo vergüenza, y su abatimiento descendió tanto como subió nuestro entusiasmo y el ardor por la propaganda de nuestros ideales.
[…]
Pensamos que nos era indispensable un manifiesto a los trabajadores explicando nuestros propósitos y solicitando su concurso, y luego un periódico de propaganda constante y de lucha contra todo lo que nos proponíamos combatir, y la asamblea, sirviendo de comparsa parlamentaria, movió sus numerosas cabecitas de yeso con el signo afirmativo, por absoluta imposibilidad de manifestar su buena voluntad de otra manera, ya que no había otros individuos a quienes en materia de realidades económicas, autoritarias o de otra clase les alcanzase la vista más allá de las narices. Por el momento con eso teníamos bastante, ya que nos sobraba ánimo para luchar mano a mano con las dificultades, y las exigencias del entusiasmo inconsciente no se avienen con las dilaciones de la prudencia.
El manifiesto, primera parte de nuestro deseo, lo realizamos en seguida. Morago se encargó de la tarea, presentándonos un proyecto largo, difuso, lleno de doctrina, desmenuzando demasiado la crítica social y la de los partidos políticos, a los cuales queríamos arrebatar a todo trance los afiliados obreros, y lanzando por primera vez y con la claridad necesaria, pero sin dar el nombre, la afirmación o negación anarquista.
De aquel manifiesto son los siguientes párrafos:
TRABAJADORES:
Queremos haceros notar que todo aquel que se propone movernos en provecho suyo, siempre y cubierta con bonitas frases hábilmente combinadas, se reserva la clave que supone poseer de nuestra emancipación para que cuando la terrible realidad de nuestra posición nos haga desear el acabar de una vez con tantos sufrimientos como nos agobian, le encomendemos la simpática misión de redimirnos. ¿Y por qué razón así nos hemos de entregar atados de pies y manos por las indestructibles ligaduras de una fe ciega? ¿Quién nos asegura que puede desear de mejor buena fe que nosotros mismos la más inmediata destrucción del penoso yugo que nos oprime, de la criminal explotación a que vivimos condenados? Nosotros fabricamos los palacios, nosotros tejemos las más preciadas telas, nosotros apacentamos los rebaños, nosotros labramos la tierra, extraemos de sus entrañas los metales, levantamos sobre los caudalosos ríos puentes gigantes de hierro y piedra, dividimos las montañas, juntamos los mares ... y sin embargo, ¡oh dolor! desconfiamos de bastarnos para realizar nuestra emancipación! ¿Qué sería de la sociedad sin nosotros? preguntadles a los que se prodigan alabanzas porque recogieron un caudal de lo que llaman con cínico descaro su cosecha; preguntadles dónde dejó la huella el arado a sus delicadas manos; decidles dónde apagaron la ardiente sed que se experimenta después de llevar algunas horas encorvado y sufriendo los candentes rayos de un sol ardiente durante la siega; preguntadles si les irritaban los ojos las abundantes gotas de sudor que mezcladas con el polvo abrasador penetraban en ellos; preguntad a los que sin grandes ni aun medianos conocimientos en el arte que explotan, pero dueños en cambio de un capital que en nada contribuyeron a producir, que por nada lo han merecido, pero que lo han heredado, ¡suprema razón! preguntadles cuando blasonan de que en pocos años han duplicado su caudal, qué parte de aquél es verdaderamente fruto de su trabajo, y si os contestan que todo (que así lo harán), dejad que su juicio imparcial determine, si tanto ganaron ellos por lo que hicieron, que fue muy poco, qué parte os correspondería a cada uno de los veinte, treinta o cien operarios por lo que trabajasteis, que fue mucho; ¡recibisteis un salario que no fue menor porque de haberlo sido no hubierais podido sobrellevar el penoso trabajo que para él hicisteis! ¡los explotadores del trabajo, quieren mucho al pobre obrero! ¡Cuando le explotan, le dan lo absolutamente preciso para que se conserve en estado de rendir utilidades! nos dan el pan, como ellos dicen, y debemos estarles agradecidos cuando entre varios que nos ofrecemos a su explotación nos prefiere; después, si somos buenos! ... ¡Oh! ¿sabéis lo que quiere decir bueno! ... ¡Oh! ¿sabéis lo que quiere decir bueno, cuando es un explotador el que aplica este calificativo a su operario? Sí, debéis saberlo por experiencia. Quiere decir lo mismo exactamente que cuando habla de su máquina de vapor. Quiere decir que con mucho menos combustible que otras, desarrolla igual o superior fuerza; quiere decir que por cada parte de gasto, le rinde tres partes más de producto que los otros; quiere decir, en fin, que como le produce tanto y le consume tan poco, ha jurado tenerle en su casa ... hasta que deje de producir, en cuyo caso ... o hasta que se le presente otro que consuma menos y produzca más; con tales seguridades, no debe temblar por su porvenir el obrero que llegue a merecer el dictado de buen trabajador. ¡Triste es por cierto nuestra suerte! ¡Obligados por la odiosa organización de la sociedad, no sólo a cumplir nuestro deber, esto es, a producir para tener el derecho de consumir, sino que además tenemos sobre nosotros la obligación de producir también para los que no hacen más que gozar, para los que nada producen, y a los cuales tenemos que ceder todavía una mayor parte de nuestro producto! ¿Y esto es inmutable? Porque a lo menos no es justo. Pues si no es justo, el progreso es y debe ser nuestra esperanza: el progreso que se verifica con la suma de todas las observaciones e ideas que unas generaciones legan a las venideras nos hace concebir muy halagüeñas esperanzas y nos presta muy provechosas lecciones.
La clase media, acaparadora de todos los privilegios; dueña del capital, de la ciencia; dueña, por consiguiente, de la magistratura: dueña de la tierra, de sus frutos, del ferrocarril, del telégrafo, de las habitaciones, de las minas, de los caminos, de los puertos, de los mares, de los peces que la naturaleza multiplica en su seno, de los buques que recorren su superficie, de las primeras materias de producción, de los elementos, como máquinas y herramientas; dueña del Estado, y por consiguiente de todo, os concederá con la República federal todas las libertades políticas; tendréis libertad de comercio, pero ¿supone por ventura la libertad de comercio que nosotros tendremos, pobres desheredados, en qué ni con qué comerciar? Nos dará libertad de industria; pero a los que sin culpa nuestra nada poseemos, ¿nos dará la libertad de industria los medios de disfrutarla? Nos garantizará la libertad del pensamiento, nos permitirá el culto exterior de la religión que más nos plazca. ¡Cruel sarcasmo, que hace temblar de indignación nuestra pluma! ¡Libertad de pensamiento! ¿Acaso se la puede dar una ley al que es esclavo de la ignorancia? ¡Libertad de cultos! ¿Qué es, qué significa que nos den la libertad de cultos en una ley, si nos prohíben de una manera absoluta, por medio de la organización social, la entrada en el templo de la ciencia, verdadero culto que hace de cada hombre un Dios?
Pensamos que cuando, olvidando nuestros propios y únicos intereses, anteponemos a las reformas sociales las pasiones políticas y nos lanzamos como fieras sedientas de sangre a empuñar las armas fratricidas, desconociendo u olvidando que no son los hombres sino las instituciones lo que debemos destruir, somos más aún que el soldado, ciegos instrumentos de intenciones extrañas. Si morimos ambos en la lucha, este término fatal nos iguala a todos; si a consecuencia de una herida quedamos inútiles para el trabajo, quedamos aún peor que él; para nosotros no hay esas patentes de criminal laborioso que llaman cruces pensionadas o premios al valor; para nosotros no hay oficina donde poder firmar todos los meses y con el brazo que nos quedó el precio en que está tasado el que se ha perdido. Para nuestras mujeres y nuestros hijos, para las mujeres y los hijos de los trabajadores, para las familias de los canallas, para el populacho, no hay pensiones ni viudedades que acrediten y recuerden, ennobleciéndola, la memoria de un gran asesino de oficio. ¡Ah! ¡Trabajadores, pensad detenidamente nuestras palabras, y después juzgad!
Aquí todos somos trabajadores. Aquí todo lo esperamos de los trabajadores. Si acudís, cumplís un deber: si permanecéis indiferentes, conste que os suicidáis y tendréis que avergonzaros el día que no sepáis cómo responder a vuestros hijos, cuando os pregunten qué habéis construido vosotros para el edificio de la sociedad del porvenir que tan laboriosa y activamente se ocupan en levantar los trabajadores del resto del mundo.
SALUD, TRABAJO Y JUSTICIA.
Madrid 24 de diciembre de 1869.
Por la sección organizadora central provisional de España, el Comité.
[…]
Otra noche cometimos una imprudencia que nos pudo costar cara: fuimos a un café, y Morago, que hablaba regularmente francés, entabló conversación con un francés que casualmente se hallaba a su lado. La conversación, al principio insignificante, se fue animando a medida que el interés del asunto lo reclamaba, amenizado por la competencia de los interlocutores. El francés era un escéptico ilustrado de esos que entienden de todo, carecen de ideal humano y toman lo presente como expresión de lo que puede y debe ser, no aceptando más que hechos positivos sin dar valor alguno a las inducciones más racionales. Parapetado en estas doctrinas, y defendiéndose con fácil palabra y recursos oratorios propios del hombre de mundo avezado a la conversación y trato de gentes, era un contrincante verdaderamente fuerte; pero Morago, aunque positivamente menos instruido, valía más, por la fuerza de su convicción, su natural elocuencia y su entusiasmo. Colocado en el terreno firme de las reivindicaciones obreras en su lucha contra el capital, se elevó a aquellas alturas tribunicias a que tan fácilmente llegaba. Todos los concurrentes se acercaron a nuestra mesa; por las muestras la mayoría comprendía el francés, y por espacio de un par de horas aquel tranquilo café, donde ordinariamente no se alteraría el diapasón de las monótonas conversaciones burguesas, se vio convertido en un club revolucionario, no sólo por el efecto causado en los concurrentes, sino además se llenó con la gente que transitaba por la calle. Resultó aquello algo así como un torneo inútil; carecía de objeto para los protagonistas del acto, a lo menos para el francés, que suscitó la controversia por mero pasatiempo; pero causó grandísimo efecto; los espectadores formaron corrillos luego y discutían con pasión, recordando su aspecto los habitantes de aquella ciudad oxigenada por el Dr. Ox de que nos habla Julio Verne. A qué altura llegaría la cosa, cuando al día siguiente leímos con temor y asombro en la prensa de la mañana la noticia de que habían llegado a Lisboa tres españoles emisarios de la Internacional (aludiendo claramente a nosotros en vista de la sesión del café) con la misión de extender sus perniciosas doctrinas, y excitábase, por tanto, al gobierno a que nos vigilase y obrase en consecuencia.
[…]
Lo que quedaba del primer Consejo federal al terminar el año de su existencia eran fragmentos a punto de incurrir en anulación de poderes, y ya casi en peligro de obrar arbitrariamente, no por intención, sino por falta de la necesaria correspondencia con las colectividades y los individuos.
Morago quedó en Lisboa; era demasiado libre para sujetarse a una tiranía, aunque fuera la del deber, y prefirió dar suelta a su inspiración y a sus genialidades antes que someterse a llevar la pesada carga de aquel Consejo federal que debía tener su inteligencia y su voluntad en tensión constante, pensando, resolviendo, y sin soltar la pluma para que aquel cuerpo debilitado que nació en Barcelona entre las explosiones del entusiasmo llegase vivo al acto de reconstrucción que se preparaba en Valencia.
[…]
Mora y yo sosteníamos aquella existencia, abandonando nuestro trabajo, abusando de nuestras familias, careciendo de todo, faltos aun de efectos de escritorio y de sellos para franqueo de la correspondencia, pero dispuestos a no ceder porque nos sobraba vida para luchar.
Por mi parte tuve el sentimiento de ver los primeros síntomas de la disidencia, surgida ya en Lisboa por incompatibilidad de carácter entre Mora y Morago, pero aquel dolor que afectaba primero a la amistad por ver enemigos entre sí a los que tanto aprecié como amigos, y luego porque calculé los resultados que habrían de sobrevenir en el curso de la propaganda y de la organización, no disminuyó mi vivísimo deseo de proseguir mi obra.
Un nuevo elemento vino a nosotros y que a la sazón nos fue utilísimo: José Mesa.
Este nombre tuvo triste resonancia en los momentos en que, divididos los hombres por la pasión, cada cual quería imperar creyéndose ser el mejor, y como ninguno se mantenía en lo justo, no creo necesario determinar aquí quien obraba peor.
[…]
Creo poder afirmar, no obstante, que el regreso de Morago de Lisboa, con su contingente de pasión, y la venida a Madrid de Paul Lafargue, no sé si con los fines que se atribuyeron [Nota de El Errabundo: como se ha demostrado posteriormente, tal y como confirmaba el propio Lafargue y documentó Max Nettlau (Miguel Bakunin, La Internacional y La Alianza en España 1868-1873, 1923), Lafargue fue enviado a la península con la misión de contrarrestar la influencia del Anarquismo en el Estado español e inclinar a la clase obrera hacia posturas marxistas. Gracias a la labor de Lafargue se funda el PSOE], pero de hecho con su astuta intervención, llevaron a Mesa y a los que con él se agruparon luego a un terreno tan distante del ideal como el de los que se colocaron enfrente.
[…]
[Congreso de Zaragoza, 1872]
Algo después de la hora convenida, porque el dueño del local había opuesto obstáculos, llegaron los delegados juntos, según se había acordado en la sesión anterior; penetraron en el local, siguiéndoles una inmensa multitud; ocuparon sus puestos, y Morago, presidente, pronunció las siguientes palabras:
Trabajadores zaragozanos: En nombre de los obreros españoles, de los de Europa y América, de los del mundo todo, que componen la Asociación Internacional de los Trabajadores. ¡Salud! (Grandes aplausos).
En cumplimiento de los Estatutos de la Federación regional española de nuestra Asociación y del encargo de nuestros compañeros, que componen las diversas Federaciones locales de la misma, venimos hoy a constituirnos en Congreso para resolver y ponernos de acuerdo sobre las cuestiones conducentes al perfeccionamiento de nuestra organización para conquistar nuestros derechos y hacer práctica la justicia sobre la tierra, manchada desde los primeros días de la existencia de la humanidad con la tiranía y la sumisión, el privilegio y la miseria. (Repetidos aplausos y aclamaciones de entusiasmo).
Los trabajadores que nos han delegado para cumplir tan importante misión, saben que la clase explotadora, que monopoliza la ciencia, y se apodera de los frutos de nuestro trabajo, y detenta los dones espontáneos de la naturaleza, siendo como lo es, además poseedora del poder y de la fuerza, opondrá obstáculos a nuestros trabajos, pero confían en que sus hermanos los trabajadores zaragozanos, custodiarán dignamente la representación obrera, en tanto que ellos continúan en el campo, en la mina, en la fábrica y en el taller, dedicados a cumplir el deber social de la producción. (Sensación y muestras de asentimiento).
La solemnidad del acto que ante vosotros vamos a efectuar, y lo crítico de las circunstancias, os impone el deber de guardar circunspección y paz. Al recordaros este deber os pido que os mantengáis a la altura de dignidad y prudencia en que ha sabido colocarse la clase trabajadora de todos los países: altiva y severa ante las infamias de la burguesía, para demostrar la diferencia que existe entre la conducta que inspira un pensamiento justo y la que se deduce de la raquítica idea del mercantilismo y del lucro individual, y enérgica, decidida y fiera cuando llega el momento de defender el derecho y confundir a sus conculcadores.
Los trabajadores, nuestros mandatarios, confían en nosotros y en vosotros, esperando que todos cumpliremos como dignos de esta confianza, para demostrar a los trabajadores de las otras regiones que podemos con justicia proclamar aquella fórmula de nuestros Estatutos: la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores. Declaro, pues, abierto el 2° Congreso obrero de la Federación regional española de la Asociación Internacional de los Trabajadores. (Grandes aplausos).
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Lleno absolutamente el Teatro de Novedades; lleno aun el paseo por los que no cabían en el teatro; cuando Morago declaró abierto el Congreso y se presentó Colandrea con su ayudante a suspender el acto, fue un momento solemne.
Los delegados en el escenario, permanecieron sentados y tranquilos.
Los funcionarios gubernativos, con una corrección rayana en timidez, declinaron sus nombres ante la petición del presidente, expuesta con dignísima superioridad.
El público anhelante y silencioso, dispuesto a ser actor en cuanto se iniciase la tragedia, escuchó el diálogo entre presidente y polizonte y luego la lectura de la protesta.
Tomás y yo estábamos cerca de la puerta, y vimos que en el momento que se presentó la autoridad en el escenario, el clamor y el movimiento de la multitud, consecuencia natural del suceso, fue interpretada por un hombre que se hallaba a nuestro lado como un intento de fuga del público. De un salto, aquel hombre, que parecía un coloso rural, en mangas de camisa, remangado y enseñando unos brazos de musculatura hercúlea, dijo describiendo una línea delante de sí con un enorme garrote.- ¡Recontra! ¡Al que pase por aquí, le rompo la cabeza!
Por fortuna no hubo necesidad de probar la seriedad de la amenaza. Todos permanecieron en sus puestos y cuando la sonora y bien timbrada voz de Morago, gritó ¡Viva la Internacional! resonó un atronador ¡Viva! expresión del afecto de aquella multitud, hacia la idea representativa de aquel acto.
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De Madrid recibía yo correspondencia, en que mis compañeros del Consejo Federal anterior y redactores de La Emancipación [Nota de El Errabundo: marxistas], se quejaban de la conducta de los compañeros de la Federación madrileña [Nota de El Errabundo: anarquistas], y me pedían actos y declaraciones imposibles. Al mismo tiempo, de la redacción de aquel periódico y del Consejo local Madrileño, venían al Consejo federal, cartas con quejas y protestas, demostrando que la reciente paz del Congreso de Zaragoza no era respetada por los enemistados. Las antipatías, convertidas en odios, revestían carácter de lucha de ideas, y de ese modo, la línea divisoria que rompió la unión del proletariado emancipador se hizo más grande y más profunda. De la enemistad de Mesa y Morago se partió a la de Marx y Bakunin, hasta llegar a la división de autoritarios y anarquistas.