Genealogía de la etnofobia urbana

Situación y luchas de las personas migrantes. Debate en torno a la sociedad multicultural. Noticias, textos, etc. sobre la Lucha Antifascista y seguimiento a las bandas y grupos fascistas.
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Gilles De Rais
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Genealogía de la etnofobia urbana

Mensaje por Gilles De Rais » 25 Nov 2011, 19:56

Genealogía de la etnofobia urbana
o la suspensión de la ciudadanía étnica y los derechos colectivos de los pueblos


Yuri Escalante Betancourt
Maestro en Antropología Social CIESAS México
Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas
yuriescala@yahoo.com.mx

No estamos de acuerdo que nos digan migrantes porque nosotros
sabemos que el país es nuestro, porque todos somos mexicanos.
Pero así nos llaman, migrantes. Cuando vienen de otros estados, de
Chile, de Cuba, esos no son migrantes. Yo creo que esos ya son
ahora residentes en la ciudad de México, que para mi es alrevés.
Los residentes somos nosotros, porque somos propios, somos
dueños de nuestro país.
Magdalena García Durán, mazahua

¿Por qué nos llaman migrantes? A Fox, Creel, Lichtinger, Ebrad,
que vienen de fuera no les dicen migrantes. A nosotros los
indígenas nos llaman migrantes. Es una palabra que nos humilla.
Bulmaro, zapoteca



Cosa extraña, los pueblos indígenas, que según la Constitución mexicana son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en le territorio actual del país al iniciarse la colonización, se les considera advenedisos y extraños cuando reafirman su presencia en la ciudad. Por el contrario, los extranjeros o sus descendientes no tienen ningún problema para naturalizarse como miembros de la urbe pese a provenir de otro país. Transmutación doble: los habitantes originales se convierten en aliens y los aliens en naturales.

¿Qué pacto político es ese que otorga ciudadanía plena a los cosmopolitas y les cuestiona la membrecía urbana a los diferentes? ¿Qué fórmula social determina que los indígenas no puedan pertenecer a la ciudad? ¿Acaso se supone que deben vivir en las montañas, en las selvas o en sus regiones de refugio como decía Gonzalo Aguirre Beltrán? ¿No se esconde en la categoría de “migrantes” un deseo de segregarlos y rechazarlos?

Es cierto, alguien podría decir que es una palabra meramente descriptiva que trata de dar
cuenta de un flujo migratorio reciente. Pero la migración interna e internacional hacia las
ciudades tampoco ha cesado por siglos y sin embargo a estos no se les distingue con ese calificativo. Por ejemplo, aunque yo soy originario de provincia a la fecha nadie me tacha de fuereño por vivir en la capital del país. Si acaso algunos perciben mi acento o supuestos modos norteños, pero eso no significa que me consideren extraño. Si el 70% de los habitantes de la zona metropolitana son o tienen padres que provienen del interior (Peña, 1983) ¿cómo distinguir a los no migrantes?

Luego entonces ¿por qué los signos de extranjería se dirigen precisamente hacia quienes
portan una cultura originaria? ¿Es necesario asimilarse al crisol urbano para ser aceptados? De ser así ¿podríamos definir cuál ese prototipo de cultura capitalina al que deben amoldarse? ¿Cómo es que se minoriza o etniza a un sector específico y no a otro?
Una razón que puede esgrimirse como obvia de la percepción especial dirigida a los
indígenas, proviene del contraste y diferenciación que muestran sus elementos culturales
(atuendos, lengua, hábitos, etc.). Pero aquellos que sepan algo de historia dirán que la
capital del país, la gran México-Tenochtitlán, fue fundada por los nativos de América y que durante la Colonia existían barrios de pueblos originarios. Luego en la época de la
República un sin fin de crónicas y de novelas documentan la presencia indígena en la
ciudad y actualmente permanecen comunidades en delegaciones y municipios conurbados.

Pero aún suponiendo que los indígenas no fueran de la ciudad o yendo al extremo de que hubieran nacido ayer por generación expontánea ¿Qué impide que sean considerados parte constitutiva de la ciudad si son nacidos en México? ¿No reza la Constitución que todo individuo gozará de sus garantías por el simple hecho de internarse en territorio mexicano? ¿Acaso existen ciudadanos de razón y ciudadanos que no tienen razón de ser?

Ya vamos viendo que existe una connotación implícita en la categoría de migrantes, pues no sólo es un término denotativo sino cargado de un profundo contenido sociológico. No por la intención descriptiva sino por el señalamiento prescriptivo, de extrañamiento y negación de un territorio concreto. Migrante no por ser extraño sino por negarles pertenecer a lo urbano. Siendo así; ¿en que momento los urbícolas hicimos invisibles a los constructores de la ciudad? ¿Cuándo desterramos a los indígenas del imaginario urbano si siempre han estado aquí? ¿Qué alquimia antropológica provoca que pensemos que a los indígenas les corresponde el mundo campirano y que la ciudad no forma parte de su modus vivendi?

Estas son preguntas fundamentales que todos deberíamos tratar de responder. No sólo
porque presume categorías sociales excluyentes que ofenden el sentir de los pueblos
originarios. Son apremiantes también para cualquier integrante de la nación tanto existencial como políticamente, pues si profesamos formar parte de una nación basada en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, no deberíamos prejuzgar el origen étnico o cultural para conceder la membrecía urbana.

Si la Constitución afirma que somos una nación única e indivisible ¿cómo es que estos
valores ontológicos que predican que todos nacemos iguales en dignidad y derechos se
aplican de manera desigual? ¿cómo las premisas de pluralidad y respeto a la diversidad
pueden dar lugar a la segregación de los diferentes?

Busquemos la genealogía de las barreras sociales que predican la exclusión de los
diferentes. Busquemos el nacimiento de esas desigualdades, pero no en los que muestran la diferencia o de quienes señalamos su rareza, no en una de las partes, sino en las relaciones que las generaron. Busquemos no tanto en los otros como en nosotros, los que establecemos las oposiciones. ¿Cómo será que en nosotros se engendran valores discriminatorios? Quizás se debe a lo que sostenía Nietzsche: “Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?” (Nietzsche, 2000).
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Gilles De Rais
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Re: Genealogía de la etnofobia urbana

Mensaje por Gilles De Rais » 25 Nov 2011, 20:02

1. La segregación originaria

Comencemos entonces con la genealogía de la segregación urbana, esto es, con el inicio de la transvaloración que permite que los nativos edificadores de ciudades sean expulsados a la periferia de la polis. En efecto, pese a ser constructores de metrópolis, los pueblos originarios pronto perdieron el control de las ciudades. La centralidad del poder colonial enajenó en lo inmediato el núcleo urbano y los despojó de su capacidad de dirigir la sociedad.

La Corona española tan pronto como pudo establecer su autoridad secular y espiritual
definió a la ciudad como el referente de la estratificación étnico-social, de manera que en su epicentro se concentraron los poderes y pobladores peninsulares mientras que en la
periferia los barrios de indios.

La justificación provenía de la evangelización ecuménica y del real patronato, es decir del
derecho concedido a los reyes españoles para la conversión de las almas vía el gobierno de Las Indias. En otras palabras, mediante un apostolado temporal-espiritual que no sólo predicaba la palabra si no que dispuso una policía y buen gobierno para los naturales. Esto significó el establecimiento de una dicotomía estamental en la cual los católicos (peninsulares) portadores de las normas cristianas de urbanidad, sometieron a los paganos (nativos) dominados por la barbarie.

Para materializar esta misión de convertir a los nativos a la única grey y al verdadero rey
desde el epicentro urbano, se aplicó un doble proceso. Centrífugo para remitir a los
gobernantes paganos a los barrios periféricos y centrípeto para reducir a la población
salvaje a las congregaciones religiosas. O sea, sujetar a los pueblos originarios a la
centralidad de la polis hispana mientras aquellos permanecían en la liminalidad geopolítica.
La sociedad colonial conformó así la primera frontera sociocultural en la cual los peninsulares se apropiaron del epicentro urbano y los indios en la marginalidad de la polis.

Se trata después de todo no sólo de una segregación espacial sino principalmente política y territorial. La centralidad implica no sólo una ocupación simbólica del espacio (la casa real y el templo) sino la potestad para decidir la ocupación de ese territorio, es decir de determinar facultades políticas y usufructo de los recursos y de la población, ya que si bien es cierto que físicamente se podía transitar de una frontera a otra, la capacidad de mando y las jerarquías determinaban la supremacía hispana y la subordinación de la población nativa.

En otras palabras, nació el proceso de minorización de la población nativa, no por ser una minoría cuantitativa sino por que sus derechos fueron disminuidos para ser tratados como menores de edad sujetos a la catequización religiosa y a la dominación socioeconómica.

Siguiendo a Oommen (Oommen, 1997), fueron etnizados, convertidos en una categoría
social inferior no sólo ideológicamente sino mediante el despojo de los poderes políticos,
de las facultades jurisdiccionales y del control territorial.

2. La negación de la diferencia

La Corona impuso una sociedad rígidamente estratificada basada en el origen étnico y los
títulos de sangre al grado de conocerse como una sociedad de castas. Puede decirse que la división fundamental se estableció entre una república de españoles (la clase gobernante) y una república de indios (los vasallos), sin embargo la permeabilidad era posible en cierto grado de manera que con el tiempo se conformaron distintas categorías sociales.

Esta división estratégica permitió por un lado mantener una estructura de explotación
laboral y exacción del tributo pero por el otro también permitió la continuidad instituciones sociopolíticas locales que permitieron la continuidad de la vida comunitaria y cultural de los pueblos nativos. Es decir continuó existiendo una sociedad plural que reconocía la diferencia pero sujeta al régimen colonial. En este sentido la institucionalidad indígena gozaba de legitimidad a través de sus autoridades, ayuntamientos, cacicazgos,
parcialidades, etc. pero bajo un régimen de tutela y de gobierno indirecto subordinado...
Hasta que la instauración de la república independiente vino a transformar de manera
radical esta sociedad estamentaria. Ya desde la época de los borbones y la maduración del movimiento criollo (s. XVIII), las ideas ilustradas y liberales permearon el proyecto de la clase política. El modelo de estado racional y el individualismo empresarial se propusieron eliminar los poderes paralelos basados en el corporativismo (iglesia, ejército, comunidades, gremios) y las economías obsoletas fincadas en la propiedad colectiva.
En un proceso lento pero gradualmente sostenido, se fue despojando a los pueblos
indígenas de la representación de sus ayuntamientos en los cabildos de la ciudades. Con
esta medida se canceló la representatividad de los barrios y parcialidades indígenas en las
ciudades y en cambió se instauró el voto universal y selectivo (sólo aquellos que fueran
ciudadanos de razón). Igualmente se dictaron medidas tendientes a ocupar las tierras
“ociosas” que significaron el despojo masivo del territorio de las comunidades corporadas.

Al consolidarse la República, esta economía política liberal se empató con el movimiento
nacionalista criollo, el cual, conciente de poseer el control político y territorial, necesitaba
ahora de un discurso apropiado para fundamentar su soberanía ante el acecho del invasor externo. Surge así lo que Zúñiga (Zúñiga, 1998) llama el nacionalismo romántico, que no es otra cosa que un modelo de nación ideal a través del cual se buscó a toda costa la unidad de la patria frente al exterior, negando las diferencias culturales al interior. De esta manera el proyecto económico liberal se consolidó mediante un proyecto político nacionalista.

Pero el nacionalismo romántico, lejos de ser una reconciliación entre las diversidades
internas, devino en un mitológico proyecto que fundamentaba su legitimidad en la grandeza mexicana de las culturas prehispánicas comparable a las civilizaciones que antecedieron a la cultura francesa y norteamericana. Dicho de otra manera, el romanticismo nacionalista desconoció su propia composición sociocultural a costa de instaurar una matriz cultural y legal que lo equiparara a las naciones pujantes de ese momento.

En consecuencia, como afirma Kymlicka (Kymlicka, 2001), la construcción del
nacionalismo monoculturalista trajo aparejada la destrucción de las naciones minoritarias.
Luego entonces, al liberalismo intolerante de las instituciones colectivas de los pueblos
indígenas se sumó el nacionalismo intolerante de las identidades diferentes. Ya no se
trataba ahora de congregar pueblos sino de diluir colectividades, ni de estamentar cristianos sino de homogeneizar ciudadanos. El modelo del liberalismo-nacionalista, en apogeo la segunda mitad del siglo XIX, se dedicó por lo tanto a proscribir todo signo de comunalismo, mutualismo, corporativismo y gregarismo cuya apoteosis fue la Ley de Desamortización (1856), pero también se ufanó en crear y definir al ciudadano ideal. Un ciudadano que por supuesto no podría ser aquel que representaba el atavismo, arcaísmo y fanatismo opuesto al progreso occidental.

Vale la pena describir a este ciudadano prototípico por que no sólo es la imagen opuesta del referente indígena. Es un ciudadano que indudablemente surgió del estándar de las ciudades europeas. Se trata de un ciudadano cosmopolita, autónomo, educado, bien vestido. En pocas palabras, un gentleman, un dandy... es decir un extranjero. En efecto, no cualquier individuo podía ser ciudadano en el siglo XIX. Lo requisitos mínimos consistían en ser un hombre con educación, propiedad, salario (no ser dependiente doméstico o rural) y ¡estar bien presentado! o lo que era lo mismo, no traer calzón de manta sino ropa de vestir (con lo cual surgieron las leyes contra la desnudez (Clavero, s/f) y la prohibición de entrar a las ciudades sin pantalones (Gómez, 1991 y Lumholtz, 1986)

En otras palabras, el ciudadano liberal es un hombre de mundo, emprendedor, que
administra bienes, que puede comprar y vestir bien. No es por tanto un ciudadano universal, sino un ciudadano hechizo, moldeado a la europea. De acuerdo con este prototipo, en principio un ciudadano no podía ser una mujer ni un menesteroso. En cambio sí empataba con un hacendado (granjero) con sus títulos de propiedad pero difícilmente un indígena, pues aunque por derecho se le prohibió la propiedad colectiva de hecho la seguía usufructuando de esa forma de manera que no podía ostentar mas que sus títulos colectivos o primordiales. Mucho menos pensar en su educación por que en el campo no la había y en la ciudad de todas maneras se impartía en español. Y de su ropa ni se diga. Su traje de manta blanca, emblema de pureza durante la colonia, ahora denotaba lo anticuado y sucio.

De este modo, con la cancelación de la representación colectiva en la ciudad y con la
suspensión de la ciudadanía que impide participar como elector a los indígenas, se suprime toda posibilidad de influencia metropolitana. Además no solamente se les han negado los espacios de decisión, sino que al carecer de influencia legislativa y gubernamental, el modelo de nación y los contenidos de la ciudadanía, definidos por antonomasia desde la ciudad, quedan en manos de la clase política dominante.
Es así que la expulsión política de los indígenas consuma una segregación jurídica que sólo les permite ejercer la vida colectiva e individual en el seno de sus comunidades rurales.

Pese a ser una mayoría numérica y pese a que en las mismas ciudades persisten como
obreros y servidumbre, el nacionalismo occidentalizante impone su proyecto de ciudadanos imaginarios (Escalante, 1992) ciego a la diferencia de las identidades locales, regionales y nacionales.

A fuerza de perder el control urbano y de ser asociados con la marginalidad del campo se
termina creando el concepto de que los indígenas bajaron del cerro o salen de las cavernas.

Eso no ha obstado para que las ciudades siempre haya estado habitadas por indígenas. Sin embargo su presencia es entendida como algo suplementario y utilitario, no propio ni
constitutivo de la misma, mucho menos con derechos a reclamar su pertenencia política o representativa.

A fines del siglo XIX la segregación indígena al campo era una misión cumplida. Pese a
que seguían siendo parte del paisaje urbano como lo cuentan todas las novelas y todas las crónicas de la época, su presencia es meramente decorativa y pintoresca. Su verdadero espacio de reproducción festiva y productiva era el campo. Era su habitat natural, tanto que Manuel Payno en su novela Los bandidos de Río Frío los inmortaliza con esta frase museográfica: “Los ranchos y los indios todos se parecen”.

La confinación del indio al campo era tan fuerte ya en ese momento que Justo Sierra
prefería llamar a la población originaria como “terrígenas” y bastaba ver el diccionario para
saber que estaban proscritos del mundo formal. La entrada para indios estaba vacía. El texto aclaraba simplemente: “Véase; terrenos, bienes comunales y cofradías”. Ahora veremos por qué.
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Gilles De Rais
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Re: Genealogía de la etnofobia urbana

Mensaje por Gilles De Rais » 25 Nov 2011, 20:10

3. Reservaciones o núcleos agrarios

Al arrancar el siglo XX la mutación de la comunidad indígena en un núcleo rural y sin
ninguna facultad política se había materializado. Al haberse sofocado su representatividad pública, el único bastión de sobrevivencia se redujo a la comunidad de hecho. Ahí se mantuvieron redes de cooperación, formas de gobierno minorizados y un sentido de pertenencia a formas de vida diferenciadas al resto de la nación.

Con la Revolución de 1910 se balanceó un poco la distancia económica entre el campo y la ciudad mediante el reconocimiento de los núcleos agrarios, pero con ello no se reinstauró la comunalidad indígena. En efecto, el reconocimiento legal de la propiedad colectiva no fue tanto un logro de la etnicidad como de la expansión mundial del socialismo, cooperativismo y colectivismo En consecuencia la ley de 1915 y la Constitución de 1917 dotaron de personalidad jurídica a los núcleos de población agraria pero sólo como unidades productivas no como actores políticos. Se restituyó la tierra como un acto de justicia redistributiva (económica) mas no para descentralizar poderes o jurisdicciones. Las comunidades y ejidos agrarios se convirtieron en eso, entes dedicados al agro, no a la polis, pues quedaron canceladas sus facultades políticas..
El reconocimiento de la comunidad agraria si bien es cierto que dotó de mayor seguridad
jurídica sobre las tierras que poseían los indígenas y por lo tanto de mantener un espacio legítimo de reproducción, al mismo tiempo representa la paradójica y definitiva
expropiación de sus derechos políticos. Por que si bien es cierto que incursionaron a la vida pública, en primer lugar lo hacen únicamente en la esfera del ámbito rural, no en el urbano y en segundo lugar, resucitan como sujetos productivos sin facultades para actuar como pueblos dotados de autonomía.

En estas circunstancias se cierra el círculo. Confirmada la certeza social y legal de que lo
indígena pertenece al campo, cuando traspasa la frontera urbana se trasmuta en ese
migrante extranjero sin derechos. En un extraño, que como veremos enseguida, no se
reduce a un mero signo de extranjería o a un concepto analítico (outsider, alien, etc.). Se convierte en un seudociudadano vaciado de facultades y capacidades ciudadanas. Lenguaje incomprensible, aspecto inaceptable, acciones colectivas desconcertantes, negación de representatividad, falta de documentos. En síntesis, con señales que interpelan los presupuestos sociológicos, los valores cívicos y el marco legal de la ciudad moderna. No son los advenedizos que pronto se adaptan. Son las marías, los oaxacos, los huarachudos y todos esos imaginarios etnofóbicos que la ciudadanía liberal sedimentó como lozas en siglos de relaciones interétnicas.

Por esta razón cuando un indígena traspasa el límite urbano sin mimetizarse con el
ciudadano estándar, se liberan todos los estereotipos, prejuicios y estigmas del
nacionalismo romántico que supone la existencia de una ciudadanía uniforme y nos parece lo más obvio que deban hablar el español, que se vistan a nuestro modo y que no anden de montoneros. En fin, descalificando los modos de actuar de los pueblos originarios y poniendo en entredicho sus derechos más elementales.

¿De verdad esto ocurre en la ciudad? ¿No será que los propios indígenas se automarginan o se folclorizan para beneficiarse de dicha condición? ¿No será una autovictimación interesada para ser objeto de asistencialismo? ¿No será que confundimos la cultura de la pobreza con la negación de la cultura? ¿No pueden realmente los pueblos indígenas reproducir su cultura?

Nos acercaremos con más detenimiento a esas formas de rechazo urbano a la diferencia
cultural para dar cuenta del alcance y repercusión que ocasionan. Un rechazo no casuístico ni aislado, sino sistemático y hasta institucionalizado.

4. Fenomenología de la etnofobia urbana

Comencemos diciendo que en la etnofobia hay un sentimiento de repulsión a la presencia
étnica. Un rechazo que puede incitar a la intolerancia y al odio. Estos sentimientos pueden incluso hacerse más explícitos en la medida que dicha presencia se incrementa o se hace más cercana, como en la actualidad, que los flujos migratorios son más intensos y que las reivindicaciones étnicas son más constantes.

Pero como hemos visto, dichos sentimientos no son registros que ocurran únicamente entre las personas. Están cimentadas en los principios legales y en los valores sociales. ¿Cómo vamos a controlarlos o cómo vamos a evitarlos si tienen un reconocimiento formal y moral?

También decíamos, con Nietzsche al principio, que el primer paso para evitarlos consistía
en conocerlos. Y en este caso es muy importante darnos cuenta no sólo de la fobia
sicológica, sino la fobia legal y sociológica que se manifiesta frente a las diferentes formas
de negación.

La lógica de dichas forma de rechazo puede manifestarse con muchas caras, pero creo que todas ellas se resumen en las dos formas elementales que corresponden a las exclusiones básicas descritas con anterioridad: 1. la negación de la representatividad política vía el desconocimiento de los derechos colectivos y 2. la suspensión de la ciudadanía diferenciada vía la cancelación de los derechos individuales. En ambos casos, cuando tratan de ejercerse son negados o bien se minimiza su reconocimiento, es decir se constituyen en actos discriminatorios ya que se anula o menoscaba un derecho.
En el caso de los derechos colectivos, a la fecha no existe ninguna disposición que permita la representación de las autoridades indígenas. Se dirá que eso se debe a que no existen comunidades indígenas urbanas y que en consecuencia no tendría porque validarse una potestad de ese tipo. Por supuesto que las comunidades indígenas históricas (sus ayuntamientos, barrios, parcialidades) fueron desconocidas y luego fallecidas. Esta es justamente la dimensión del problema. Ante la inexistencia de la comunidad clásica o de núcleos agrarios ¿Qué tipo de comunalidad puede ostentar representatividad en la ciudad?

Este no sería el espacio para dar cuenta de las múltiples formas de recomposición colectiva que ocurren en la ciudad. Recomposiciones muy singulares pero efectivas a manera de redes, asociaciones y enclaves translocales que reproducen formas propias de organización adaptadas a la ciudad. Lo cierto es que cuando estas unidades sociales buscan espacios de reconocimiento, de gestión o de reclamación de derechos, son tratados como si fueran sólo demanda social o como sujetos civiles que exigen derechos o reclaman servicios de manera ordinaria. Nunca como sujetos colectiva y culturalmente organizados de acuerdo a ese principio constitucional de aquellos que descienden de la poblaciones originarias y que mantienen sus propias instituciones sociales... (Art. 2 de la Constitución).

En pocas palabras no existen los canales estatales para reconocer a las instituciones
indígenas. Es la agencia estatal contra un actor cívico, si acaso asociado pero no
representado como sujeto político. Resultado, te puedo atender en colectivo siempre y
cuando estés constituido en una figura asociativa aceptada por los códigos legales. La
historia se recicla nuevamente, así como a la comunidad indígena rural terminó siendo
reducida a una comunidad agraria productiva, la comunidad urbana resulta segregada a la modalidad de comunidad civil organizada, es decir, una asociación voluntaria, no una
comunidad sociocultural, una persona moral pero no una institución sociopolítica.
La sociedad civil, la cooperativa o la figura asociativa que más les guste podrá recibir
servicios y financiamiento. Podrá actuar en el ámbito de la cultura y de la economía, pero
(ya parece letanía) de ninguna manera en el ámbito político o jurisdiccional. No existe un
antecedente en el cual las instituciones capitalinas afirmen pactar con las autoridades
representativas de los indígenas del D.F. Se negocia con los líderes de comerciantes o con los presidentes de las organizaciones, no con instancias representativas de pueblos.
¿Y cómo se va a pactar con autoridades sino tienen su personalidad jurídica reconocida?

De nuevo el círculo vicioso. Si no reconozco su existencia en la urbe más difícil reconocer su personalidad. Las autoridades vecinales, de predios y de organizaciones que ahora existen no pueden reducirse a meros líderes gestores, pues son antes que nada producto de decisiones colectivas que anteceden a la propia conformación legal como organizaciones civiles

En estas circunstancias, los representantes de las comunidades urbanas no tienen ningún problema para negociar y actuar frente a las autoridades y funcionarios públicos de la sociedad nacional, pero lo inverso no sucede. Los representantes indígenas son tratados como una especie de gestores indigenistas, es decir estableciéndose una distinción jerárquica. Ay de aquellos que pretendan propasarse y querer usurpar funciones. Dos ejemplos nada más de cómo se descalifica la representatividad indígena cuando pretende hacer valer su razón social colectiva.

Ante el MP una organización intentó intervenir para defender los derechos de unos de sus miembros. El MP cuestionó la intención de interceder de los representantes pues el
compañero indiciado ya contaba con defensor público. El representante explicó que como
integrante del grupo querían ayudarlo en el problema jurídico que enfrentaba. El MP los
incriminó de inmediato diciendo: “Ah ¿son de una organización y andan juntos? Entonces
los voy acusar a todos de delincuencia organizada”.

Otro caso más evidente de desconocimiento de representantes indígenas fue el que al
interior de un predio se resolvió castigar a uno de sus integrantes por robo y reiteración en el pago de cuotas. Como los familiares del castigado denunciaron a la autoridad estos hechos, la representante del predio indígena fue procesada y sentenciada. En ningún momento del juicio se consideraron sus méritos como autoridad y el hecho de que actuó en nombre de los habitantes del predio. Al contrario, se consideró un acto de “justicia por propia mano”. Pero como un acto de magnanimidad, el juez decidió absolver a la acusada bajo el supuesto de que actuó por error invencible ya que ignoraba la ley y actuaba pensando que hacía lo correcto. Irónico ¿no fue la propia justicia la que ignoró que se estaba manifestando un sistema normativo propio de los pueblos indígenas?

Lejos de un diálogo con el otro, lo que la legislación positiva y la ciudadanía liberal han
desencadenado es arrinconar en la ilegitimidad jurídica a las instituciones indígenas al
grado de terminar criminalizando sus formas de ser y hacer. El factor colectivo y
organizado de las comunidades urbanas es rechazado por doquier y no sólo en las instancias judiciales. El hecho de que en las vecindades y predios vivan varias familias es un factor de constante malestar de los vecinos. Se considera que son focos de delincuencia, de drogadicción, de alteración del orden público y de insalubridad. Este comportamiento gregario de algunas comunidades que cuentan con escaso recursos les
ha costado el mote de bandas y el empecinamiento de los vecinos para que abandonen los espacios donde reterritorializan su cultura. Las constantes quejas y cartas de vecinos donde existen estas comunidades se refleja en la reciente Encuesta Nacional sobre Discriminación realizada por Sedesol y Conapred (2005). El 40% de los mexicanos manifestó que está dispuesto a organizarse para impedir que indígenas vivan cerca de su casa.

De hecho durante la marcha zapatista del 2001 fueron constantes las opiniones que
quedaron registrados en los medios de comunicación con respecto a lo inaceptable y
atentatorio que resultaba que los indígenas vinieran a exigir sus derechos a la ciudad. ¿Por qué unos indios de Chiapas tenían que venir a perturbar el orden de la capital si el conflicto era local? Nuevamente entonces ¿a dónde pertenecen los pueblos indígenas? ¿no son parte de la comunidad nacional?

Pero aun para aquellos que sí viven en la ciudad pervive el supuesto de que los indios no
tienen porque venir a exigir sus derechos aquí. La recomendación favorita de los
funcionarios que no logran resolver las exigencias de los indígenas es: “¿Por qué mejor no se regresan a sus pueblos. Allá estarían mejor”. Al menos las cosas ahora han cambiado un poco ya que en la época del presidente Echeverría para apaciguar a los grupos de indígenas inconformes se les mandaban camiones de granaderos que se estacionaban frente de sus vecindarios intimidándolos para que en caso de no pacificarse se les regresara a sus pueblos.

Y obviamente si como agrupaciones y colectividades se niega o restringe la pertenencia a la ciudad, como individuos las cosas no son muy distintas. Los hombres y mujeres que portan diferencias culturales también enfrentan dificultades para ejercer los derechos mínimos de ciudadanía e incluso en ocasiones para hacer valer la libertad de tránsito. Ya dimos cuanta de cómo las características de la ciudadanía liberal suspendieron o cancelaron la membrecía de los indígenas en la ciudad definiéndolos como menores e incapaces. Ahora toca, de manera general, dar cuenta del fenómeno concreto. Si el territorio nacional ya no quedó bajo potestad de los pueblos y las leyes desconocieron las diferencias institucionales y sociales al grado de prohibir formas de hablar y vestir, entonces no debe extrañar que las prescripciones legales-formales se trasladen al campo de las exclusiones reales-sustantivas, es decir, del deber ser normativo se materializan al ser y hacer de las prácticas cotidianas.

En efecto, los aspectos al parecer más insignificantes (el aspecto físico y la vestimenta) que son los remanentes más obvios luego de la supresión de las instituciones y facultades de los pueblos, quedan como los elementos que al mismo tiempo reafirman la etnicidad pero por el otro lado son objeto del rechazo y estigmatización, de manera que no sólo se da una descalificación verbal (huarachudo, calzonudo, nahualuda, trenzuda…) sino que en los hechos detona negativamente la posibilidad de acceder a lugares específicos y aprovechar los ámbitos de reproducción urbana. El caso más notorio ha sido el de los vendedores ambulantes que intentan ganar el sustento utilizando la vía pública. El comercio establecido y las autoridades han perseguido incansablemente esta actividad por ser informal, pero en el caso de los indígenas se justifica aún más pues “afean o dan mal aspecto al visitante”. Sus peinados, su olor o sus baberos (término denigratorio para el delantal de las mazahuas y otomíes) son objeto de burla y de agresión hasta el punto que cuando eran detenidas por las autoridades les cercenaban sus trenzas, reminiscencia ominosa del escalpe y corte de cabelleras inventada por los colonizadores.

Pero aún hoy resulta tortuoso poder acceder a lugares significativos cuando se manifiesta la alteridad cultural. Se puede ser no sólo sospechoso sino también faltar a la moral pública, como en aquel caso que un vigilante impidió la entrada a un centro comercial a un tarahumara por pensar que su taparrabo era un pañal. Con el tiempo, lejos de dignificarse la imagen del otro se degrada e infantiliza pues resulta que ahora ya no sólo visten de calzón sino de baberos y pañales. Con ello no sólo se ridiculiza la diferencia sino que dejan de hacerse efectivas las garantías de circulación que la Constitución concede a toda persona (nacional o extranjera) por el simple hecho de pisar territorio mexicano. ¿No se supone que la república tiene un solo territorio y que la nación tiene una composición pluricultural? ¿O el país es monocultural y predispone ciertas reservaciones para los que se ostentan diferentes? La expropiación inicial de los territorios de los pueblos originarios y la apropiación actual de las ciudades que gradualmente desencadenan las corrientes migratorias, son dos procesos contradictorios que reflejan las disputas contemporáneas de los territorios, entendidos estos como espacios culturalmente construidos y significados. En este sentido, posibilitar la existencia de los pueblos en los límites urbanos contemplaría reformular las nociones jerarquizadas y racializadas de pertenecer a la ciudad. La sociedad mexicana no es
una sociedad guetizada ni guiada por principios de apartheid pues permite la movilidad
social y cultural, pero condiciona esta permeabilidad a la desvalorización y cancelación de
las diferencias culturales.

Esta es la particularidad que antaño se ha manifestado en la adaptación a la urbe. Es así que como individuos los indígenas sí pueden tener adaptación exitosa… siempre y cuando se hayan aculturado, mimetizando o camuflajeado con la cultura dominante. Pero otro tanto, inmerso en condiciones de etnización subrayada, es decir sin haber tenido opciones de educación formal, dedicado a labores meramente campesinas, de bajos ingresos, etc. Entran en el mercado laboral más deprimido, como obreros o empleados domésticos sin especialización o también en comercio informal y los empleos de calle. Intentar ubicarse en otro peldaño es objetivo prácticamente vedado ya que toda ocupación más alta requiere de documentos oficiales como actas de nacimiento, certificado de educación, cartilla, comprobantes de ingresos, domicilio y como dicen ellos, hasta cartilla antirrábica.

En fin, que la ciudadanía de papel termina por segregarlos socioeconómicamente y
convirtiéndolos en indocumentados dentro de su país originario. Y esta segregación,
insistimos, no deviene únicamente en una carencia económica o en un rol social
minorizado, que ya de por si es grave pues estamenta la sociedad según el origen étnico. El problema no se reduce a una cuestión de pobreza o de rezago, como vulgarmente lo definen los políticos. El problema es que esta condición se convierte en un valor negativo que además de inferiorizar, estigmatiza la identidad del diferente. En efecto, el trabajo en la calle de cuidadores y labadores de carros, los oficios que se encuentran en los límites de la ley como el comercio ambulante y la propia mendicidad son vistos como nocivos e incluso permisivos de la ley. Si el marido está al lado de su esposa esperando a que termine su venta se entiende que es un padroteo, si los niños venden chicles y dulces luego entonces se trata de explotación infantil, si ocurre un robo es probable que se deba a estos desempleados de la calle, etc. En resumen, se criminaliza y sanciona la vida marginal en la que difícilmente han accedido como seudociudadanos. O tal vez sería más correcto decir que al cruzar la frontera urbana, los indígenas se convierten en despojos culturales, como lo afirmara Renato Rosaldo respecto a los latinoamericanos en Estados Undios,
"Dondequiera que haya un hombre que ejercite la autoridad, hay un hombre que se opone a ella".Oscar Wilde El alma del hombre bajo el socialismo

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Gilles De Rais
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Re: Genealogía de la etnofobia urbana

Mensaje por Gilles De Rais » 25 Nov 2011, 20:16

5. La ciudad perdida

Creo que ha quedado suficientemente demostrado que la construcción de la ciudadanía
liberal monocultural convirtió en extranjeros a los habitantes originarios mientras que la
fundación de la nación implicó la anulación de las nacionalidades minoritarias y el
desconocimiento de sus instituciones políticas y culturales. El movimiento indígena del
continente y las nuevas condiciones globales que permiten la reconstitución de los pueblos apelan a la refundación de los estados plurinacionales y la creación de ciudadanías incluyentes. Estas reinvindicaciones se dirigen a lograr un reconocimiento y participación de los pueblos. Reconocimiento de la dignidad y de la identidad propia y participación en la construcción de nuevos pactos políticos (no solamente en consultas, ejercicio del presupuesto u ocupación de cargos públicos).

Lamentablemente, esta invocación al diálogo y la generación de consensos interculturales
frecuentemente es recodificada por el dicurso hegemónico y lo traduce como un nuevo
intento de fragmentación y división del país. Digo nuevo intento porque se recurre al viejo temor de los liberales decimonónicos de que fuerzas extranjeras vengan a romper con la unidad nacional, asumiendo como si este concepto estuviera plenamente logrado. Mas bien de nuevo la ironía: los habitantes originarios, constructores velados de la nación, son ahora acusados de querer vulnerar la soberanía. Según esta tesis que raya en la ridiculez, el peligro ya no está afuera ahora está dentro. Como bien percibió esta paradoja Teun van Dijk, los papeles se invierten en cuestión de enemigos: “En Europa, el racismo suele dirigirse contra los extranjeros que son distintos, mientras que en Latinoamérica son los propios inmigrantes europeos quienes discriminan a los pueblos indígenas y asimismo a los extranjeros distintos de origen africano”.

Bien valdría la pena entrar al análisis de la etnofobia discursiva pero hasta aquí sólo intenté explicar un poco cuál es el origen de las palabras de Magdalena y Bulmaro al intentar deconstruir el concepto de migrantes. Al asumir que tienen el derecho a radicar en las ciudades y que también son dueños del país, transvaloran y reinterpretan los viejos conceptos de nación y territorio desmitificando la supuesta democracia racial y la
hegemonía mestizocrática. Hacen ver que las ciudades discriminan a los diferentes y que el territorio debe ser compartido por todos los ciudadanos.

En última instancia, los indígenas en las ciudades no sólo están reiterando de manera más obvia el carácter pluricultural de la nación, sino que están mostrando, en el epicentro de la
construcción de la ciudadanía, la necesidad de cambiar los modelos y pactos de
convivencia. Los indígenas ya no son tan sólo las comunidades agrarias de antaño. Son las
comunidades translocales y transnacionales con una propuesta política que insiste en
reestablecer los derechos negados que le corresponden a todo pueblo. No son los indígenas refugiados o aislados solicitando auxilio, son los indígenas que viven al lado de nuestra casa y que tienen el mismo derecho a definir sus nociones de vida buena tanto individual como colectivamente.

La gran novedad es que estas reivindicaciones no se enclaustran en los territorios
tradicionales. Al reterritorializarse en las ciudades se trastocan las nociones de comunidad rural (¿no sería otra ficción estratificante?) y resurge no sólo el urbícola soterrado, sino el indígena nacional proponiendo que no existen lugares para limitarse puesto que el territorio de la república es todo pluricultural. Entramos con ello a un gran dilema que es el reto de las posteriores exploraciones. ¿Cómo crear nociones geopolíticas que permitan al mismo tiempo el goce de derechos colectivos e individuales? ¿Es posible trasladar los derechos que las comunidades rurales ejercen en el ámbito rural al urbano? ¿Son el espacios tradicionales dónde pueden ejercer los derechos colectivos y en las ciudades sólo derechos individuales? ¿No es todo el territorio nacional uno sólo y por lo tanto deberían existir condiciones para que los derechos indígenas se manifiesten por igual universalmente?

¿Deben acomodarse los indígenas a la ciudad o es la ciudad que debe adaptarse a la
diferencia?

Seguramente no se trata de un sí o no, sino de imaginar las condiciones que permitan hacer valer ese ideal, al parecer ya aceptado, de la pluralidad cultural. Pero lo que hace falta y cuánta falta hace, es bajar el ideal a formas procedimentales de negociar, pactar y normar.

Hoy por hoy, la etnofobia urbana es una mancha de smog, o mejor dicho, una inversión
térmica que se respira e infecta nuestros pulmones imposibilitando pensar humanamente.

Mucho hay que trabajar para disminuir el prejuicio hacia la diversidad cultural y sembrar
árboles que permitan oxigenar la contaminada atmósfera.

Bibliografía

Escalante, Fernando, 1992, Ciudadanos imaginarios, México, El Colegio de México.
Gómez, Xavier, 1991, Bobedades, Durango, Gobierno del Estado de Durango.

Kymlicka, Hill y Christine Straehle, 2001, Cosmopolitismo, Estado-nación y nacionalismo
de las minorías, México, Universidad Nacional Autónoma de México.

Lumholtz, Carl, 1986, El México desconocido II, México, Instituto Nacional Indigenista.

Nietzsche, Friedrich, 2000, Genealogía de la moral, España, Alianza Editorial.

Oommen, T.K. 1997, Citizenship and Nacional Identity. From Colonialism to globalism,
Londres.

Peña, Guillermo de la, 1993, “La antropología mexicana y los estudios urbanos” en
Antropología Breve de México, México, Universidad Autónoma de México.

Rosaldo, Renato, 1989, Cultura y verdad. Nueva propuesta de análisis social, México,
Grijalbo-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

Teun van Dijk, 2003, Dominación étnica y racismo discursivo en España y América
Latina, Barcelona, Gedisa Editorial.

Zúñiga, Víctor, 1998, “Nations and Borders: Romantic Nationalism and the Project of
Modernity” en David Spener y K. Staudt (ed), The US-Mexico Border, London.

Clavero, Bartolomé, s/f, “Teorema de O´reilly. Incógnita constituyente de América” en
Estudios básicos de derechos humanos V, Costa Rica, Instituto Interamericano de Derechos Humanos.
"Dondequiera que haya un hombre que ejercite la autoridad, hay un hombre que se opone a ella".Oscar Wilde El alma del hombre bajo el socialismo

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