Feminismo revolucionario

Contra el sexismo y el patriarcado. Luchas por las libertades sexuales. Despatologización de la diferencia.
belatz
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Feminismo revolucionario

Mensaje por belatz » 12 Nov 2016, 17:33

Postfeminismo y apología del estado en tiempos de confederalismo democrático
Desde que ETA abandonara la actividad armada, un discurso pugna por ocupar el lugar simbólico de la lucha armada -o como ellas afirman, capitalizarlo-; el postfeminismo*1 (por denominarlo, de algún modo, ya que surge en este país después del conflicto armado, como si ningún otro feminismo hubiera existido antes).

Conviene señalar que el postfeminismo es solo una corriente del feminismo en Euskal Herria, pese a que su presencia en los medios sea en ocasiones muy alta. De hecho, si alguna virtud tiene este pequeño país es que los ideólogos rara vez poseen tanta influencia como quisieran, y si bien algunas de sus ocurrencias se reflejan en el movimiento en la práctica, la realidad no suele coincidir con sus planteamientos, pues las feministas en EH han dado muestras reiteradas de una brillantez práctica mucho más lúcida que muchas de sus supuestas teóricas.

Sin embargo, es innegable que en los medios euskaldunes este postfeminismo posee un espacio prominente para propagar sus ideas con insistencia, sin que otras versiones posean tanto reflejo.

La emergencia del feminismo

El caballo que intenta cabalgar este postfeminismo comenzó a trotar con más fuerza y furia después de que el conflicto nacional en su vertiente armada concluyese y, sobre todo, por los desafíos que el gobierno del PP planteó a las mujeres (la Ley del Aborto, principalmente).

Esta irrupción del feminismo ha sido refrescante, sobre todo en las nuevas generaciones, dado el vacío y la desorientación -cuando no disensión, abandono y decepción- que ha supuesto la abrupta liquidación de la lucha armada en las generaciones anteriores. En ese sentido, el feminismo ha sido una bandera de enganche para que muchas mujeres se incorporen al movimiento popular con su propio eje, esto es, valorizadas como tal y no como miembros de algún otro movimiento.

Además, algunas de ellas han sabido echar la mirada atrás y señalar las represiones añadidas con las que han cargado las mujeres en el anterior ciclo de lucha armada. Por ejemplo poniendo el acento en la opresión sexual y afectiva de las personas presas y cercanas.

Entre la crítica y el revisionismo

Sin embargo, de la mano del postfeminismo han surgido discursos que poco tienen que ver, estrictamente, con la problemática de género y que se han deslizado hacia el revisionismo puro y duro o directamente a planteamientos muy conservadores. Esta es una de las cuestiones que el artículo desea apuntar.

Así, en el postfeminismo se han puesto en circulación una serie de mensajes que hacen palidecer a algunos de la caverna española. El más aberrante de ellos (quizá por la acogida acrítica que recibe en algunos medios) es que el conflicto entre ETA, parte de la sociedad vasca y el Estado fue y es un conflicto eminentemente masculino. Esto es, de hombres.

Esta idea tan maniquea y reduccionista simplifica una serie de factores históricos, sociales y políticos (el franquismo, la transacción, los turbulentos años 80 y sus transformaciones sociales y políticas, la consolidación del Estatuto de Autonomía, Lizarra Garazi, la radicalidad del movimiento popular…) hasta tal punto que nadie que no esté cegado por la soberbia puede aceptar. Y lo que es peor, engarza bastante más con las lecturas de los partidos políticos españoles sobre que no hubo ni hay conflicto social, sino un grupo de personas armadas -en este caso, únicamente hombres y mujeres que ejercen de ellos por imitación-.

Enlazando esta negación de la dimensión política del conflicto armado con otras categorizaciones absolutistas, cabe destacar que otro de los lemas postfeministas que más se obstinan en repetir es que mientras haya mujeres muertas por la violencia machista, no habrá paz. Semejante verdad de perogrullo no merecería ser respondida de no ser por la insistencia en mezclar los años de lucha armada y sus consecuencias con los asesinatos machistas, estableciendo extraños lazos entre ambos o sugiriendo discriminaciones derivadas de la lucha armada.

Un ejemplo de ello lo podemos ver en el artículo “Gatazka, normalizazioa eta feminismoa” donde se sugiere que a las personas muertas en el conflicto se les ha ofrecido distinta importancia en función de si eran mujeres u hombres (desde el ámbito del movimiento popular). Como si las muertes de Blanca Antepara, Kontxi Sanchís, Pili Arzuaga o de Olaia Kastresana (todas en ellas en circunstancias muy distintas) no se hubieran lamentado y homenajeado en la misma medida que las de otros hombres.

Con todo, el lema no es sino una reapropiación de las postfeministas vascas de una de las reivindicaciones de la mujeres de algunos países de Latinoamérica, que vieron que tras años de militancia en diferentes guerrillas, cuando sus organizaciones entablaron conversaciones con el Estado, sus necesidades y reivindicaciones específicas fueron ignoradas. Trasladar esos planteamientos a Euskal Herria es tramposo por numerosas razones, de las que caben destacar solo las más importantes.

En primer lugar, nadie ha hablado de paz en el escenario posterior al final de la lucha armada de ETA, ni se han iniciado negociaciones de ninguna clase. Cientos de personas siguen presas y a muchas otras se les han abierto nuevas causas o mantienen otras activas y la dispersión es una realidad que se constata cada fin de semana, por poner varios ejemplos (la rueda de la represión no se ha detenido como demuestran los dos huelguistas que fueron encarcelados). Es más, ni siquiera los más recalcitrantes sectores de la extrema derecha hablan de paz en la medida que ETA no ha entregado las armas. Por tanto, hablar de paz en un contexto de conflicto no armado es insultante.

Además, si en Latinoamérica la protesta surgía de las filas de las propias mujeres involucradas en el conflicto, aquí nacen, en principio, de entornos académicos burgueses, que no solo no participaron en las dinámicas de confrontación al Estado, sino que se unieron a éste en determinados momentos, como por ejemplo líneas ideológicas impulsadas por Aralar, partido que condenaba con devoción la acciones de ETA. También es cierto que este lema ha sido recogido por otras mujeres provenientes del propio movimiento y matizado considerablemente (se puede estar de acuerdo o no con las ciertas lecturas, pero son razonamientos muchos más finos que los brochazos postfeministas).

Por último, tan evidente es que un pacto entre ETA y el Estado no acabaría con la violencia estructural del machismo, como que tampoco lo haría con la lucha de clases, las políticas de austeridad o la destrucción ecológica. Y si no asombra el intento del reformismo histórico por vilipendiar herramientas de lucha revolucionaria y confundir unas cosas con otras, sí lo hace la asunción acrítica de esa tesis por otros medios y ambientes.

La apología del Estado “interclasista” y burgués en momentos de revolución feminista contra él

Una muestra palmaria de la regresión ideológica que plantea el postfeminismo en Euskal Herria es que su referente es el procés catalán mientras que la mayor revolución contemporánea (feminista, para más señas), se lleva a cabo en Kurdistán; contra el viejo Estado-Nación, el patriarcado y el capitalismo. Así, frente al confederalismo democrático de las mujeres kurdas (absolutamente desintegrador de las estructuras de poder), la aportación más original de esta corriente vasca es insistir en la necesidad de comenzar a construir el estado vasco feminista.

Si la tesis, de por sí, a muchas personas puede parecer reaccionaria, su culminación son los reproches sobre la realidad política vasca, a la que se tacha de “demasiado popular” y contraria a las instituciones. En definitiva, se encuentra impertinente al movimiento popular en la medida en que es “hostil a las instituciones” (burguesas) y supuestamente “se opone” a la construcción y teorización de un nuevo Estado. En contraposición, exhorta a imitar la sintonía entre el movimiento asociativo ligado al partidismo y las élites políticas catalanistas y el procés en Catalunya (también se podría citar la connivencia entre las clases especulativas catalanas ligadas al turismo y los fondos de inversión y el procés, pero esta dimensión ambivalente se ignora con deliberación). De igual manera se omite el proceso paralelo de minimización popular y marcaje a las clases populares en forma de delegacionismo institucional que ha llevado al “procesismo”, bloqueando en cierta manera los posibles avances y ralentizando la ruptura y la desobediencia.

En cualquier caso, más allá de lo discutible que le pueda parecer a cada cual la aseveración, lo realmente digno de debate no es tanto eso, sino el salto cualitativo que supone proponer un cambio de sujeto político tan acentuado para la liberación nacional.

Así, el postfeminismo plantea que el sujeto político de la liberación nacional pase a ser el Estado y no, como debía ser hasta ahora, la comunidad de resistencia y el pueblo trabajador. En cierto modo, el postfeminismo no hace sino sumarse a la reivindicación constante de la Izquierda Abertzale oficial, pero eso no hace que su apuesta sea menos equivocada. Si algo ha demostrado la victoria de Syriza en Grecia (continuadora de las políticas austericidas que han llevado a una reducción del PIB del 25% en 6 años o al incremento de la mortandad infantil en un 42%) es que el estado ya no es el instrumento de la soberanía popular o nacional, sino uno de las herramientas imprescindibles de la Troika para complementar sus políticas y expoliar a las masas asalariadas. Por tanto, la necesidad de articular nuevas formas de relaciones políticas y económicas más allá y en contra del estado y el mercado es acuciante. A esta constatación tendrá que hacerle frente también, tarde o temprano, la izquierda española que se vuelca en las instituciones. No se trata tanto de renunciar a las instituciones, si no se desea ser tan radical, pero sí retomar la visión de que las relaciones de fuerzas no se establecen en los parlamentos (o no únicamente en ellos).

Pero, retornando a la ruptura de las lógicas políticas de Euskal Herria, sin pronunciarlo, el postfeminismo plantea un salto abismal en cuanto considera que el medio para la liberación nacional y social no es la comunidad política, sino la hegemonía institucional. En esta quiebra confluyen dos cuestiones importantes. El sujeto político en el que las estrategias de la izquierda abertzale se apoyaban hasta ahora para esbozar sus alternativas políticas era el movimiento popular y las clases populares. Ese era el único apoyo directo o indirecto de donde extraer materia prima para la construcción nacional y social, y también con el que contaba el MLNV y la disidencia vasca en su generalidad en su confrontación con el Estado.

Dos, la comunidad que apoyaba la confrontación directa por todos los medios no pertenecía, estrictamente, a la composición orgánica de la izquierda abertzale y reflejaba una comunidad antirrepresiva que dinamizaba una parte importante de la disidencia vasca. De esa abigarrada comunidad antirrepresiva bajo cuyo paraguas se daban la mano múltiples sensibilidades políticas (marxistas leninistas, autónomas, internacionalistas, nacionalistas, feministas…), surgía una de las más importantes aportaciones del conflicto; un movimiento que solo confiaba en sus fuerzas y la de los y las desplazadas y jamás en las instituciones, pues su relación con ellas era siempre violenta. En definitiva, una respuesta y tensión constante a la represión, la tortura y el encierro. Pero también contra muchos de los proyectos estratégicos del capital, lo que al mismo tiempo propiciaba el surgimiento, defensa o impulso de alternativas.

Esa comunidad en la que se trasvasaban discursos y prácticas entre familias políticas diversas ha sucumbido, en parte, a la transformación de la izquierda abertzale en una fuerza institucional (una muestra de ello es la irrupción de partidos o iniciativas inmersas en sus propias lógicas, al más puro estilo sectario y grupuscular).

De hecho, con la aceptación de la legalidad y la asunción de la defensa de los presos políticos en claves de derechos humanos y no de amnistía, la referencia en torno a la cual se daban estas relaciones ha desaparecido, en buena parte. Y la aparición de un movimiento pro amnistía posterior no ha sido capaz de resucitarlo.
Con el declive de estas prácticas y la emergencia del feminismo es más sencillo entender que algunas postfeministas aprovechen las circunstancias para proponer sin ambajes las características de un estado aséptico en contraposición al poder popular constituyente de la clase trabajadora que arrebata a la burocracia estatal el poder.

De la comunidad al estado pasando por el individuo

Por paradójico que pueda resultar con la apuesta por la creación de un estado, si en algo insisten las postfeministas es en denostar al estado moderno y liberal (nacido de la Revolución Francesa), dado que su ideal oprime y deja fuera del panorama político a quienes no son hombres blancos y de una determinada clase social. Un ejemplo se puede encontrar en el texto “Nosotras criamos, nosotras teorizamos”o en afirmaciones como: “Resulta que el Nuevo Sujeto de la soberanía, la democracia participativa y la revolución que estos señores plantean es el mismo sujeto de la Revolución Francesa: hombre hetero blanco organizado en familia heteronormativa, con propiedad en herencia y descendencia de sangre.”

No obstante, al denunciar el carácter clasista, machista y racista de los estados modernos, las postfeministas suelen obviar algo crucial; que el instrumento del que el capitalismo se vale para imponer su segregación y una redistribución injusta de los recursos no es solo el patriarcado o la violencia económica, sino, en última instancia, el propio Estado y el monopolio de la fuerza.

Este lapsus frecuente ignora, en primer lugar, que el estado moderno no es una herramienta aséptica, sino el producto histórico de una dominación de clases y razas sobre otras que sirve, eminentemente, para eso y no para otros menesteres. De igual modo que la tecnología no es neutral y su desarrollo ha sido condicionado por las lógicas del capital, el estado ha variado sus formas en función de las necesidades del capital (keynesianismo, neoliberalismo…) y difícilmente puede ser desviado para otras tareas. Sobre todo, si no se está pensando en ellas.

Por otra parte, se obvia que para que el Estado se imponga es imprescindible reducir la sociedad a su mínimo, es decir, al individuo. El campo social sobre el que el capitalismo y el Estado avanzan con mayor celeridad es aquel de ausencia total de competencia comunitaria. De hecho, hay una tensión ineludible entre cualquier comunidad con ínfulas emancipatorias (por descontado, las comunidades pueden servir también al sometimiento) y el Estado.

En ese sentido, con la paulatina desaparición de una cierta comunidad que disputaba el espacio público, los discursos políticos, con el mantra de que lo personal es político, han ido retirándose no poco sobre el ámbito privado (sin reparar en la connotación peyorativa de la privación). Cabe preguntarse si esta deriva, más que el alumbramiento de una nueva conciencia, no es muchas veces sino el efecto de un fracaso por la conquista del ámbito público: igual que la persistente crítica al militante central se da cuando esta figura se ha extinguido (rol que se daba primordialmente en la organización armada y en los organismos revolucionarios políticos y sociales, especialmente en los ligados al movimiento antirrepresivo). En definitiva, la primacía de lo privado se descubre con la derrota de una estrategia por hegemonizar el espacio público.

En cualquier caso, es en ese medio en el que el postfeminismo se ha extendido con mayor rapidez, poniendo el énfasis en el individuo, sus actitudes y sus querencias. En ocasiones, hasta puntos ciertamente aberrantes. De hecho, el postfeminismo posee una pasmosa afinidad con el capitalismo del siglo XXI en la medida en que su discurso es una constante celebración del individuo desarraigado y carente de nexos sociales (razón por la que los cuidados se convierten en algo crítico, pues más allá de su desigual reparto en función del género, no permiten al individuo vivir su aventura constante y egomaníaca, en la medida en que ata a otros seres humanos).

Uno de los cénits de ese repliegue hacia lo privado es el poliamor. Más allá de la crítica pertinente al amor romántico y el hecho de que sea el espacio preferencial donde se desarrollan buena parte de las sumisiones de género, el poliamor posee una sintonía asombrosa con el individualismo extremo que el capitalismo aplica con implacable lógica a todos los ámbitos.

Así, mientras se extiende con notable éxito el fenómeno swinger (parejas y matrimonios que mantienen las estructuras económicas y familiares intocables, salvo en lo sexual, en las que se permiten sobrepasar los límites de la fidelidad, demasiado estrechos en la época del consumismo liberal), el postfeminismo invierte buena parte de sus energías en la promoción del poliamor sin reparar en hasta qué punto ese discurso es compatible con los tiempos líquidos, la desintegración de lazos afectivos cada vez más precarios y la penetración del liberalismo en las conductas privadas. Esto es, con las armas que destruyen cualquier posibilidad de generar comunidad.

Eso cuando la argumentación poliamorística no es conducida a límites absurdos. El exponente más extremo lo podemos ver en enunciados como: “el encarcelamiento puede ser un espacio proclive para vivir nuevas relaciones y más transgresoras, para tener relaciones lésbicas o para practicar el poliamor, por ejemplo. En este caso, como consecuencia del conflicto armado, o mejor dicho, gracias al conflicto armado, se rompe a veces con dos elementos fundamentales para el mantenimiento del patriarcado: con la heteronormatividad y la monogamia impuesta.” Indudablemente, estos planteamientos se retratan solo con expresarlos, pero vale la pena destacar el tono frívolo con el que se pasan por alto las toneladas de violencia que abren el camino a esas supuestas prácticas transgesoras (en la medida en que se desarrollan en la cárcel) y la complicación de desarrollar cualquier relación libre en situaciones de represión extrema, encierro y extrañamiento.

La conquista del Estado desde los cuarteles de la intelectualidad

Pese a que una de las aportaciones más repetidas por el postfeminismo es el micropoder, no deja de ser llamativo que esa crítica pone en solfa (muy merecidamente) la supremacía masculina en las relaciones más horizontales, pero en ningún caso impugna las relaciones de sumisión y sometimiento de otras estructuras verticales como el Estado, la Administración, Diputaciones, los partidos o la intelectualidad, basados en la autoridad y las lógicas de dirigentes y dirigidos.

Así, a la par que en el Reino de España irrumpe en el parlamento una fuerza política (Podemos) surgida de las entrañas de la universidad con un discurso que se desliza no pocas veces por el clasismo académico (la reivindicación constante del talento formado en las universidades que padece el desempleo, la explotación indigna en base a sus estudios, o el exilio económico), el postfeminismo en Euskal Herria posee cierto componente similar, clasista e intelectual: profesoras de universidad, aspirantes a doctoradas, trabajadoras de la Administración en puestos de técnicas de igualdad, de asesoras e impartidoras de cursos o miembros de la intelectualidad euskaldun (periodistas, escritoras, bertsolaris).

Y si bien el postfeminismo privilegiado (ya sea por la capacidad que poseen de obtener representación en los medios o por las condiciones económicas en que se desenvuelven sus actividades profesionales o académicas) a veces toma la palabra en nombre de las mujeres de un modo un tanto espúreo, lo más grave es la introducción en discursos supuestamente radicales de elementos plenamente reaccionarios.

Así, en el ya citado “Nosotras criamos, nosotras teorizamos” (un “nosotras” sin duda más real en lo relativo a la teoría que a la crianza) se incluye una mención, como campo de batalla neutro, a la academia: “La indiferencia o sectorialización sistemática que hacéis con lo que creamos y decimos (incluimos aquí militancia, empresas, organizaciones e instituciones, academia, casa y calle) es patriarcal.”

Estas referencias pueden ser de todo menos casuales si no se pone atención en su ambivalencia.

Por una parte, la academia (esto es, la Universidad) puede ser un más que digno destino profesional, sin embargo, citarla acríticamente y sin matizaciones supone pasar por alto que la academia universitaria, como escuela política, es tan liberadora como la academia de Arkaute. Salvando las distancias, ambas son fuentes de poder del status quo. En un caso, de la producción de saberes y en otro de monopolio de la violencia. Y como Edward Said recuerda constantemente en “Orientalismo”, no se debe diferenciar nunca al académico de sus propios condicionantes e intereses individuales y sociales.

En otras palabras, si en muchos movimientos ha habido militantes que al mismo tiempo han ejercido de profesores o investigadores universitarios en su ámbito profesional, sin que esto interfiriera en su quehacer activista, no han sido pocos los casos en los que las aportaciones técnicas a las luchas de los académicos han venido de la mano de tensiones latentes cuando estos especialistas han tratado de presentarse como portavoces de esos mismos movimientos.

Es obligatorio, pues, distinguir entre trabajadores de la academia activistas (que participan desde dentro en igualdad de condiciones en las coordenadas de trabajo de los movimientos populares y asociativos) y académicos que han intentado e intentan trasladar y hacer valer su actividad profesional en el ámbito de la política, al menos en la medida en que estos segundos extrapolan las prácticas de la academia como escuela política a otros espacios. Y es que más allá de la crítica a la Universidad como institución generadora de conocimientos que validan y auxilian al sistema de dominación (neoliberalismo, TAV, fracking, colonialismo, teoría del choque de civilizaciones, orientalismo, interpretaciones históricas deslegitimadoras del conflicto nacional en Euskal Herria…), la academia es una máquina de sumisión intelectual y política, de pequeñas corruptelas (en invitaciones a congresos, concesión de cátedras y becas…) y de habilidad en la maniobra, el arribismo y la manipulación. En otras palabras, un ente que no solo no impugna las relaciones de poder sino que aspira a extender esas lógicas de una minoría dirigente ilustrada y habitante del despacho y los medios de comunicación, a toda la sociedad.

De ahí que la crítica a los movimientos populares poco dóciles y colaborativos con las instituciones provenga también de parte del postfeminismo académico que teoríza un estado feminista. Pues en su caso ni siquiera se hace necesario el giro que algunos miembros del PSOE o Podemos se han visto obligados a adoptar abjurando de la utilidad de la lucha en la calle, dado que han obtenido toda su legitimidad (y también sueldos y becas) de las propias estructuras estatales o autonómicas. No es de extrañar, en consecuencia, que la crítica al Estado sea para ellas inconcebible, pues la condición social que han alcanzado depende de él (no solo en lo económico, sino también en lo relativo a su papel de intelectual). Una situación que contrasta con la realidad de la mayoría de los movimientos populares, que tienen noticias del Estado, no pocas veces, cuando trata de obstaculizar sus aspiraciones.

El estado feminista y la crítica antiautoritaria

A decir verdad, la exhortación a realizar el estado feminista no es tan original. En “Mujeres, raza y clase”, Angela Davis ya hablaba, en 1981, de dejar en manos del estado la limpieza de los hogares: “Equipos de personas cualificadas y adecuadamente remuneradas podrían desplazarse de un domicilio a otro provistos de maquinaría de ingeniería higiénica tecnológicamente avanzada y concluir, rápida y eficazmente, las tareas que el ama de casa actual realiza de manera tan ardua y primitiva”. Aún así, la diferencia fundamental es que Angela Davis nunca pierde de vista la importancia de la comunidad.

En la elaboración del estado feminista, desde una óptica comunitaria y resistente surgen dos puntos críticos. Uno, relativo al género. Esto es, la injusta atribución social femenina de determinadas labores (cuidados en un sentido amplio; limpieza, comida, necesidades de los elementos más débiles de la comunidad…) que debieran ser compartidas por todos los miembros de la sociedad, independientemente de su género.

Sin embargo, el choque se enciende en la perspectiva de su distribución. Si bien esta necesidad de reparto igualitario de las responsabilidades es evidente, lo que realmente produce disconformidad desde un punto de vista emancipador es la posibilidad de otorgar al Estado más competencias sociales de las que ya tiene (salud, educación, medio ambiente, propiedad, violencia…) y desposeer a la sociedad de recursos que refuercen al estado, convirtiéndolo en algo aún más imprescindible y despótico. En otras palabras, que el Estado como relación social se inmiscuya e infiltre crecientemente en una sociedad cada vez más atravesada por la administración delegada y, por tanto, cada vez menos autónoma ante sus caprichos y el capitalismo.

Por otra parte, es preocupante que esa aceptación de la cesión de espacios sociales venga de la mano de una corriente feminista (al igual que muchos practican el purple washing para razonar su racismo), igual que un posible autoritarismo del Estado podría ser justificado por la necesidad ecológica.

Insistiendo en lo ya apuntado, es decir, la necesidad de invertir la tendencia impuesta por el capitalismo industrial de invisibilizar y reservar la parcela privada a la mujer (el hogar, los cuidados…) y la pública al hombre (la producción industrial, la política…), es preciso replantearse otras cuestiones no tan colaterales.

En otras palabras, la función de un Estado vasco, por muy feminista que sea, en el contexto actual, no será sino en detrimento de una comunidad social cada vez más endeble y en beneficio de unos valores del turbocapitalismo individualista (el cuidado como molestia para la realización del individuo) y el delegacionismo si no se insiste en construir un poder popular alternativo. Pues no conviene olvidar, una vez más, por mucho que los partidos emergentes insistan en olvidarlo, que el Estado es una herramienta del desarrollo capitalista que necesita del individuo consumista que renuncia a la cuestión pública. Grecia y Syriza son, por desgracia, el país y la formación que más amargamente han mostrado esta realidad. Si las ilusiones emancipadoras se dejan en manos de instituciones creadas para afianzar el control capitalista, el camino hacia la frustración está abierto.

Por contraposición, obviamente, tomar como referencia Kurdistán, entraña olvidar las diferencias culturales, económicas y geopolíticas de la zona, pero sirve de ejemplo de un movimiento capaz de reinventarse y apostar por un empoderamiento radical de las mujeres (copresidencias, organizaciones femeninas, autodefensa, construcción de una ciencia de la mujer y una medicina propia…), de la crítica al Estado-Nación y de construcción de un poder popular feminista, horizontal, comunitario y basado en el cooperativismo, la economía social y la ecología.

Por de pronto, el movimiento feminista (el que se demuestra en la práctica) camina más en esa dirección de lo que algunas de sus pretendidas ideológas abogan, e impugna claramente cualquier tutela estatal generando sus propios espacios de empoderamiento (como okupaciones no mixtas) o poniendo en marcha brigadas de acompañamiento o de autodefensa, apostando por la vía comunitaria y restando espacios y funciones al monopolio de la fuerza del estado.

*1 Probablemente el término no sea del todo acertado desde el punto de vista teórico, pero el texto se referirá así a un grupo de mujeres que bebe del discurso feminista del eje sexo/género y que goza de notable presencia en los medios de comunicación y espacios abertzales, entre otros no faltando tampoco en la Capitalidad Cultural Europea Donostia 2016.

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