Mensaje
por Joreg » 17 Dic 2015, 12:16
En el ámbito de la discusión sobre leyes y derecho en abstracto, del libro "anarquismo básico":
"Estado de Derecho
Las Constituciones democráticas, situadas en la cúspide de la pirámide normativa, establecen la dominación de la población mediante Estados Democráticos y Sociales de Derecho. Dicen los ideólogos del Estado de Derecho que puesto que el ser humano está sujeto a sus pasiones, es conveniente que por encima de cualquier persona se sitúe la ley: un conjunto de normas objetivas que establecen quién y cómo se ejercerá la autoridad dentro de la sociedad, y los límites de la misma.
Desde este punto de vista, siempre que existan leyes que regulen el funcionamiento del Estado, estaremos ante un Estado de Derecho: una Democracia Parlamentaria, una Democracia Popular de corte marxista, o una Dictadura Fascista, son Estados de Derecho. De ahí que a los occidentales les añadan los adjetivos de democrático y social. Pero habría que preguntarse más allá de estas palabras ¿Quién hace las leyes? ¿Qué intereses protegen o benefician? ¿Cómo se estructuran? ¿Quién y cómo las aplican?, y en definitiva… ¿Son justas?
Origen de la Ley en Democracia
Si las personas son falibles, y en particular las que detentan la autoridad, y esto es lo que hace necesaria la ley, ¿no podría decirse lo mismo respecto a los legisladores que las aprueban, o respecto a los gobernantes que las aplican o ejecutan, o respecto a los jueces que las interpretan? Los ideólogos de la democracia dicen que los individuos pueden fallar, pero no así el pueblo soberano, que mediante elecciones periódicas elige a sus representantes para que legislen y gobiernen. Siendo —en consecuencia—, el pueblo el punto de origen de la ley. Esto, en mi opinión, es falso. La ley no la escribe el pueblo, que ignora sus pormenores, sino el legislador.
Cantidad de leyes
Si observamos lo que se denomina el cuerpo del derecho, lo primero que llamaría la atención de un observador objetivo es su volumen y complejidad. La metáfora que se plantea es la de una gran biblioteca llena de estanterías ocupadas por todas las normas posibles. Cada día ese volumen de normas va creciendo inexorablemente, y cada día, unas normas van sustituyendo a otras, modificando el contenido de esas estanterías. Cabría incluso la posibilidad teórica de que una sola línea del legislador las dejase vacías, derogando todo lo anterior. Así ocurrió —en parte— durante la Revolución Francesa de 1789, que eliminó los derechos feudales bajo la cuchilla de la guillotina, dando paso al Mundo Moderno. Y surge la pregunta: ¿cómo podrá abarcar alguien ese inmenso volumen normativo en perpetuo cambio? La respuesta es que nadie puede.
Ininteligibilidad de la Ley
Más aún: la ley es complicada. Se requieren años de estudio solo para obtener los rudimentos del lenguaje jurídico. ¿Qué persona, por muy culta que se tenga, puede leer una ley y estar segura de haberla entendido? De verdad… Nadie. Pero no es sólo eso, sino que la propia ley se organiza en base a unos supuestos complejos y superpuestos criterios de jerarquía, territorialidad, especificidad, competencia, supletoriedad, integración, etc..., en lo que algunos llaman la Ciencia del Derecho, en cuya aplicación práctica ni los más expertos juristas llegan a ponerse de acuerdo. El Derecho y la Ley son interpretables, difícil y equívocamente interpretables. De ahí la necesidad de miles de expertos de materias cada vez más específicas y reducidas, que se dedican a la creación, el asesoramiento, a la aplicación o al mero estudio de la ley. Y a cobrar mucho dinero por ello.
Esta ignorancia popular de la ley, sin embargo no nos exime de su cumplimiento. Hagamos esta reflexión: si la ley es un conjunto de normas que regulan las relaciones humanas, y la ley necesaria para el normal desenvolvimiento de la sociedad, ¿no sería imprescindible que sus destinatarios la conociesen para que les fuese aplicada? Pero es un hecho que esto no es así. Tendríamos que remontarnos a sociedades de hace miles de años, para encontrarnos con que la gente era conocedora de las leyes que se les podían aplicar. Claro, que entonces las leyes eran pocas e inteligibles, y siendo conocidas por sus destinatarios, no necesitaban forma escrita. Cualquiera podía ser juez y jurado. Ahora, en cambio, ¿quién podría estar seguro de no estar infringiendo alguna ley que desconozca?
Desigualdad ante la ley
En este contexto, la igualdad de todos ante la ley, no es sino la institucionalización de la desigualdad. En efecto, si la ley regula de forma general —sin alusiones directas a personas concretas— las relaciones interpersonales y las instituciones de la sociedad y del Estado, y ésta es una sociedad desigual (en la que —por ejemplo— hay ricos y pobres), la conclusión es que la ley protege y mantiene la desigualdad, los privilegios de unos cuantos. Colocando la ley a todas las personas individuales en idéntica posición de sometimiento, en realidad está imponiendo a esas personas el privilegio de los que en cada momento, y abstracción hecha de quiénes sean, detentan una posición social y económica de poder. En cualquier caso, la pretendida igualdad ante la ley es una falacia. Es bien sabido que no a todos se les aplica de idéntica forma. Basta pensar que el dinero es fundamental a la hora de crear una sentencia. Dinero compra, dice el refrán. El rico siempre está bien protegido, y el pobre si pisa un juzgado es para temblar.
Selectividad de la ley en su aplicación
Existen leyes que se aplican generalmente, otras que sólo se aplican de forma selectiva, y otras que no se aplican. Y esto no es producto de la casualidad, ni de las exigencias y condiciones de la realidad, sino que es algo totalmente premeditado. Piénsese por ejemplo, que cualquier Constitución establece el derecho a la libertad, al trabajo, a una vivienda, y al mismo tiempo establece el derecho a la propiedad privada y a los poderes y potestades del Estado, antepuestos a todo lo demás. La aplicación de estos derechos constitucionales, es bien diferente en cada caso. Una persona puede estar sin trabajo, pero un millonario ha de tener su dinero; un policía puede golpearte y dispararte, y la Constitución afirmar que eres libre. Eso es algo deliberado. Y es que la práctica del derecho, esto es, la aplicación de la ley, es ante todo, una cuestión de poder, afianzada en última instancia, en la capacidad de empleo de la violencia legítima por parte del Estado, en forma de multas, sanciones y presidios. Y de sus primeros pasos, es brazo ejecutor ese ente tremebundo que llamamos La Administración, un estómago insaciable y rutinario a cuyo servicio están millones de funcionarios.
Jueces y tribunales
En cuanto a jueces y tribunales —y todo el aparato de administrar justicia—, los ideólogos del Derecho nos los presentan como los garantes a la postre del Estado de Derecho. Podríamos preguntarnos… ¿Quién los eligió? El Estado; ¿quiénes son? Mandatarios; ¿cómo han llegado a ser lo que son? Con tiempo y dinero; ¿qué superioridad moral tienen sobre las demás personas para enjuiciarlas? Ninguna; ¿imparten justicia o aplican la ley? Dictan sentencias; ¿cuánto tarda y cuánto cuesta la ley? Mucho; ¿cómo juzgan? Como mejor les conviene; ¿cuántos errores judiciales hay? Montones; ¿cómo se reparan? De ninguna manera; ¿se cumplen todas las sentencias? Sólo las que les importan; ¿sirven realmente a la sociedad? Sirven a los ricos.
La ley va por delante del pueblo
Pero hay algo cierto en esto: que la Justicia —con mayúscula— emana del pueblo. No podría ser de otra forma. La Justicia es un concepto moral y como tal se mostrará en cada momento de la Historia y en cada lugar del mundo, dependiendo de la cultura, desarrollo, condición socioeconómica y distinta sensibilidad de las personas. Y resplandecería si eliminásemos las manipulaciones y esclavitudes a que se ven sometidas. Una sociedad en la que todos tuviésemos un asiento digno en el banquete de la vida, igual para todos, sería una sociedad justa. Y en ella, probablemente, no sería necesaria la ley.
Esta forma de pensar es precisamente la contraria de la que defienden todos los aficionados al Derecho, que afirman aplicar de manera técnica y aséptica la ley, permitiendo que unos coman mientras otros mueren de hambre, que unos tengan palacios y otros no tengan casa. A eso llaman bien común. Los defectos, los fallos inacabables —dicen— son siempre corregibles con tiempo, en el futuro. Con lo cual, los técnicos del Derecho —creyéndose gente práctica y realista— nos meten en unos líos de los que luego no saben salir: hemos participado y participamos en una guerra legal avalada por subterfugios jurídicos. Pero..., ¿existe acaso una guerra que sea Justa? ¿Quería el Pueblo la guerra? La respuesta de la minoría a la que conviene la guerra, es que el pueblo no piensa lo correcto. Que el pueblo no sabe manejar sus asuntos individuales y colectivos. Que el pueblo no está maduro y tiene que ser llevado de la mano. En consecuencia, la opinión popular de personas corrientes sin distinción de sexo, etnia y oficio, —aunque sea justa— no merece la pena ser tenida en cuenta, o ha de ser tenida en cuenta para que sea modificada y todo el mundo acabe aprobando aquello con lo que no está de acuerdo.
La ley como medida de la justicia
Es decir, que en el Mundo Moderno, hace tiempo ya que la justicia dejó de ser la medida de la ley. Ahora es la Ley la medida de la justicia. Al menos eso es lo que se nos quiere hacer creer, y en gran medida lo están consiguiendo. Mucha gente argumenta ya en cualquier discusión que algo es justo o correcto porque lo dice la ley, sin plantearse la moralidad de su planteamiento, como si el hecho de que una ley lo diga, fuera prueba incontestable de su justicia.
El anarquismo contra la ley
Y la respuesta es que esto no es así. Que el Estado de Derecho es más bien, el Derecho del Estado a aplicar la ley, sin que eso implique que prevalezca la Justicia. Que cuando se invoca la ley para legitimar una posición de poder y de fuerza, que beneficia a unos y excluye a otros, debemos reflexionar, porque existen buenas razones para pensar que donde existen muchas leyes, se machaca a los dominados, no hay libertad y se carece de justicia. Y por eso, la desobediencia a la ley ha sido y será defendida siempre por los anarquistas."
Lo que se gana en velocidad, se pierde en potencia. Lo que se gana en potencia, se pierde en velocidad.