Crítica al libro de José Ardillo: Ensayos sobre la libertad en un planeta frágil

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Cualquiera
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Crítica al libro de José Ardillo: Ensayos sobre la libertad en un planeta frágil

Mensaje por Cualquiera » 08 Ene 2019, 17:30

Hola, subo la crítica de un libro aparecida en la revista Germinal. Revista de Estudios Libertarios 14, julio-diciembre 2018, p. 124-129, en el que se plantea la paradoja de cambiar el mundo o conservar el planeta ¿qué os parece?


José Ardillo: Ensayos sobre la libertad en un planeta frágil (El Salmón, Madrid, 2014) 383 páginas

Este libro puede leerse como una invitación al movimiento libertario para renegar del progreso tecnológico y adoptar el activismo anti-desarrollista como auténtica oposición política al Sistema. Si bien el autor reconoce que el cambio social ha de contar con la denuncia libertaria del “sistema jerárquico y autoritario del capitalismo”, ya desde el título expresa bien su intención por condicionar también el proyecto libertario a un límite ecológico “material”, desplazando la tradicional crítica anarquista al poder político y económico, hacia un sistema tecnocrático que ejerce su labor destructiva bajo una máscara desideologizada.

En realidad se trata de una recopilación de diferentes artículos difundidos en los últimos años en varias revistas cercanas al movimiento libertario, en los que el autor va abordando diversas perspectivas de la relación entre ecología y anarquismo. Empezando por el corto idilio libertario en los orígenes del movimiento ecologista en la España de finales de los setenta, que se expresaba a través de revistas como Ajoblanco (y que el joven autor rastrea a partir de la bibliografía); recuperando algunos autores que considera precedentes o afines al anarquismo y se muestran sensibles con la naturaleza como Thoreau, Reclus, William Morris… o introduciéndonos en el debate suscitado en la ecología norteamericana de los ochenta entre la “ecología social” del libertario Murray Bookchin y la “ecología profunda” de grupos como Earth First!

Dedica toda la segunda parte del libro a esbozar las aportaciones de Lewis Mumford, Jacques Ellul, Ivan Illich, Kropotkin, Gustav Landauer, Elisée Reclus y Aldous Huxley.

Pese al probable mérito divulgativo, los diversos autores tratados parecen sometidos a cierta valoración recurrente del autor en torno a varias exigencias: la condena sin reservas del desarrollo tecnológico, la desconfianza en la ciencia, el desengaño del “progresismo” y, sobre todo, el postulado inicial de que la naturaleza impone un límite material al que la libertad humana debería adaptarse.

El núcleo de su argumentación parte de la teoría de Malthus de que el crecimiento de la población ha de adaptarse a una cantidad limitada de recursos. Aunque Ardillo acepta la objeción de Godwin sobe el carácter “ideológico” (léase “reaccionario”) de la teoría de Malthus, que llegaba a justificar la miseria como método de control demográfico (de manera similar a como luego harán algunos autores de la “ecología profunda”), desoye sin embargo sus otras objeciones sobre la escasa base empírica de la teoría de Malthus. Y sustituyendo “aumento de población” por “desarrollo económico”, la presenta como demostración “lógica” de un límite material y ecológico a la acción humana.

Sin embargo, a pesar del aspecto intuitivo y apariencia lógica de una limitación de recursos a la que habitualmente estamos acostumbrados, la imposibilidad empírica de cualquier idea “infinita” (sea el aumento de la población, el crecimiento económico, el progreso técnico…), junto a la dificultad de reconocer un límite a lo “natural” (que aquí serían los recursos materiales, el entorno natural, el globo terráqueo…) desmonta en nuestra opinión las pretensiones demostrativas de un argumento “maltusiano” puramente “teórico”. Ni hay infinito que prevenir, ni límite preciso que respetar. Sino una abundancia de factores indeterminados que habría que ir considerando en una naturaleza dinámica.

La idea de Reclus de que “el hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma”, aunque quizá leída a menudo desde un exceso de antropocentrismo, acaso puede leerse también como un reflejo de la falta de límites en que la naturaleza esta inmersa. Esta indiferenciación entre lo humano y la naturaleza no tiene que significar ningún permiso para la destrucción ecológica, sino quizá una natural ampliación de la propuesta “política” libertaria, que buscaba armonizar las relaciones entre los hombres, al nuevo discurso ecológico. Y de manera semejante a como esa búsqueda se transformaba en una lucha contra las pretensiones de dominación, esta ampliación “ecológica” se exprese ahora como una lucha contra a los intentos de destrucción del medio ambiente.

La explicación “maltusiana” minimiza además el hecho de que las situaciones de escasez suelen producirse precisamente por una apropiación de recursos que no tiene nada de “natural”.

La limitación de recursos materiales (y hablar de “recursos” revela ya antropocentrismo) quizá pueda simplemente implicar un desplazamiento del “desarrollo” capitalista; que actúa con el entorno natural de manera similar a como lo sigue haciendo con la apropiación del trabajo asalariado, depredando los recursos naturales y haciendo recaer luego sus consecuencias catastróficas en los demás, según un típico mecanismo capitalista que permite que los beneficios crezcan ”ilimitadamente”. (Por eso la bonita teoría ecológica de que el capitalismo va necesariamente a colapsar parece tan imaginaria como aquella que decía que desembocaría por necesidad histórica en el socialismo).

Ardillo tiende a despreciar conjuntamente “progreso” con “crecimiento económico” o “desarrollo tecnológico”, como si al hablar de “progreso” todos habláramos de lo mismo, y a atribuir la devastación ecológica a los humanos “como especie”. Esta generalización, junto a la consideración desideologizada de la tecnocracia, que niega relevancia a la política, explican su beligerancia antiprogresista. Pero, aunque el “progresismo” siempre ha confiado en la ilustración como método de emancipación, eso no significa que no haya sido crítico con la ciencia o con los modelos de “desarrollo”. Y aunque no siempre los proyectos utopistas se han ajustado a las demandas ecológicas de hoy, resulta un poco cargante que se atribuya a la “izquierda” en general un modelo de “desarrollo” contra el que no ha parado de luchar. Y aunque hoy está de moda acusar a la izquierda de condescendencia con la propaganda del “Estado del bienestar”, cuando no directamente de colaboracionismo consumista, habría quizá que preguntarse cuándo el pueblo sometido ha tenido capacidad política para elegir un modelo económico, social, político o ecológico.

Podríamos pensar que si el anarquismo interesa hoy en la lucha ecológica, no es sólo por su experiencia en la confrontación; ni siquiera por su aprecio por las pequeñas comunidades autogestionadas, o citando a Orwell porque “el anarquismo implica un nivel de vida bajo”; sino precisamente porque centra su crítica en las decisiones políticas autoritarias y abusivas, que son las responsables del modelo industrial y tecnológico. Y además, porque promueve un modo de relaciones políticas horizontal y antidogmático, que resulta natural ampliar al entorno físico o a las demandas de nuevas sensibilidades. Ardillo acusa a Bookchin de defender un “anarquismo de la abundancia”, que sería algo así como afirmar que el progreso tecnológico conseguirá por fin las demandas utópicas del anarquismo; pero aunque el anarquismo ha mostrado a menudo confianza en el futuro, nunca ha dejado para el futuro la urgencia de sus demandas.

A Ardillo quienes, como es el caso de muchos de sus reseñados, critican la sustitución de la política por la técnica le siguen pareciendo sospechosos de pecar de “optimismo tecnológico”. De sus ensayos sobre Jacques Ellul recoge el diagnóstico de que la Técnica se ha convertido en un fin en sí misma entorno a la noción de eficacia, y en un agente de transformación por encima de su carácter ideológico. Como si bastara con demostrar nuestra ineficacia para combatir al Sistema tecnocrático; o diéramos por supuesto que las líneas de investigación y desarrollo tecnológico se deciden por simples necesidades de la humanidad o del planeta.

En esta línea se incluirían también las críticas de Ivan Illich cuando muestra cómo los sistemas “civilizatorios” de la educación pública obligatoria, los servicios de salud, las redes de trasporte, etc. destruyen la autonomía de los individuos y pervierten la noción misma de nuestras necesidades. Pero, aunque estas cosas puedan llegar a parecernos monstruosas, el problema sigue siendo que las percibimos como imposiciones (tampoco parece ilegítimo desconfiar de autores cuyo rechazo a las imposiciones del Estado o de la ciencia parecen quizá añorar las de la religión).

La Técnica habría desarrollado una tupida red que traspasa todas las actividades humanas convirtiéndose en un verdadero Sistema totalitario, que constituiría una auténtica “segunda naturaleza”. Pero hablar del “imperio de la Técnica” es como afirmar que la desmesura de los medios se impone sobre los fines. Es decir, que la inercia tecnológica es la que arrastra nuestras decisiones. Quizá el escepticismo social generalizado hacia la posibilidad de una gestión política de la crisis ecológica podría explicar el pesimismo “distópico” que nos envuelve (y del que parecen participar también las novelas de Ardillo). También podemos comprender que se acuse a la ciencia en general de complicidad con un modelo tecnológico de destrucción ecológica; y aceptar con Feyerabend que los métodos científicos no han sido siempre lo precisos que decían ser.

Pero en vez de demandar “responsabilidad” en nombre de una nueva “moral” difusa, preferimos creer que un modelo libertario puede ofrecer prácticas políticas y ecológicas, que no tienen porqué ser marginales, que eviten este fatalismo. Evitando así nuevos modelos “idealistas”, como a los que a menudo recurre el discurso ecológico, como la mirada “objetiva” del observador científico, la idealización de las sociedades primitivas o preindustriales, o la bella metáfora mística del “pensamiento de la montaña”. Así nos evitaríamos además plantear la preservación de la naturaleza como una represión de la libertad del hombre, como parece sugerir el título del libro.

A pesar de los posibles desencuentros “teóricos” entre quienes quieren cambiar el mundo y los que priorizan la preservación del planeta, ante la evidencia y magnitud del desastre ecológico a nivel local y global, ambas tareas confluyen en la lucha diaria contra los abusos tecnocráticos.

FVI

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