Historia Patria - Carolyn P. Boyd

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Hayis Mc Maton
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Historia Patria - Carolyn P. Boyd

Mensaje por Hayis Mc Maton » 19 Ene 2005, 23:08

Tras la consolidación en España de un Estado liberal durante el siglo XIX se buscó el desarrollo de un sistema nacional de enseñanza que reforzara las aspiraciones liberales sobre la lealtad fundamental del pueblo español. Gracias al esfuerzo legislativo la oligarquía moderada consiguió mediante las Cortes aprobar en 1857 una ley - conocida por el apellido de su autor, Claudio Moyano - que asignaba la responsabilidad de la instrucción pública al ministro de Fomento, a quien se dio la autoridad para supervisar las cuestiones relacionadas con el personal, los programas de estudio, los libros de texto, los exámenes y la titulación en los distintos niveles de la jerarquía educativa. Mientras se afirmaba de forma definitiva la supremacía del Estado sobre la Iglesia, mediante esta ley se concedía a la institución eclesiástica el derecho a revisar el contenido moral y doctrinal de la enseñanza religiosa entre el alumnado de primaria y secundaria, estableciendo a su vez, como secuela quizá del Concordato negociado en 1851 por una élite socialmente conservadora, el derecho de los particulares a fomentar la creación de escuelas primarias.


El sistema español, en buena parte similar al resto de Europa, se dividía en segmentos verticales: la educación primaria se considera suficiente para las limitadas necesidades intelectuales de las clases populares mientras la educación secundaria se siguió estimando como una preparación para los estudios superiores universitarios reservados únicamente para las élites sociales. La burocracia administrativa se iba independizando de la función tutelar del Estado a medida que se descendía en la escala educativa, llegando a un punto que la autonomía local era del todo absoluta, pretendiendo descentralizar las estructuras financieras y disminuir el cuerpo estatal de inspectores. Es por esto que el Estado guardó celosamente su monopolio sobre la concesión de títulos universitarios y de secundaria, reflejando su convicción de que la competencia y las apuestas eran mayores en el adoctrinamiento de las élites.


Durante el Sexenio revolucionario de 1868-1874 los progresistas incluyeron la libertad de enseñanza y la libertad de cátedra entre los puntos fundamentales de la Constitución de 1869. En interés de la estabilidad política, después de 1881 los rectores universitarios dejaron de tener el derecho a sancionar a profesores bajo la acusación de heterodoxia política o religiosa. A lo largo de las últimas décadas del siglo XIX, mientras en Alemania, Francia e Inglaterra los sistemas educativos se extendieron y articularon en consonancia con la democratización y la creciente complejidad social y ocupacional, en España la educación pública se estancó, debido por un lado a la actitud reaccionaria de las élites agrícolas y financieras que controlaban la monarquía constitucional, pues no tenían un especial interés económico en la mejora de la educación de sus hijos ni en la creación de una fuerza de trabajo alfabetizada, y, por el otro lado, para la mayoría de obreros urbanos y campesinos sin tierra, tener un vástago en la escuela no representaba una oportunidad, sino más bien un sacrificio para la economía familiar. Es por todo ello que la demanda de la ampliación de los servicios de la educación pública provenía fundamentalmente de las clases medias urbanas y, poco después, también de la burguesía industrial periférica.


El sistema canovista de partidos turnantes, dependiente siempre el gobierno del asenso real, impidió la organización de un sistema educativo que integrara a los grupos subalternos en el orden político y social; como consecuencia la población acabó por comprender que la alfabetización popular era una condición imprescindible para la reforma política de un Estado liberal cuyos políticos dinásticos recurrían con frecuencia a la ignorancia y apática postura del electorado para justificar su continuismo caciquil.


Otro factor a tener en cuenta para explicar el fracaso del sistema educativo estatal es la influencia de la Iglesia española, siempre recelosa de toda escuela que no estuviera estrictamente bajo su control; a través del Partido conservador logró posponer ‘sine die’ toda propuesta a favor de aumentar el control del Estado sobre la educación, mediante su red de escuelas propias aisló a la clase media de las deficiencias inherentes a la educación pública, reduciendo así las posibles protestas, de modo que la omnipotencia eclesiástica en aquel Estado confesional acabó por retrasar hasta finales de siglo el descubrimiento por parte de las élites políticas del incipiente potencial de las escuelas como instrumento para el control ideológico de la gran masa poblacional. Los críticos del Estado, creyendo intolerable la cifra de analfabetismo en España que rondaba un global del 60%, atribuían el mal al déficit crónico de profesores y escuelas, las cuales estaban ubicadas generalmente en edificios reconvertidos a partir de otros usos, carecían con mucha frecuencia de sistemas apropiados de ventilación, iluminación, calefacción, instalaciones sanitarias o un equipamiento decente. Los salarios y el estatus de los maestros eran tan bajos que no muchas personas competentes decidían dedicarse a esta profesión, cuya penuria quedaba reflejada bastante bien en la escasa rigurosidad de las escuelas Normales en las que el plan de estudios carecía por completo tanto de teoría pedagógica como de enseñanza práctica.


Hasta 1901, el programa oficial para el nivel elemental estaba compuesto por doctrina religiosa, historia sagrada, lectura, aritmética y escritura, junto con ‘nociones’ de agricultura, industria o comercio para los chicos y bordados para las chicas. Dada la falta de preparación y la alta proporción de alumnos por profesor, en todos los niveles de la base de la educación era la memorización y la recitación oral de un catecismo, libro de texto o cuaderno de lectura, sosteniendo técnicas que potenciaran siempre la eficacia y la disciplina, aún a través de la violencia física y psicológica. Al Estado español le faltaron incentivos para desarrollar un sistema de educación secundaria de vías múltiples, en lo referente a propósitos, métodos y contenido, el plan de estudios de orientación única (bachillerato) no era tanto la personificación de la cultura general que se necesitaba para una población productiva y responsable como una amalgama asistemática de temas tradicionales y modernos cuya última finalidad era la preparación para estudios más avanzados, regulando el acceso a las carreras administrativas y profesionales a las clases altas y medias. La excepción fue la periferia peninsular, donde la burguesía industrial y comercial financió la creación de escuelas técnicas y aplicadas para aumentar el número de oportunidades profesionales de la mayoría de la población. Con posterioridad, al facilitar el acceso al bachillerato de las clases medias y aumentar la inclusividad social, las bajas tarifas contribuyeron enormemente a estabilizar la política social, a la vez que el coste directo e indirecto de los estudios secundarios era lo suficientemente alto como para eliminar la competencia de las clases trabajadoras por los escasos puestos.


Pero con todo, el plan de estudios del bachiller carecía por completo de diferenciación interna entre una rama moderna y otra clásica, combinando en su seno materias modernas y tradicionales, generales y especializadas, tras 1867 el latín se enseñó sólo durante los dos primeros años de estudio, abandonando totalmente el aprendizaje del griego, mientras que asignaturas tan básicas como literatura o gramática española, gracias al duradero plan de estudios de 1880, no eran objeto de enseñanza para niños de más de 12 años. Dado que los alumnos pagaban por asignatura, no presionaron excesivamente para desarrollar otras capacidades, tales como música, arte, educación cívica y física o idiomas extranjeros.


El Estado reconocía 3 tipos de matriculación: oficial (aquellos que asistían a clase en el instituto), incorporada (aquellos que estudiaban en colegios privados legalmente afiliados y regulados) y libre o independiente (aquellos que estudiaban en academias no afiliadas, con profesores particulares o por su cuenta). El acceso a una cátedra de instituto se obtenía mediante oposiciones en las que, teóricamente, los conocimientos fueron el único criterio de selección; la gran mayoría de los catedráticos poseían doctorados, siendo muy pocos los que habían realizado cursos de pedagogía, algunos llegaron a la universidad gracias a la publicación de libros de texto o eruditas monografías. En el aula cada catedrático disfrutaba de completa autonomía, siendo libres para desarrollar su propio programa durante el curso académico, el cual, descontando vacaciones y fiestas locales o estatales, se reducía a poco más de cien días lectivos. Las calificaciones de los estudiantes, matriculados de forma oficial o por libre, se determinaban en base a un único examen final realizado oralmente por un tribunal de tres catedráticos de instituto, sirviendo este sistema al Estado para monopolizar las titulaciones y por tanto reforzar el conformismo ideológico. Respecto a la rigurosidad de las preguntas formuladas normalmente en esta evaluación final, hay que destacar que a nivel nacional el porcentaje de suspensos era de menos del 10%.


La ausencia de un fuerte programa educativo estatal para nacionalizar a las masas era un hecho fehaciente, pero durante toda la Restauración, los grupos políticos, aún coincidiendo en que la educación era la solución para los problemas del país, tenían unas opiniones sobre el contenido apropiado, los métodos y el control del proceso educativo que divergían tan ampliamente como sus prescripciones para la regeneración nacional. La derecha defendía la vuelta a los valores católicos vinculados históricamente de modo indisoluble a la nación, mientras que la izquierda democrática insistía en que eran justo esos anacrónicos valores los culpables de haber enervado a los grupos sociales más dinámicos y retardado el crecimiento económico nacional. Los políticos dinásticos consideraron conveniente tolerar la expansión de las escuelas religiosas de primaria en zonas en proceso de urbanización, no sólo por el ahorro que suponía en cuestión de impuestos, sino porque el tipo de educación católica reforzaba el orden social gracias al énfasis que ponía en la armonía entre clases y la resignación cristiana frente a la desigualdad social. Las órdenes religiosas más exclusivistas en cuanto al plano social, esto es, jesuitas, agustinianos, marianistas, benedictinos, ursulinas y demás, se van a especializar en suministrar educación primaria y secundaria a los ricos, construyendo sus flamantes edificios en los barrios acaudalados de las ciudades con mayor grado de expansión. La Filosofía se enseñaba siempre desde una perspectiva neotomista, la Historia natural seguía modelos pre-darwinianos y la pedagogía católica se afianzaba mediante una serie de asunciones paternalistas y autoritarias, incompatibles con los principios liberales básicos de autonomía individual, tolerancia y libertad de opinión. Los valores cristianos de obediencia, piedad, conducta virtuosa, humildad, abnegación y casta moralidad se inculcaban a través de la oración continua, las conmemoraciones piadosas y otras elaboradas prácticas rituales.


En contraposición, un grupo de profesores universitarios madrileños fundaron la ILE (Institución Libre de Enseñanza), cuyos estatutos defendían ante todo la independencia de cualquier dogma político, filosófico o religioso, en virtud de la reforma cultural y política mediante los principios de la pedagogía moderna. La ILE fue liderada por el marcadamente krausista Francisco Giner de los Ríos, quien preconizaba la definición del hombre como un ser racional y moral cuya naturaleza evolutiva se configuraba a través de un continuo proceso de autodescubrimiento y autocreación, apostando valientemente por una educación reformista con finalidad revolucionaria. Los métodos institucionistas de enseñanza se apoyaban en cosas y en procesos, no en palabras, toda aula debía estar equipada con mapas, laboratorios y reproducciones artísticas que permitieran al alumno observar y tomar notas, leer las fuentes originales, dibujar y trabajar con las manos, a la vez que los profesores rehusaban dar clases ex cátedra y adoptaban un método socrático y dialogante.



El catalanismo político, cuyas raíces provenían del resurgimiento romántico lingüístico y cultural de mediados del siglo XIX, liderado por la burguesía catalana industrial adujo de forma tajante que la diferenciación cultural de su región debía conllevar un sistema de instrucción pública propio, potenciando la restauración del catalán como lengua cultural y política además de la apertura de escuelas catalanas. Los diferentes grupos populistas republicanos y anarquistas vieron en el déficit de la educación pública una buena oportunidad para reclutar miembros dentro de las clases trabajadoras; según ellos, alfabetizar de manera elemental y escolarizar a gente humilde mediante ateneos y clubes serviría para construir una sólida base entre las clases obreras urbanas que lograra subvertir la hegemonía ideológica del conservadurismo católico. Como respuesta inmediata los partidos dinásticos se inclinaron a favor de la represión y temiendo que un sistema de educación nacional más efectivo cayera en manos de una facción ideológica desfavorable, se refugiaron en la total inactividad.


Después de 1898, el centro del revitalizado movimiento por la reforma educativa lo constituyeron una serie de políticos e intelectuales regeneracionistas convencidos de la imperiosa necesidad de modernizar la sociedad española movilizando, aún de forma temporal, a las clases medias urbanas y rurales en contra del orden político y social posterior al desastre. Su principal figura fue Joaquín Costa quien postuló una reforma democrática precedida siempre por una reforma educativa que preparara a las clases populares para un ejercicio responsable del autogobierno; aunque su plan sobre programas de irrigación, modernización agrícola y democratización política encontró buena respuesta entre las clases medias, trasladar ese programa a una acción concreta resultó imposible dada la indiferencia del sistema ante la opinión pública. El grueso de las leyes promulgadas por el Estado español a partir del año 1900 constituyó un férreo intento de lograr la modernización económica y la estabilidad política.


Durante el mandato del conservador Francisco Silvela se confió inicialmente la renovación educativa al integrista marqués del Pidal, quien no supo idear un mejor programa para la regeneración nacional que la inclusión de los valores católicos en la educación estatal mediante la creación de un nuevo y riguroso bachillerato clásico de siete años, la preparación de planes oficiales de estudios para cada curso y la revisión dogmática de los libros de texto, por lo que fue inmediatamente destituido.


En 1901, con el liberal conde de Romanones ejerciendo de ministro, el Estado asumió finalmente la plena responsabilidad de los sueldos destinados a los maestros de primaria, aprobándose en 1977 el Estatuto General del Magisterio. Anteriormente, los liberales crearon la Oficina General de Instrucción Primaria con la misión de recoger datos estadísticos entre las escuelas primarias y reorganizaron el Consejo Real de Instrucción Pública reduciendo el número de religiosos a favor de la mayor participación de maestros de primaria y otros profesionales.


Los conservadores se mostraron siempre muy poco exigentes con la libertad de enseñanza en las escuelas republicanas o anarquistas, como la Escuela Moderna de Barcelona fundada en 1900 por Francisco Ferrer i Guardia, educador radical cuya pedagogía progresista estaba al servicio de un revolucionario programa, que fue definitivamente clausurada tras la injusta ejecución de Ferrer luego de los sucesos acaecidos durante la denominada Semana Trágica. Con el argumento de que una enseñanza religiosa dogmática coartaba la innovación científica, violaba la libertad individual de conciencia e inculcaba una moral restrictiva, artificial e hipócrita, en 1901, el Partido Liberal eliminó la religión como materia obligatoria para los no católicos que estudiaran bachillerato y en 1913 amplió la exención a los alumnos de primaria no practicantes.


Con todo, después de 1898 fueron los condicionantes económicos, junto con los desacuerdos ideológicos, los que impidieron que la transformación de la enseñanza secundaria llegara a materializarse. El fallido intento del conde de Romanones de aumentar el estatus de las carreras técnicas fundiendo las escuelas técnicas y profesionales con los institutos provinciales - correspondientemente renombrados como Institutos generales y técnicos - suscitó el enfado de los catedráticos al sentirse rebajados por esa asociación con las escuelas comerciales. El bachillerato comenzó entonces a dividir socialmente a las clases medias, la asistencia a los institutos se devaluó en los mercados de prestigio y contactos, desbaratando por completo su antiguo papel en la movilidad social de las clases medias urbanas y rurales.


En el año 1901, el conde de Romanones promulgaría un decreto sobre los exámenes estatales que anulaba muchos de los privilegios que los colegios incorporados habían conseguido durante los mandatos conservadores anteriores; es más, eliminó las comisiones examinadoras que se desplazaban y prohibió que los profesores de escuelas privadas formaran parte de los tribunales de examen, el único control oficial del Estado sobre estos colegios. Dada la importancia funcional e ideológica de los libros de texto en el proceso educativo, no es de extrañar que fueran objeto de continuas y contradictorias disposiciones legales, sobre todo en los primeros años de la consolidación del Estado liberal. Una encuesta realizada en la última década del siglo XIX demostró fehacientemente la proliferación de libros muy extensos, de gran pobreza conceptual, caros y, en ocasiones, del todo inapropiados.


Por las mismas fechas un grupo de diputados católicos presentó ante las Cortes un proyecto de ley que finalmente se aprobó, siendo un compromiso casuístico que 1) animaba al Consejo Real de Instrucción Pública a escribir programas estándar que determinaran el propósito, carácter y extensión de cada asignatura 2) confirmaba la total libertad del catedrático en cuanto al diseño, metodología y doctrina del curso y 3) confirmaba el derecho del alumno a estudiar el libro de texto que mejor estimara oportuno. Bajo el impulso de un gobierno liberal, en 1907, se creó la Junta por la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, una fundación oficial pero administrada de modo independiente que concedía becas a alumnos y profesores para que cursaran estudios en el extranjero y potenciaba la investigación científica en España. En 1910 fundó el Centro de Estudios Históricos y el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales, junto a la Residencia de Estudiantes, poco después abrió otra exclusivamente para mujeres. En 1918, el izquierdista liberal Santiago Alba autorizó la creación del Instituto-Escuela, con la finalidad de experimentar nuevos métodos que enseñaran a futuros catedráticos pedagogía moderna; similar su estructura organizativa a la de la Institución, se potenciaba la autodisciplina, la aplicación y el desarrollo de unos valores a través de activos métodos que incluían excursiones, juegos y clases reducidas, estando prohibidos los libros de texto, los exámenes anuales y la competencia.


Desde 1922 hasta 1936, gracias a Lorenzo Luzuriaga, colaborador institucionista de Manuel Cossío en el Museo Pedagógico, se publicó de forma ininterrumpida la Revista de Pedagogía, con la cual toda una generación de maestros absorbió los principios de una pedagogía democrática, activa y centrada en el/la niño/a. En respuesta al cada vez mayor profesionalismo de los maestros de primaria, a la expansión de la burocracia educativa estatal y a la visible presencia de la Institución Libre de Enseñanza en ésta, los conservadores católicos, liderados siempre por las órdenes religiosas, lanzaron una contraofensiva diseñada para moldear una élite católica capaz de defender la nación española contra las ideas extranjerizantes. Los jesuitas crearon el diario Razón y Fe, la Sociedad Española de Pedagogía, fundamentalmente católica, instigó a las Escuelas del Ave María del padre Manjón a lograr armonizar métodos pseudo-activos y valores católicos, Manuel Siurot y el arzobispo de Huelva fundaron en Jaén la Institución Teresiana, un colectivo de hermanas laicas dedicadas a la enseñanza de estudios superiores a mujeres en un marco explícitamente católico. Cuando el régimen parlamentario entró en crisis, la reticencia del Estado a establecer unas directrices sobres los valores y la identidad nacional daba a sus críticos libertad de acción para promover sus visiones contrapuestas sobre la regeneración nacional, acentuando después de 1917 la resolución tanto de la derecha como de la izquierda de reformar el Estado para dominar mejor ideológica y socialmente al conjunto de la población española.


La historia nacional inevitablemente fue objeto de intenso debate pedagógico e intelectual, su desarrollo como disciplina académica y materia escolar fue un fenómeno generalizado que acompañó la formación y consolidación del Estado liberal en la Europa del siglo XIX. Las nuevas clases ascendentes necesitaban una interpretación del pasado nacional que legitimara y ensalzara su acceso al poder, así como una serie de mitos y valores culturales comunes que unieran a los ciudadanos de las nuevas naciones-Estado mediante los vínculos de la empatía y el orgullo; es por ello que la historia nacional proporcionaba una justificación al nuevo orden de cosas, siendo el papel funcional de ésta extendido inexorablemente por la democratización política y todas las rivalidades internacionales, pudiendo neutralizar de esta forma a las fuerzas políticas desestabilizadoras que impedían fortalecer los vínculos sentimentales entre la ciudadanía y la nación-Estado.


En España, las décadas centrales del siglo XIX vieron la aparición de una nueva historiografía cuya obra más influyente fue el conjunto de relatos nacionales como la Historia General de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, publicada desde 1850 hasta 1867 por Modesto Lafuente, o Historia General de España, elaborada por varios especialistas y editada en 1890 por Cánovas del Castillo en colaboración con la Real Academia de la Historia. La producción histórica durante este siglo se fundamentaba en una metodología ecléctica derivada de la filosofía de la Ilustración, el idealismo romántico y el empirismo; la sustanciación histórica de las reivindicaciones políticas de los liberales era muy importante, ya que sus argumentos se basaban en que la evolución histórica de la nación exigía irremediablemente una reconfiguración del Estado y, al igual que los tradicionalistas, sus elementos de carácter nacional fueron extraídos de la literatura histórica de la etapa decimonónica, se consideró que el estudio de la Historia proporcionaba ejemplos edificantes de heroísmo, virtud y habilidades en el arte del gobierno, además de ayudar a formar el carácter individual, suministrando una guía para la conducta personal, y de fomentar la capacidad de memorización recitando diariamente citas latinas, cronologías, sucesiones dinásticas y hechos notables pretéritos.


Ya en 1836 se introdujo la asignatura de historia nacional como obligatoria en la secundaria y en 1845 se incorporó definitivamente al programa de estudios universitario. Durante la monarquía parlamentaria, el Estado no siguió una pauta fija de control en lo referente al contenido, extensión y estructura de los libros de Historia, por lo que éstos reflejaban las prioridades profesionales y los valores políticos de sus autores. Los más populares y extendidos eran los escritos por Felipe Picatoste, Alfonso Moreno Espinosa, Félix Sánchez Casado, Rufino Machiandiarena, Bernardo Monreal y Manuel Zabala Urdániz, todos ellos tendían a parafrasear o incluso plagiar sin atribución alguna el trabajo de historiadores anteriores al elaborar sus textos, imbricando en los mismos extensos comentarios sobre eruditas polémicas profesionales, resultando ser al final volúmenes con una media de 457 páginas con escasas ilustraciones. La excepción a la regla eran los libros relativamente breves de Sánchez Casado y Picatoste, animados con grabados de escenas históricas, retratos de reyes, dibujos, mapas y fotografías de cuadros, arquitectura y cultura material. La estructura de los libros se adecuaba al credencialismo autoritario del sistema educativo en conjunto, sólo los textos de Eduardo Orodea estaban organizados como una serie de preguntas a debatir, mientras el resto de la bibliografía presentaba la historia como un conjunto de hechos que había que aprender igual que los teoremas o las conjugaciones verbales, pintando la historia de España como un incorpóreo proceso de unificación territorial, legal e institucional.


Los libros de texto de primaria se podían dividir en varias categorías: historias narrativas, estudios catequísticos y libros de lectura que incluían la historia nacional como materia formativa, la mayoría de ellos eran versiones en miniatura de los libros de historia de bachillerato, de los que se eliminaba todo excepto una esquematizada cronología de acontecimientos políticos y militares, traicionando un liberalismo moderado en el que los más altos valores eran menos controvertidos: respeto por la monarquía, unidad nacional, orden civil y religión establecida.


Desde 1900, las Nociones de historia de España de Saturnino Calleja consiguieron infundir en las formas tradicionales atractivo por los sentimientos patrióticos y religiosos, ilustrando el texto con dibujos de batallas y otros épicos episodios, el tema más importante venía a ser la identidad temporal y espiritual de España y el catolicismo. La historiografía integrista católica española, representada fundamentalmente por las órdenes ultramontanas de jesuitas y dominicos, situaba los orígenes de la nación española en la conversión al catolicismo en 589 d.C. del rey visigodo Recaredo, dando inicio entonces a la unidad católica de la nación y a la histórica alianza entre trono real y altar cristiano. Por supuesto, el poder político español había alcanzado su punto álgido en los siglos XVI y XVII, durante su lucha contra la herejía extranjera y la evangelización de las Américas, reforzando esta historiografía las tesis de Menéndez Pelayo, quien también atribuía la impotencia y toda falta de dirección moral que caracterizaba a la España contemporánea a la perfidia de un Estado que se resistía tenazmente al regreso triunfal de la monarquía absoluta y la uniformidad religiosa.


Un buen ejemplo de libro católico de historia de primaria fue Epítome del párvulo, publicado por Bruño en 1915, en él se incluía una breve visión general de todos los temas del plan oficial de estudios, abarcando la historia de España desde la prehistoria hasta el presente en 23 páginas y 189 preguntas y respuestas; mediante esta austera e integrista recopilación los niños aprendían que Túbal (hijo de Jafet y nieto de Noé) y Tarsis (bisnieto de Noé) fueron los primeros habitantes de la península Ibérica, que Santiago evangelizó España y lideró a las tropas cristianas contra los moros en Clavijo, y que la valiente partida de don Pelayo derrotó a 200.000 árabes en Covadonga. Este tipo de libros no hacían ninguna definición del carácter o la identidad nacional que no fuera la de la comunión religiosa, animando a los niños a poner su identidad como españoles al servicio de su identidad como católicos.


Desde una concepción católica e integrista, los libros de texto de la Restauración describían la historia del país durante el siglo XVIII como un triste cuento de traiciones, invasiones y compromiso con instituciones e ideas extranjeras, de acuerdo con esto, las libertades garantizadas en la constitución liberal eran falsas y la verdadera libertad residía únicamente en liberar a la nación de sus captores restaurando su identidad cultural y religiosa. Los historiadores progresistas percibían que la acción política por sí sola no era suficiente para superar el legado del pasado y que únicamente cuando el pueblo se hubiera revitalizado, recuperando así su sentimiento de nación, podría crear un Estado democrático que reflejara sus elevados ideales.


El siempre memorable Ortega y Gasset defendía en su obra de 1921 España invertebrada que la nación se desgarraba debido a la falta de un líder y un propósito nacional, condenando no sólo a la familia Habsburgo si no también a las tribus germánicas que en el siglo V conquistaron la península Ibérica por estar demasiado civilizadas y no saber articular una sociedad feudal dinámica. El idealismo filosófico que caracterizaba a muchos de los intelectuales finiseculares con raíces en la tradición krausista o afines a ella facilitaba la invocación al pasado en apoyo a una identidad nacional que lograra trascender las diferencias territoriales, étnicas y lingüísticas de la sociedad española a favor de restablecer sus vínculos con la Europa más cultivada y progresista. Como contrapunto a la historiografía tradicional surgió la llamada historia interna o intrahistoria cuyo objeto de estudio eran los logros culturales del pueblo y su base literaria la constituían los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, 46 novelas publicadas entre 1868 y 1912, que narraban la historia contemporánea de España desde la batalla de Trafalgar en 1805 hasta los primeros años de la Restauración.


Rafael Altamira, alicantino nacido en el seno de una familia liberal de clase media, dio una serie de conferencias que fueron publicadas en 1891 y 1895 bajo el ilustrativo título de La enseñanza de la Historia, apelando a una reconceptualización de la metodología y la pedagogía histórica a todos los niveles, debiendo recurrir el historiador a nuevos métodos y disciplinas como la geografía, el folclore y la sociología confiando en el método comparativo, evitando además caer en la trampa del determinismo, porque la historia humana era esencialmente el recuento del progresivo dominio del hombre y la mujer sobre las constricciones ambientales y culturales. Altamira también publicó Psicología del pueblo español donde revelaba las tensiones de su pensamiento, entre su respeto positivista por la evidencia documental y su fe idealista en la existencia de un carácter nacional trascendente, y entre su objetividad académica y su deseo de poner su erudición al servicio de la nación. Su contribución más importante al conocimiento histórico popular fue el influyente manual de Historia de España y de la civilización española, publicado entre 1900 y 1911, un equilibrado compendio de historia política, institucional y cultural; en él se detallan pormenorizadamente las desventajas relativas de la geografía peninsular, la evolución del derecho, la familia, la educación y la religión, además de romper convencionalismos debatiendo con el mismo tono realista la España musulmana que la historia de Castilla.


Los esfuerzos de los institucionistas por transformar la enseñanza de la historia en secundaria corrieron paralelos a los realizados en las universidades: después de un primer intento de reorientación en la dirección de los institutos, acabaron decantándose por una escuela modelo autónoma, si bien con el apoyo del Estado, como medio de difusión de nuevas ideas desde arriba hacia abajo. Si las universidades pretendían convertirse en centros de enseñanza especializada entonces los institutos tendrían que asumir la responsabilidad de consolidar los conocimientos generales de historia del ciudadano medio.


Como respuesta a esta inercia potenciada por las reformas de Groizard/Moret en 1894 y de García Alix en 1900, además del plan Gamazo en 1898, surge en 1918 el Instituto-Escuela, donde tanto en la sección preparatoria como en la secundaria se enseña la historia con carácter cíclico, dedicando los dos primeros años a dar una visión general de la historia occidental, el segundo ciclo al desarrollo de instituciones sociales y culturales y el último de los tres a explicar la historia contemporánea.


En septiembre de 1923, el general Primo de Rivera llevó a cabo un pronunciamiento militar e instauró una dictadura en forma de Estado católico, corporativista y de un partido único con valores esencialmente derechistas. Fue entonces cuando surgió definitivamente la mentalidad nacionalcatólica que combinaba los valores culturales reaccionarios del catolicismo tradicional con un estridente nacionalismo autoritario que legitimaba un Estado dictatorial como la mejor forma de organización política para defender los intereses económicos y los valores religiosos y culturales asociados con el poder y la unidad nacionales. Primo de Rivera cedió buena parte del control ideológico a la Iglesia invirtiendo la relación entre escuelas públicas y privadas establecida gradualmente con el Estado liberal, dando a los inspectores instrucciones de cara a descubrir las doctrinas perjudiciales para el orden social o la unidad nacional, controlando cuidadosamente a maestros, alumnos y libros de texto.


La reforma del bachillerato aprobada en agosto de 1926 establecía una enseñanza secundaria elemental de tres años, concebida aparentemente como un sustituto de la formación profesional posprimaria que incluía una mezcla de asignaturas modernas y técnicas, excluyendo la literatura y la lengua latina y castellana. El plan Callejo adoptó también un texto único y oficial, aprobado por el Estado para encauzar y fortalecer la mente del estudiante, gran victoria para los colegios católicos pues facilitaba mucho el éxito en los exámenes de sus alumnos respecto a los de las escuelas estatales.


A través de una ilógica secuencia, el alumno del bachillerato elemental debía comenzar estudiando historia y geografía universal, seguida durante el siguiente curso por historia y geografía americana, para acabar en el tercer año aprendiendo historia y geografía españolas. Además, la inercia del sistema obligó a configurar los cuestionarios nuevos de cada asignatura en base a convencionalismos profesionales que resultaron ser los culpables de que guardasen una marcada semejanza con sus predecesores.


Con el posterior advenimiento de la Segunda República, durante el primer bienio se mostró un relativo descuido por cualquier clase de reforma social o económica que se explica por la convicción de los republicanos en que su relación política sólo sobreviviría si iba acompañada de una tajante y profunda transformación cultural en el contexto español. Junto a la significativa influencia en la política educativa de la Institución Libre de Enseñanza, encontramos al movimiento internacional de la Nueva Escuela, cuyos principios pedagógicos centrados en el niño, ponían especial énfasis en la liberación de todo dogma y en la preparación para la vida mediante la cooperación, la educación mixta y los métodos activos.


Desde 1931 hasta 1933, ministros republicanos como Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos, Domingo Barnés y el primer director general de Enseñanza Primaria, Rodolfo Llopis, contaron siempre con el apoyo legislativo de las Cortes Constituyentes para crear un proyecto basado fundamentalmente en un sistema de escuelas públicas gratuitas, neutrales ideológicamente - esto es, laicas - y democráticas, que determinara el acceso a los estudios superiores la capacidad propia del alumno y no su estatus social o económico. Para favorecer el desarrollo de esta escuela única y neutral, en mayo de 1931 se prohibió la enseñanza religiosa obligatoria, así como el uso de símbolos, imágenes y prácticas religiosas, amén de disolver por decreto la Compañía de Jesús y prohibir que el resto de órdenes religiosas pudieran dedicarse a la enseñanza. Los institucionistas del ministerio consiguieron llevar a cabo una serie de medidas formativas: residencias de estudiantes y escuelas de primaria preparatorias en los institutos, educación mixta, preparación universitaria de los futuros catedráticos de instituto, sustancial incremento del número de institutos para absorber la demanda que generaría la clausura de los colegios religiosos y la creación de nuevos institutos-escuela en Barcelona, Sevilla y Valencia.


El objetivo de la política educativa republicana, apuntalada con la dialéctica política de Manuel Azaña, era el de transformar el estudio de la historia en una positiva inspiración para la responsabilidad cívica y la virtud republicana, incompatibles ambas con los rasgos de conservadurismo y pasividad que se desprendían de los perniciosos métodos y libros de texto, además se debían crear alternativas a hábitos arraigados e imbuirlos en los profesores mediante continuos programas de reciclaje, cursillos pedagógicos y a través de la prensa progresista y de las escuelas Normales. Para la II República española la educación cívica era un artículo de fe y la base de su concepto de nación como una comunidad jurídicamente definida de ciudadanos que gozaban de igualdad ante la ley, es por esto que los libros que contenían la materia cívica combinada con ética, política y anécdotas históricas escogidas resultaban más atractivos para los republicanos liberales que las historias narrativas. Así pues, la propuesta de reforma de De los Ríos en 1932 se vio aún superada por las objeciones ideológicas de Villalobos en 1934, con quien si bien el bachillerato seguía constando de cinco años, los programas serían más enciclopédicos y se ceñiría la historia del pasado nacional a una visión más católica.


Este escrito se corresponde con los primeros siete capítulos de un libro llamado Historia Patria cuya autora es Carolyn P. Boyd, se trata de un completo y objetivo estudio que analiza pormenorizadamente el devenir de la educación y la pedagogía en las escuelas españolas desde 1875 hasta 1975. Si alguien se siente interesado por conocer el resto de la obra, que sepa que se centra básicamente en los orígenes del nacionalcatolicismo, la creación de una cultura cívica durante la II República en España y la amnesia histórica durante el genocida régimen franquista. Editado por Pomares-Corredor, salió al mercado traducido al castellano en el año 2000 bajo el ¿módico? precio de 22 ecus. Que aproveche la lectura. HMM.
Última edición por Hayis Mc Maton el 20 Ene 2005, 14:08, editado 1 vez en total.

Invitado

Mensaje por Invitado » 20 Ene 2005, 00:56

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Juaspas
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Mensaje por Juaspas » 20 Ene 2005, 05:29

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Hayis Mc Maton
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Mensaje por Hayis Mc Maton » 20 Ene 2005, 14:10

Siempre en negro, Juaspas, al fin y al cabo, sale más rentable. :D

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